Mimí L’ amour (relatos de amor y quereres)
Pelayo del Riego Artigas.- Conocí a la bella Mimí en los primeros años de aquella segunda época Dornier, la ola innovadora que se extendía por Europa y se abría camino hacia occidente, a raíz de la aplastante victoria krausiniana en las municipales, cuando lo del escándalo de Pignatelli y los guisantes de olor.
Mariano Tejón Brey y Belén Saintjordi habían sido puestos en libertad y la prensa acusaba a Marito Sáenz –primo carnal y uterino de Tito Clemente- de no haberlo evitado cuando pudo hacerlo y sacaba a colación sus relaciones indecentes con Lucio Gabaldón, el de los Gumucio de Arrigorriaga, que resultó homosexual por parte de madre, e hijo de puta por parte de padre. Un mal asunto.
Viajábamos de Viena a Paris en el expreso –Lits&Cook, el de las grandes logias europeas- que salía a las veinte quince y que no iba demasiado lleno, sino más bien poco y con luces mortecinas. Era una desapacible noche de finales de enero y los escasos viajeros, ya acomodados en nuestros departamentos, a partir de determinado momento nos dejábamos caer –mariposeando, con las manos en los bolsillos y mirando de lado- como un sucesivo rosario de personajes salidos del archivo general de Indias, por el vagón restaurante, a ver qué se nos administraría y qué juego podía esperarse de lo que quisiera que fuese.
Era la filosofía de aquella época tan politizada. Yo, como viejo zorro experimentado en las cábalas sionistas y las pandemias al uso, había hecho acopio de bocadillos de caballa, de mejillones en escabeche y una enorme tortilla de patatas con cebolla y tropezones de chorizo, en la obscura cantina de la estación, la de las escaleras de caracol.
También lo hice de otras cosillas que localicé por allí al caer el sol, y que había hundido en mis alforjas de viaje, que eran un poco mayores y profundas que otras veces, por lo que deslicé unas botellas de vino, que si no eran del mejor harían buen papel si mis cálculos no fallaban y cual toda vez, dejé caer en ellas una hogaza de pan bastante aparente. Total, un puñado de chelines de nada.
Los pecados mortales en la intendencia ferroviaria de esa línea, me habían enseñado al cabo de los años de trajín cucanero y sensual, que más valía pasarse de provisión que sufrir la escasez de las pasantías y las falsas excusas con las que se trataba de justificar un desabastecimiento deleznable. No éramos muchos los de la desasistida membresía que tomamos asiento en las diferentes mesas y al cabo de un rato de traqueteo, bamboleo general y temblequeos de las luminarias, destemplados, vimos llegar a un encargado con largo mandilón negro, barbijo floreado y tocado con un gracioso gorrillo cuartelero –todo un chapiri de borla roja- a juego, que repartía cartas con aparente orden y seriedad. Sabía hacerse respetar en el inicio, y sin manotear, ni nada.
Cuando los comensales les echaron un ojo y comenzaron a comandar ingenuamente el condumio elegido –era evidente que se recreaban en la escogencia por lo de la gazuza inverniza- y las bebidas de acompañamiento, las negativas, evasivas y pretextos de aquel personaje, que se llevaba las manos a la cabeza y encogía los hombros primero de un modo muy profesional, a la vez que daba una patada en el suelo y un manotazo en su cadera como diciendo qué mala pata, hombre, comenzaron a cosechar unas expresiones cada vez más gruesas y desagradables que yo alcanzaba a oír desde mi rincón. Lo que me temía estaba servido.
Tan sólo disponían de agria sopa de col, agua mineral chambré y un pescado ahumado reseco y escaso que no satisfacía a nadie, por lo que pude escuchar. Por no haber… ni guisantes, ni melocotón en almíbar. Qué les voy a decir. Era mi momento de gloria, como lo había sido en Agrigento unos años antes, y en Paisandú a finales del otoño.
Comencé a sacar mis bocatas de las alforjas, mis botellas y la tartera con la apetitosa tortilla sobre el blanco mantel, haciendo sitio con los codos, y puse la hogaza sobre la mesa a la que clavé criminalmente y con mucha teatralidad –la que requería la ocasión, ni más ni menos- una daga de trazo florentino y afilado acero toledano. Era una declaración de intenciones.
Al destapar los envases y desenvolver la estraza, se extendió por la zona un aroma embriagador que no pasó desapercibido. Pude ver expresiones conmovedoras, con su puntito de antropofagia.
Un pequeño chorizo enharinado –la vueltecita tipo Villarcayo- uno de cuyos cabos se había enganchado en mi sortija de berilo al explorar el vientre de la alforja, atraía las miradas codiciosas de aquellas gentes y suscitaba comentarios y elogios acendrados de aquellas criaturas que no tenían reparo en mostrarme sus colmillos afilados.
Una señora hermosísima que ocupaba una mesa al fondo a la derecha –la mismísima Mimí L’Amour nada menos, como supe después por el revisor, y en tres dimensiones- cuando advirtió aquello y pudo cubicarlo, venteándolo a la luz de la razón práctica, me dedicó una sonrisa que me cautivó.
La interrogué con la mirada si era a mí, no más que para despejar dudas, porque tenía toda la pinta, y me señaló con sus ojos de nuevo, asintiendo con la cabeza y proyectando sus labios en un beso de azúcar cande que agradecí con un gesto un tanto ambiguo, para que no advirtiese que ya me tenía desarbolado. A la que hacía esto, arteramente se despojaba de un chal de martas cibelinas que ocultaba la belleza de sus formas opulentas, dentro de la discreción, claro. Más tarde me planteé si era a mí o al chorizo que yacía sobre la mesa a quién dedicaba el homenaje de sus labios y de su desnudez, pero no indagué más, por prudencia. Ese era el ambiente que se respiraba.
Dejaba aquel pibón de yate la verosimilitud de sus formas a mi vista con toda crudité, lo que me produjo como un violento vahído tres charmant, que no voy a negar porque les mentiría. Yo me deshice del chambergo de paseo, muy parecido al de los últimos de Filipinas, para darle la réplica y lo deposité en la redecilla junto a mi morrión de gala de ancho barbuquejo metálico.
Los comensales de otras mesas, que habían asistido a aquello, se revolvían en sus asientos como si les hubiesen puesto salsa picante en el trasero, tosían, aclaraban sus gargantas, se ajustaban las corbatas, se toquiteaban los tocados, o pasaban un dedo por el cristal de la ventanilla con la mirada perdida, haciendo rayas y círculos en el vaho y me daban pena, porque se podía cortar el amarillo cadmio de su envidia con cuchillo.
Alguno, reparé alarmado, pasaba un dedo por su pescuezo, a la altura de la nuez –o bocado de Adán- mirándome amenazador, lo que me movió a ponerme en guardia llevando mi mano a la daga ostentosamente, a la vez que enseñaba mis dientes nacarados y algún implante que otro. No cabían medias tintas. Más que la ley, era el reglamento de la selva el que imperaba y se hacía sentir.
Me mantuve en mi puesto bizqueando del ojo izquierdo a la vez que levantaba la ceja derecha a lo Victor Mature, que no es nada fácil, desenvolví con lentitud un bocata de caballa con total frialdad y lo dirigí a la hermosa, como invitándola a bajar del retablo y tirarle unos viajes si era de su agrado, a la vez que deletreaba la palabra mágica:
-Maquereau, dije vocalizando y acusando la cosa labial exageradamente, a lo patois de cercanías, maquereau a l’huile, ma petite. Voilá.
Mi soltura con el francés me valía para hacerme con ella en un momento clave. En estas lides es mejor que el latín, y mucho más que el alemán que resulta bronco y poco sexy.
A la vez que decía esto, sin empacho alguno señalaba una botella y la invitaba a sumarse a la fiesta pagana haciendo sonar, como al desgaire, una copa con la llamativa sortija de mi mano diestra, la de la aguamarina. La sonrisa que me dedicó esta vez, y el relamido de sus labios me transmitió la certeza de que me entraba al cebo de caballa, al de maquereau a l’huile, sin dilación y con zalamería.
-Ohlalà, advertí que pronunciaban sus labios, a la vez que pestañeaba alzando una ceja arqueada, desafiante, y fijando sus ojos en mí, cual los faros de una motonave.
¿Cómo reaccionaría a los mejillones la hermosa? ¿Qué pasaría con la tortilla? Me atormentaba la duda. A ver cómo transcurría la cosa. Mi curiosidad entomológica era infinita y aplicaba la lupa para no perderme nada. Sin duda, me dije, algo tendrían que ver los brandenburgos dorados de mi chaquetilla roja de húsar de Pavía que me cruzaban el pecho y los del dolmán azul, que ostentaba colgado de mi hombro izquierdo, tanto como los entorchados de brigadier y agremanes que cuajaban mis bocamangas y charreteras.
También pesarían –pienso- mis bigotes y patillas a lo Francisco José, y ¡qué voy a contarles de mis largos bucles rubios ceniza que lánguidamente me ornaban las sienes a la romanesca, descolgándose sutiles hasta los hombros en vistosa cascada!
La abundancia y brillo de las medallas y condecoraciones que adornaban mi pechera algo contarían, digo, ¿por qué no? como los bridges azules a juego con la sobrepelliz y mis relucientes botas de montar provistas de rutilantes espuelas de plata.
Mi señuelo había funcionado. Majestuosamente se levantó Mimí abotonándose el escote discretamente -o aparentando que lo hacía para distraer mi atención- en el que lucían unas vistosas magnolias, y tomando su bolso con una sans façon que para qué, se aproximó a mi mesa de corrido, empopada y con un contoneo levitante e inclusivo, a la vez que yo me ponía en pie, humillaba mi jeta doblando la cintura a la japonesa y por los altoparlantes sonaban los primeros acordes del himno a la alegría, incluidos coro, trompetería y fanfarrias. Justo aquel que hicieran una mala tarde, según tengo sabido, Ludwig van Beethoven, Friedrich Schiller y Miguel Ríos, al alimón:
¡Escucha hermano la canción de la alegría,
el canto alegre del que espera un nuevo día!
-Caballero bienquisto, me dijo con un trino de voz que se clavaba en mi corazón hasta dolerme. Me siento muy honrada por su invitación y hete aquí que acepto de buen grado. ¿Qué me responde usted?
-No me diga más, bella señora y procedamus in pace cum angelis, que arrecia la cosa y a la noche no se la come el lobo, fue mi breve comentario al estilo de Ettore Fieramosca, con el que la recibía gozoso, dibujando en mis labios una sonrisa larga y sinuosa.
-¿Le gustan mis magnolias? ¿Cuál es su parecer? Me espetó acto seguido esperando mi aprobación, a la vez que me las mostraba con falsa modestia, pero dándoles la importancia que requerían, vista su elegancia y hermosura.
-¿No habían de gustarme? Luce usted un par de magnolias que ya las quisieran muchos millonarios y camarlengos. Son de concurso, mega, maxi, de luxe, créame. Y exhibía para ella el embeleso de mi sonrisa más medular y untuosa, que se extendía por mis mejillas hasta alcanzarme el pescuezo, como una bendición travertina, a la par que eclesial, que la convencía de lo bellas que lucían en su escote y cuanto las apreciaba en mi fuero interno, digamos que de puertas adentro, por no escandalizar al respetable que nos miraba.
Se venía a posar en la butaca frente a la mía, con una complacencia sobredimensionada que no podía ocultar, ni tenía interés alguno en hacerlo. Era una belleza etérea –etéreosexual, dije para mis adentros- de carne translúcida y alabastrina, largos cabellos sedosos y dorados recogidos en buena parte por un moño alto con peinecillos de carey, crenchas y bandós –del tipo à toute à l’heure, sin duda- que le hacían elegantísima, y le prestaban donosura sin parigual. Se acodaba sobre la mesa pestañeando y hacía reposar las magnolias sobre el mantel, para lo que tuve que recolocar parte de mi despliegue para hacer espacio, con gesto benevolente y asintiendo con la cabeza.
Tez pálida, digo, en la que se inscribían unos enormes ojos de azul turquí y largas pestañas rizadas, que aleteaban como mariposas primaverales.
De su graciosa nariz y el dibujo de sus gruesos labios jugosos y perfilados, no les diré nada por no azuzarles a que cometan una tontería, como de su largo cuello en el que brillaba un valioso collar de esmeraldas, ni de la tersura de sus pechos ebúrneos –gonflés et sans soutien, como diría el bardo de la serie noir- a la vez que firmes y estables que, pese a las magnolias y al embridamiento que imponía el supuesto y reciente abrochado, habían cabalgado flamboyants et battements, al ritmo de sus menudos pasos a la que se aproximaba, llevándome a la dislexia y a cierta dificultad para deglutir.
Respetuosamente, cogí su tendida mano entre las mías y la besé tendrement, con veneración sobreactuada. Ella sonreía agradecida, la abandonaba a mis labios voraces y me perdonaba la vida que yo le brindaba generoso en un gesto muy segundo imperio, tirando a Luis Felipe.
Acto seguido, tomaba por fin asiento frente a mí de un modo muy empático y complacido y su perfume inundaba la escena, se hacía con mi alma y respondía con breves bisílabos, algún trisílabo y patentes garrampas intercostales que me movían a comentarle:
-¡Qué ricura de mujer! ¡Cuán feliz soy en su vecindad! Echemos unas manitas de bridge… ¡Ma belle Charlotte! O de cinquillo, si más le placiese.
-Favor que usted me hace, chevalier.
-¿Maurice?
-Maurice, of course.
Le serví una copa de vino y puse entre sus manos el envoltorio de maquereau mientras me miraba seductora… y sin más, se despachaba el bocata como si nada, apurando la copa en un par de tragos, le serví otra y otra y le ofrecí tortilla en un platito de Sajonia, junto a un menudo tenedor. Perecía no tener fondo.
Fue entonces cuando me di cuenta del arrobo que se apoderaba de ella, del rubor que le subía siguiendo todo lo que es la línea de las carótidas, la escarpa y hasta las sienes, mientras que a la que bajaba, el corazón parecía saltarle por el escote de pico con un ritmo enloquecido que prestaba una efímera vida a sus tremolantes pechos, que parecían saludarme carialegres, correspondiendo a mi atención.
Se veía su conciencia alterada y columbraba que la tenía en mis manos, genuflexa y aquiescente, lo que era ella como hembra en flor, quemando las pocas naves que le quedaban en las atarazanas de poniente a lo Hernán Cortés, porque se había pasado a mi campo con armas y bagajes, tal que en un desembarco en cabeza de puente. Había dado con sus más secretas debilidades en el debido tiempo y forma. Un pleno. Era algo así como las decisivas tomas del Gurugú y del Pingarrón, en diferentes momentos de la historia.
Sus bellos ojos claros se iluminaban de romántica sensualidad a la que engullía, y se alineaban con los míos en una convergencia interestelar, hasta los ábsides y sin pasar de allí, manteniéndose en la eclíptica. ¿Una distopía? Nunca se sabe. Muy bien podría serlo. No diré que no.
Mientras, la bella deglutía con elegancia y tamborileaba los dedos con sus largas y cuidadas uñas sobre la bandejita en la que descansaba el pan, haciendo sonar sus pulseras y dijes. Entre susurros y muy cerca de su oído, sirviéndole vino una y otra vez, le murmuraba cosas de largo recorrido y de escasas interpretaciones –sota, caballo y rey, todo lo más- que acusaba mansamente, como entregada a mi causa, afirmando con la cabeza y de conformidad con cuanto le planteaba crudamente respecto al destino que reservaba para su persona y le sobrevendría en la sobremesa si no había novedades de última hora.
Por cuanto representaba aquello y las divagaciones que me traía por dentro, no podía por menos de decirme que esa mujer iba a ser admirada por el todo Paris en mi lujoso carricoche de entreguerras, bien en el Bois de Boulogne, bien por los 1.300 metros de la rue Clignancourt, por el boulevard Rochechouart, o en les mêmes Champs Èlysées y en L’Etoile. No en vano, me había disculpado por no disponer de melva canutera ni de ventresca de merluza para la ocasión, pero se mostraba comprensiva, advertía mi delicadeza y aceptaba mis disculpas.
-Es usted un gran anfitrión, me dijo al terminar la tortilla, tras un luengo y premioso trago de la copa, un sentido paladeo con picoteo muy elocuente, acabado en un chasquido aprobatorio de su lengua con los labios libadores. Un entornado de sus ojos me hacía temblar y un pestañeo posterior muy inquietante me sobrecogía a estas alturas del viaje y a la hora que era ya.
Habría que añadir en el haber, ya abultado per se, que a esto le sucedió un fruncido de nariz -¿un mohín? me cuestioné- un lejano borborigmo intestinal de baja frecuencia, y una evidente dilatación de sus aletas nasales. Insólitas actitudes a la hora que era y en la que ya estaban cerrados los comercios.
-Es lo que tenemos los austrohúngaros de última generación, bella mujer, mitad diosa, mitad comensal, le contesté sin quitar mis ojos de las esmeraldas que ornaban sus desnudos hombros de ambrosía hasta sumirse por el canalillo, muy cavernariamente, entre los pechos esplendorosos de esta reina ejerciente, para precipitarse en el coseno hasta iluminarle el vientre de una claridad verde y cenital, al que bajaban, supongo, en virtud de la gravedad.
-Sabemos, proseguí entre jadeos malamente disimulados, lo importante que es el avituallamiento en las largas carreras de fondo y casi no me atrevía a comunicarle que disponía de plátanos, de postre. Auténticos canarios, menudos, aromáticos, dulces, con pintitas y potasio a manta. Si usted me permitiera… proseguí, yo… verá, temía que me malinterpretase.
-¿Yo, malinterpretarle? ¿Qué decís? Sois un caballero, se aprecia de lejos… y se apartaba para mirarme con perspectiva. Juraría que bizqueaba, pero no lo afirmo. Me confío a usted y a sus plátanos. Me uno a su destino. Mantenga el nivel, que puede y no se me desanime, barbián, no se me derrumbe, y reía misteriosa y muy graciosamente, llevando una mano a su nuca con inusitado salero para darse un golpecito. ¿Un tic nervioso producto de la excitación… pensé, o de la ingesta de caballa? ¿Algo de perlesía incipiente por el abuso de la absenta? Nunca lo sabré.
Sus ojos encendidos y chispeantes se comían los míos, garzos y nobles que la miraban inquisitivos, ya sin falsos pudores que pudiesen confundirla de aquesta guisa, y tendía una mano para unirse a la mía, pasando la lengua por el borde de sus labios perfilados y jugosos, que previamente había limpiado con la puntita de una servilleta de Batavia, a pequeños toques.
Lo hacía como restañando una herida, y a su vez sellando un pacto de no agresión, pero sí de auxilios mutuos y posibles maniobras y simulacros conjuntos en campo abierto. Había tomado en su otra grácil mano enjoyada -de largas uñas esmaltadas en cherry pink- uno de mejillones y se lo llevaba a su boca hecha para el pecado, tanto de gula, como de lujuria, o el de soberbia entremezclados incluso con los de avaricia, ira, envidia y pereza en el mismo paquete, como bien se podía advertir -los siete a la vez- ya que no son incompatibles en su ejercicio, según larga y prolija jurisprudencia de la sala tercera de lo contencioso.
-¡Viva el lujo y quién lo trujo! Exclamé alborozado y palmoteando. ¡Che bella cosa e’na jurnata e’sole!
Mimí sonreía cómplice de mi entusiasmo ladeando la cabeza a estribor y una de sus manos cogía la mía con dulzura, a la vez que con la otra se servía más tortilla. Sin duda era de su agrado el puntito de cebolla.
-Yo también te quiero, Pipo.
¿Pipo? No quise indagar por qué me llamaba así, ni acerté a qué venía eso, pero me extrañó, aunque me hacía ilusión porque era todo un progreso en la batalla. Una iniciativa de la infantería de línea que había que valorar detenidamente, porque nada estaba tan lejano de mis verdaderos nombres: Humberto Alfonso de la santísima Trinidad García de Viedma y Pérez de las Vacas.
¿Había esta mujer descubierto para mí, inconscientemente, uno de sus flancos quedando a mi merced? ¿O hacíalo deliberadamente y citándome a los medios para llevar a cabo la envolvente, sin que me percatara y ganándome la jugada? Me veía en ascuas. Todo resultaba muy interesante y me agradaba la inquietud que sembraba con todas las secuelas que pudiesen desencadenarse por mor de esta rotura de líneas, estos escarceos de reina blanca-alfil 4, atravesando peón negro-rey 5, que aparentaba toda una celada en una apertura Trompowsky.
La partida estaba ya cruzada reciamente a lo Karpov, se jugaba duro y se me abrían las carnes ante tanta vitalidad. ¿Qué sería de mí si no le daba jaque en su momento? ¿Un gambito de dama? ¿Se enrocaría en la querencia? ¿Movería su rey dos escaques sucesivos burlando a mi rejón de muerte? ¿Se acularía en tablas prestándome su nuca al descabello?
El convoy galopaba bufando por la llanura centroeuropea sin importarle la nevisca, ni la densa obscuridad que se cernía temerosa. El calor, en aquel rincón paradisíaco, subía por momentos, como la presión atmosférica, la arterial y el azúcar en sangre, que nos despegaban de esta vida miserable hacia esferas de otra consistencia menos voluble y mucho más gratificante.
Le ofrecí, ya en los postres y banalizado mi pudor por sus atenciones femeninas, el aromático plátano que peló con arte muy refinado, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida anterior y que me hacía estremecer, e impedía que articulase palabra alguna. Lo fue engullendo para mi solaz de una manera morbosa, sin prisas, pero sin pausa que me permitieran sosegar.
Mientras lo hacía, observaba cachazuda cómo mis manos abrían ante sus ojos una cajetilla de Sweet Afton de Luxe y le ofrecía un sutil cigarrillo que tomaba entre los dedos, para llevarlo después lentamente a sus labios sensuales y sedientos de afecto, esperando que se lo encendiese con mi chisquero aeroportuario.
Como último recurso, tras darle lumbre con la mejor de mis sonrisas apaisadas –las verticales ya vendrían, pensé- y para ver hasta donde era capaz de llegar en sus movimientos tácticos antes de la carga, saqué una abultada lata de berberechos –de poco más de medio kilo escaso- que quedaba al fondo de mis alforjas y se la ofrecí en un silencio tributario, mirándola embelesado.
-¿Qué me dice de esto?
La misteriosa mujer tomóla en su mano etérea, la sopesó con serenidad a la que cucaba un ojo, malévola, y la depositó sobre la mesa, tras haber leído con sus lentes de cerca y como en un sibilante tarareo, todo lo referente a los alérgenos, el peso escurrido, el neto, el número de lote y la fecha de caducidad o consumo preferente, lo que anoté en mi haber como algo poco común en este tipo de asuntos.
-Hay que pensar en el desayuno, querido, me dijo con voz grave mientras metía en su funda los lentes, la vamos a necesitar. Devuélvela al talego, Pipo, y no mires a tu alrededor, tenemos a todo el vagón observándonos y tienen en los puños cuchillos y tenedores. Alguno se ha atado la cabeza con una servilleta tipo pirata y se ha hecho con una plegadera, lo que me hace presagiar lo peor. Voy a salir caminando de espalda con la talega y tú haz lo mismo, y me cubres con la hogaza y la daga. Una retirada tipo Xauen, querido. Un dos, dos, cuatro y viceversa. Que no nos hagan bajas. Deja lo que queda del vino para que pierdan tiempo en estimar su contenido al trasluz si es menester. Mi cabina es la 12. Allí nos refugiaremos y celebraremos lo que tengamos que celebrar, a un solo efecto y conforme queramos, que ya tenemos edad y por delante una noche muy larga y vete a saber si agitada. Pongamos nuestros relojes en hora. La consigna, dos golpes seguidos y dos distanciados, no lo olvides nunca, mi Dudu.
Todo esto me lo decía de soslayo, un tanto escorada a estribor, patente rizado de velamen y ganando barlovento al desplegar el tormentín. Lo de Dudu me desconcertaba grandemente, mientras ejecutábamos con orden la retirada.
Cuando nos vimos en el departamento con la puerta atrancada respiramos tranquilos. Habíamos culminado la retirada en orden y sin bajas, como ella deseara. Apoyada su espalda en la puerta, su pecho inspiraba afanoso buscando oxígeno. Me gustaba eso y se lo dije al oído, en el ambiente de paz y reposo que nos inundaba. Sonreía mimosa, si bien que hábilmente trabada por mí.
Allí, abrazados ya, y debidamente apalancados contra el breve mobiliario, nos besamos longuement entre suaves murmullos aprobatorios, si bien algo dolientes, como corresponde a mi hidalguía y al buen hacer de entrambos, y ya, serenados tras el subidón, fumamos quedamente sentados en la litera, a la espera de nuevas iniciativas y maniobras.
-Mi Dudu, me decía ahora cogida a mi mano, ¡qué bien que viniste! Yo la miraba extrañado. ¿Por qué me llamaba nuevamente así? ¿Sería una clave masónica y esperaba mi respuesta? ¿Olvidaba lo de Pipo?
Mimí, confiada a mis brazos y sin dejar de controlarme con la mirada, primero apoyaba la cabeza en mi hombro, llevada una mano a su vientre, e intentaba acabar con unos hipos que le habían sobrevenido tras la ingestión del plátano, la azarosa retirada, mis besos pertinaces y mis suaves mordisquillos en el cogote, al poco, lo que le producían espasmos convulsos y sacudimientos no muy gratos por lo que yo podía percibir y por lo que ansiaba liberarse de tales, ya que iban a más. Respiraba afanosa, esperando sin duda que la sacase de ese impasse tan inoportuno.
Con mis técnicas y maniobras -avanzadas para esa época- las que aprendiese del doctor Requesens Leroi, del cuarto regimiento de ulanos de Tipperary cuando lo de Gallipoli, aplicadas suavemente sobre sus ijares a la vez que empujando el mesenterio anteroposterior –lo que la obligaba a desvestirse de cuanto se interponía en el manipulado y a mantener una postura algo forzada- eso sí, con la profesionalidad que me conferían la práctica forense, la obstetricia y el conocimiento de la fisiología femenina, unida a la quiropráctica anatómica de grandes superficies, logró superarlos.
Mucho después, ya vuelta a su ser, agradecida, con absoluta tranquilidad y soltura, se fue despojando de las joyas y de cuanto podía representar una traba para nuestras efusiones, in rádice, que aún era bastante. Tarareaba, visiblemente satisfecha de mis efectivas habilidades.
Yo, que al principio sólo observaba, porque era un espectáculo delicioso ver cómo se desenvolvía la bella en el trance alostático –cual un bombón relleno de licor- y la maestría que derrochaba al evolucionar en ese equilibrio alomórfico, manteniendo una imagen divina a la vez que guardando la ropa en un perchero al efecto, me sumé a colaborar para ganar tiempo en el duelo que se avecinaba, sin caer en cosas manidas y de poco gusto.
Se oía el tintineo de mis medallas y condecoraciones prendidas a mi ancho pecho, porque entrechocaban al ritmo de mis porfías, que se manifestaban en una respiración agitada y musitados tentadores, según se iba despojando, y que se traducían –he de reconocerlo, mal que me pese- en un incremento de la torpeza de mis manos colaborativas.
Ya superado todo aquello y apoyada su cabeza sobre la suave almohada, con los cabellos derramados sobre ella y mirando al techo del vagón con sus bellos ojos que pestañeaban de júbilo incontenido, me preguntaba –acariciando mis mejillas con sus manitas temblorosas- para romper el hielo y boqueando ostentosamente:
-¿Qué me vas a hacer, querido? Se bueno y no abuses de una pobre mujer desvalida y confiada. Acariciaba mi melena ensortijada como haría con la de un león y suspiraba de emoción.
-Oh, ahhh, exclamaba retorciéndose malamente cuando la pillaba al desgaire.
-No pases duelo, Mimí, mantén el tipo, le decía yo con voz muy suave y sugestiva, casi en un susurro disruptivo, que la tranquilizaba, a la vez que mis manos terminaban de despojar a tirones y desgarramientos lo poco que quedaba sobre ella, revelándoseme todavía egregios encantos, ocultos a la sazón.
-No voy a hacerte ninguna cuestión, proseguí tranquilizador, fuera de lo normal en estos casos de sobremesas venidas a más y mejor. Cosas manidas. Que lo sepas. Vaya por delante que lavar y marcar de entrada, todo lo más y algún retoque de pasarela o delicuescencia intemporal y según proceda. No te arrepentirás de confiarte a mí. Luego, ya veremos cómo transcurren las suertes y lo que pide la lidia y procede según los usos y costumbres del lugar por el que pasemos.
Mis palabras y el tono monótono que empleaba la convencían, la serenaban y tenían en ella un efecto sedativo, ansiolítico y miorrelajante. Actuaban en ella como moduladores alostéricos positivos de los receptores GABAA.
-La batalla quedará en tablas -proseguí, muy sugerente y sintiendo ya su respiración reposada previa a la quirurgia que pedía a voces- ten la seguridad, le susurraba entre mordisquillos lobulares, de que no habrá vencedores ni vencidos, ni encarnizamientos y te gustará cómo se desarrolla y se resuelve todo, bizarra y gallardamente.
-Si es necesario, proseguí cariñoso y besando sus ojos que se resistía a entornar, aplicaremos la ley D’Hondt y obtendrás cifras más altas, según convenga, con lo que verás compensadas tus iniciativas porcentuales más allá de tus merecimientos, sin llegar a la indexación. Es lo justo en estos casos. No sé si me explico.
-Sí, sí. Me hago cargo de cuanto predicas, Pipo, mi Dudu.
Mimí parece que quedó totalmente convencida de mi buena fe y de las razones que le exponía tan sinceramente y asentía con sus ojos ante mis explicaciones tácticas sobre el tablero, en el que desarrollaba mi plan evolutivo, a la par que prometedor.
Colgaba –por fin, ya que me entorpecían la tarea- mi morrión de ancho barbuquejo y mi casaca, en molduras y salientes que encontraba al paso, donde lo continué haciendo con cuanto era necesario, a la vez que desanudando aún cintas de su perfumada indumentaria, abriendo corchetes y enganches, separando automáticos, lazos, tirillas ojaladas plenas de botonaduras, y ligas bordadas hasta la misma toma de tierra, así como sucesivas naderías que me separaban de las médulas ardientes y las suavidades epidérmicas anunciadas por un perfume acrecido que se apoderaba del ambiente.
-No te muevas, pequeña, le decía quejumbroso. No te quiero zaherir con el escalpelo, por decirlo de algún modo. Nunca me lo perdonaría, le comentaba desdramatizando al paso, mientras desgarraba restos de colgajos de indumentaria con mis dientes afilados y los ojos algo desorbitados.
Estas descubiertas, si bien apresuradas, me iban permitiendo atisbar, con marcado alborozo, nuevas zonas ignotas de notable belleza, suavidad y perfección singular que, entre grato perfume a vaharadas, y sorpresivas apariciones glandulares, me hacían exclamar barbaridades tal que soeces y palabrotas ponderativas, por lo que le pedía perdón de inmediato –por el qué dirán- sin cejar en ello, maquinalmente. Lo comprendía sin reproche ni malos gestos. Tan solo exclamaba bajito y de corrido, ante mi inminente comparecencia que se anunciaba voraz:
-Pipo, Pipo… Mi Dudu. ¿Qu’est-ce que c’est?
-Naderias, la repuse sibilante. Prolégòmenes. ¡Rien du tout!
Venía perfectamente artillada la hermosa para el combate naval y el cuerpo a cuerpo que se anunciaba a la bayoneta, según los manuales más avanzados y era de libro toda ella, sin resquicio a la duda metódica que es muy mala en estas lides al socaire de la noche.
Mimí, que de salida sonreía complacida de un modo muy indefinido y se estremecía por nada, se centró en la situación con serenidad y cuando la prendí entre mis brazos solapadamente, se puso muy seria, tomó aire, libre ya de hipos inoportunos y comenzó a entonarme al oído una vieja canción que me enternecía y me desarmaba en la medida de lo posible, que no era mucho ya a estas alturas, hacía mohines, raras contorsiones espectaculares, y me ponía caras. Sus brazos se tendían hacia mí.
No por ello interrumpí las maniobras de descubierta y aforamiento de la indumentaria, si bien ponía cuidado en no interrumpir sus trinos.
J’attendrai
le jour et la nuit, j’atenndrai toujours,
ton retour.
J’atenndrai
car l’oiseau qui s’enfuit vient chercher l’oubli,
dans son nide.
Le temps passe et court
en battent tristement
dans mon coeur si lourd.
Et pour tant, j’atenndrai
ton retour.
-La sueca Zarah Leander, me confiaba muy bajito proyectando sus labios hacia los míos -buscándolos impúdica- a la vez que se cogía a los escasos asideros disponibles, sin considerar lo que eran realmente, ni darles el trato que merecían, cantaba esto al Führer en el atrio de Berchtesgaden, bajo el nombre de Komm zurück, lo que le producía ansiedad y palpitaciones que él apreciaba mucho.
-Sowieso es ist gut, mein kleiner Fräulein. ¡Wunderbar! Le decía el Führer cogiéndola por el gañote para atraerla hacia sí, me relataba provocadora, haciéndome presiones lumbares con las rodillas que me desarmaban gradualmente en una pronunciada escalilla circular de menos a más.
Mientras decía esto, mis manos la prendían de no sé dónde, pero bien. La paralizaban.
-Jo. ¿Qué se la va a hacer? ¿Qué quieres que te diga? Me gusta más tu versión francesa, cariño. Me motiva mucho más. ¿O no?
-Ya lo creo, Pipo. C’est plausible, et tres evident sa dureté et sa longueur, mon jeune cadet, ohlalá. Decía en un susurro alborozado, gorjeante y levantando las cejas arqueadas con gesto de admiración, a la vez que sacudía una mano ponderativa, haciendo sonar las articulaciones de sus dedos, las pulseras, dijes y sortijas. Vas a ser bueno. ¿Verdad? Soy tan tierna… so tender… ¿No?
-Yes, I’ll do, le repuse. No se me ocurrió nada mejor en tal momento so delicate. Ya era visible el tren de la bruja que acudía veloz.
Después, de inmediato, se oyó un largo y profundo ughhh, my baby. Touché a tout, ¡mon Dieu! Para ir a caer en un silencio prosaico y sospechoso.
Liberados de tanta traba, nos dejamos ringar al desgaire y hacia un costado aprovechando la tangente de una curva pronunciada y nos comenzamos a mecer, abandonados y tendrement al traqueteo ferroviario de la noche, que comenzaba a florecer colaborativo.
-¡Qué tío…! Fue lo último que dijo a la que se desplazaba a los medios y se hacía con mis orejas.
Ni se nos ocurrió asomarnos al pasillo. ¿Para qué? Se oían pasos precipitados, voces disonantes, trompetería de campaña y carreras inquietantes al otro lado de la puerta. Un horror.
-Tú a lo tuyo. No te me distraigas, mi Dudu. Tu es à moi y prendía mi cabeza fieramente entre sus manos, mirándome a los ojos.
Mientras crujía dulcemente entre mis poderosos brazos, la mordía el colodrillo al furtiveo, cuando giraba la cabeza en el abandono, sin otro propósito que mantener su atención despierta. Esto provocaba en ella una respuesta afectiva de cariños y contorsiones muy agradables, mientras me decía textualmente:
-Pipo, mi Dudu. Ahí la tienes, báilala, no le rompas el mandil, que es de Bohemia (sic). La procelosa sinfonía estaba desencadenada.
-¡Qué les voy a contar de lo sucesivo que no supongan!
La segunda vez que tuve ocasión de disfrutar de la presencia de la bella Mimí L’amour fue en Paris. Había quedado con ella en recogerla para unas pruebas de puesta en escena.
Cuando llegué a su casa en la rue Tronchet, salían unas buenas mujeres llorando. Aparqué mi carricoche cruzándolo en la acera y me dirigí a ellas, cortándoles el paso.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué lloran? Pregunté, así, a grandes voces, haciéndome de nuevas y como si me importase saberlo.
-Ha muerto la pobre. Su corazón se ha parado, me respondió una de ellas moqueando tendidamente y pasándose el pañuelito hecho un gurruño por los ojos. La otra tiraba de ella hacia la calle. La puerta estaba entreabierta.
-Anden de aquí. Vayan con Dios, buenas mujeres, que aquí no pintan nada, les dije. Yo me hago cargo.
Entré precipitadamente hasta su dormitorio. Olía a perfume exquisito y una candelita ardía sobre la mesilla ante un icono de la Virgen del perpetuo socorro. Sobre la colcha de la cama estaba el cuerpo inerte e inane que habían cubierto con una sábana blanca, ocultándole el rostro.
– ¿Qué te pasa, Mimí? ¿Qué dicen esas mujeres? Grité. La sacudí violentamente, cogida de un hombro hasta que abrió los ojos y me hizo un gesto como de que me callase.
-Ya se han ido, le dije. Salían llorando. ¿Cómo haces esto?
-No había manera de que se fuesen, me decía y no se me ha ocurrido otra cosa. No olvides que soy familia de Houdini, por parte de madre. Llevan aquí desde las nueve éstas pelmas, como cataplasmas y se me habían agotado todos los recursos. Un horror. No tenía otra escapatoria. Estaba desesperada ya. He gritado lo de confesión, confesión, me he dejado caer al suelo desfallecida y he parado mi corazón durante unos minutos.
Consulté mi saboneta, eran las cinco.
-Sí, es que hay gente muy pesada. No saben irse, ni morirse. Mi abuela Dulcenombre le decía a mi abuelo en casos parecidos, ya a las once de la noche: Martín, hijo, vamos a acostarnos que estos señores tendrán que marcharse y quedaba muy bien porque parecía que pensaba en ellos y no se daban por aludidos de la pesantez que se traían, e incluso acusaban la hora alarmados y argumentaban que les estaban esperando para cenar y que se les había ido el santo al cielo. Todo ventajas.
Tiré de la sábana que hacía de sudario a ver si estaba desnuda. Estaba vestida la canalla, pero me llamaron poderosamente la atención las enormes bragas que vestía. No obstante, pase mis manos por su cuerpo tentador, palpando metódicamente todos sus rincones y revueltas por si hubiese algo fuera de lo normal, algún entuerto que desfacer… Era tan grato… Quizás me detuve donde no debía o lo hice más de la cuenta donde era previsible.
-¿Qué haces, cochino? No son horas.
-Pero… ¿Y esas bragas tan enormes? Si no quieres que te amortaje con ellas, levántate, anda y vámonos al ensayo.
-No sé, no sé. Me han puesto tan nerviosa esas mujeres… Ignoro de quién puedan ser estos bragotes de mercadillo. ¿Me habrán amortajado con ellas? Tu sabes muy bien lo que uso habitualmente y lo exigente que soy en materia de lencería a la moda y casacas versallescas. Estoy avergonzada. ¿Qué dirían mis amigos? ¿Y mis amantes, unos a otros?
Mimí, tras besar mis apetitosos labios y pasar su lengua por mis bigotes -decía que sabían a ginebra- con una pasión que me desnortaba y hacía gañir, tomaba mi cabeza con sus manos y no se cansaba. Al fin se puso en pie estirando la ropa que le quedaba y me indicó que la esperase, metiéndose al baño y su vestidor. Se iba deshaciendo de semejantes bragas impresentables, al caminar, y las iba pisando y pateando a la vez que las arrastraba como un trapo, intentando que desapareciesen. Era todo un espectáculo de burlesque, digno de verse.
A la media hora estaba lista para irnos. Guapísima, con su sombrero canotier del que colgaban dos cintitas malva muy decorativas, llevaba su libreto bajo el brazo y un bolso a juego, colgado del hombro izquierdo.
Salimos a escape y a las seis y cuarto entrábamos en el Odeón. Al poco, estaba sobre el escenario con una camisola de seda cruda que, abierta en su totalidad, apenas le tapaba la entrepierna desnuda y sobre la que sus largos cabellos rubios, en premeditado desorden, caían sobre sus hombros ocultando algo de sus exultantes pechos, más bien poco y remedaba una Desdémona amilanada, que se resistía a morir mancillada.
Un foco intenso sobre ella hacía todo negro fuera de la escena. El director musical le daba la entrada al pianoforte y Mimí, como una diva -poco casta, bien es cierto- entonaba suavemente lo de Martini, il Tedesco:
Plaisir d’amour ne dure qu’un moment,
chagrin d’amour dure toute la vie.
Tu m’as quitté pour la belle Sylvie,
elle te quitte pour un autre amant.
Unas ocho o diez personas todo lo más, en la oscuridad de las primeras filas del patio de butacas, contemplábamos la escena emocionados. Escena que no duraba mucho en este plan delicado en el que había comenzado, porque enseguida aparecía un personaje con la cara del padre Ángel, pero como sacado de un polígono de extrarradio, cubierto de tatuajes y con cabellos recortados a lo mohicano, pendientes y pulseras, que la trincaba de los pelos –azogado- según cantaba y la arrastraba por el escenario mostrando su desnudez sin tapujos y berreando.
Al final le soltaba cuatro bofetadas sin consideración alguna, diciéndole una serie de improperios y denuestos porcunos que la hacían llorar más intensamente y moquear, a la vez que extendía sus brazos hacia él como pidiéndole perdón, encima.
Terminaba tirada sobre una catrera miserable de cotorro porteño y allí la seguía sacudiendo el polvo -en las nalgas y el costillar muy acusadamente- y cogida de los pelos, hasta que se calló, desmayada y el director puso punto final a semejante despropósito de violencia y machismo doméstico y genérico rayano en el delito, según reciente jurisprudencia del Supremo, en abierto contraste y rechifla con la belleza romántica del dulce comienzo que nos tuvo transpuestos.
Me pareció francamente mal aquello. No me gustaba nada la performance y así se lo hice saber al director de escena que estaba encantado. Era ella la que más admiraba al chorbo aquel que la maltrataba de un modo salvaje y me recriminó que hubiera hecho esa observación tan poco acertada, en vez de alabar el realismo en el que se había producido y con muy pocas contusiones, esguinces y enrojecimientos.
Cuando me lo presentaron y pude conocerle, me di cuenta del esfuerzo que hacía el pobre hombre y lo gran actor que era, porque resultaba que perdía aceite de un modo escandaloso –era gay- suave como una damisela ambulatoria y era todo lo contrario de lo que aparentaba ser en la escena.
-Es un gran actor, querido. No sabes lo que tiene que sacar desde dentro de sí para hacerme lo que me hace. Tiene tablas este hombre, es un profesional. Ya le conocerás mejor, le podrás sentar en tus rodillas y me darás la razón. Ahora cállate y no vuelvas a meterte en camisa de once varas.
Se cambió y nos fuimos a cenar a Montmartre, a una brasserie o bistro en el seis de la place du Tertre, chez La mère Catherine, muy acogedora. Hacía frío, tomamos una excelente sopa de cebolla y nos metimos en un cine canalla a ver una reposición del Hechizo de Melba remasterizada, que la hizo llorar como una Magdalena y la tuve que consolar sobre la marcha e in situ, lo que provocó que el acomodador nos llamase la atención porque había niños noctívagos según él, en plena fila de los mancos. Ya me contarás que hacían allí y a esas horas.
A la mañana siguiente, yo salía para Silesia –por Breslavia- así que decidimos despedirnos debidamente, porque nunca se sabe. Fueron horas intensas, muy pasionales y susceptibles de ser malinterpretadas y al cabo me uní a los bersaglieri –de los que era concertino honorario- que subían de paso, para llegar pronto a mi destino en el frente del este.
-¿Qué fue de Mimí cuando me separé de ella? Me preguntarán.
Buscó consuelo en otros brazos, de medio pelo no me cabe duda, y así le fue. En lugar de continuar practicando bachata y kizomba, y mantener la perfección de sus formas a base de ejercicios disciplinados, dieta adecuada y profesarme su amor a jornada completa, compatibilizando lo compatibilizable, con lo que eso le exigía para su bien, se abandonó lo suficiente como para perder ese puntito de perfección excepcional que la caracterizaba, esa frescura indescriptible que yo le aportaba y que hacía humedecer los ojos a quienes los enfocaban en ella ardorosos, de pura emoción.
Al cabo de los años, la encontré una tarde de feria, a la salida de los toros. No se parecía a ella, era otra que moría de pie y tenuemente como hacen los chopos, los acebuches, los fresnos ribereños, los sauces de la taiga y algún ciprés. Nos miramos por el rabillo y cada uno seguimos nuestro camino, macilento y turbio, hasta la valla del tope central, donde se acumulaban los subastadores y quienes les seguían.
-Mimí c’est fini, me dije y brotaron dos lágrimas de mis grandes ojos que, superadas las largas pestañas, rodaban por mis mejillas, presurosas, hasta alcanzar la corbata de plastrón y mojarla.
Apresuré el paso, consulté la hora en mi saboneta y cogí distancia hasta que Mimí se redujo a una manchita en el horizonte que apenas era perceptible sin las gafas de lejos.
-¡Pena de mujer! Me dije. ¡Con lo bien que le quedaban los buñuelos, las flores de sartén, los bartolillos y otras fritangas azucaradas! Era el final de mi hembra de culo bonito, espectacular, grandes ojos y boca dulce…
Para colmo, meses después, por un raro cosario de Tennessee, que me traía las garrafas de whisky y de vermut a casa en el tren de la tarde -desde Nashville, o Memphis, no recuerdo bien- y en plenas cuartanas, que me retuvieron en el lecho una larga quincena, con dolores muy acusados en todo lo que es el espinazo y las partes comunes, me enteré de que su verdadero nombre era Benita Castejón-Ariza y Cañuelo-Torrejón. Era hija de un ferroviario republicano radical, un conocido guardavías, célebre por sus cabellos largos y rubios y las moñas que se pillaba. Fue como un sartenazo a destiempo, en frio, y sin la boina calada.
Se me cayó el alma a los pies, como podrán suponer y retrasó mi convalecencia hasta el otoño. Ahí es nada.