La portavoz de EH Bildu en el Congreso de los Diputados y el de ERC, Mertxe Aizpurúa y Gabriel Rufián

Ciertamente, las fuerzas independentistas catalanas perdieron 350.000 votos en las elecciones municipales del pasado 28 de mayo. Ciertamente, han sido incapaces de exhibir una imagen de reencuentro durante la campaña de las generales para reenganchar a sus votantes y revertir la abstención, que se presenta como su principal enemiga el próximo domingo. Pero no menos cierto es que ERC y Junts pueden resultar determinantes para la gobernabilidad de España si el PP no logra sumar la mayoría necesaria para descabalgar a Pedro Sánchez de la presidencia.

Resulta obvio que el socialista podrá seguir recurriendo a ERC si con su apoyo le basta para mantenerse en La Moncloa. El partido liderado por Oriol Junqueras ha escenificado un endurecimiento de sus condiciones para ungir al candidato del PSOE, pero no dudará en hacerlo si tiene ocasión, consciente de que la política de concesiones hacia el independentismo finalizaría abruptamente si Alberto Núñez Feijóo reúne los votos necesarios para ser investido.

Tres son las condiciones de los republicanos para volver a respaldar a Sánchez: mantener con vida la mesa de negociación sobre la autodeterminación catalana es la principal. Poco antes del batacazo de los comicios locales Pere Aragonès nombró a un comité de expertos que debía diseñar un «pacto de claridad» para invitar al Estado a acordar la celebración de un referéndum homologable internacionalmente. Los trabajos de ese sanedrín han quedado paralizados hasta conocer el resultado de las generales, pero la apuesta de ERC pasa por seguir avanzando en esa vía para acabar exigiendo una votación secesionista tolerada por el Gobierno, a diferencia de la organizada el 1 de octubre de 2017.

Si Sánchez traga con ese requisito, el camino asomará llano, pero no expedito, pues ERC también exige el fin del «déficit fiscal» y el traspaso de la red de Cercanías. Esta última condición podría ser asumible a tenor de las concesiones realizadas en la legislatura que expira, con los indultos y la eliminación del delito de sedición a la cabeza. Pero más difícilmente concretable será el acabar con ese «expolio» que el independentismo catalán viene blandiendo como argumento electoral desde que tiene uso de razón.

En cualquier caso, ese escollo será más fácil de salvar que la obstinación de Carles Puigdemont. «Sánchez no será presidente con los votos de Junts. Pagar por avanzado a un tío al que no le comprarías ni un coche de segunda mano es un deporte de riesgo», manifestó la pasada semana el prófugo. Su valida, la afín Míriam Nogueras, ejecutará las órdenes del fugado sin titubear y éstas pasan por boicotear el funcionamiento del Estado tanto como sea posible. ¿Llegando a forzar una repetición electoral? Es un escenario plausible para un partido que ansía recuperar protagonismo para volver a disputar la Generalitat a ERC en cuanto le sea posible. Y qué mejor cartel que el de demostrar que el secesionismo vuelve a ser el principal quebradero de cabeza de España, al contrario de lo que defiende Sánchez, quien da a Cataluña por «normalizada».

Que el independentismo pueda resultar decisivo este 23-J no quiere decir que sus resultados vayan a ser espectaculares. La demoscopia da por seguro vencedor al PSC y concede posibilidades al PP de seguir a los socialistas catalanes como segunda fuerza, superando a los dos grandes partidos independentistas y alcanzando ocho o nueve diputados, por los dos actuales.

Asignado el triunfo, esa segunda plaza se ha convertido en el principal objeto de deseo de los partidos que libran la batalla catalana. Si el PP la conquistara, quedaría ratificada su resurrección en la comunidad y apuntalaría una victoria holgada de Feijóo. Mientras, ERC y Junts persiguen imponerse en su particular duelo con la vista puesta en las próximas autonómicas catalanas que tendrán lugar en 2025 si Aragonès no sucumbe antes a su minoría.