Macarena Olona (i), en el arranque de la campaña electoral en Andalucía.

AD. Decía el conde de Romanones que para dedicarse a la política había que estar dispuesto a tragarse un sapo todos los días. Sin embargo, los hay todavía que tienen el estómago sumamente delicado.

La dimisión de Macarena Olona, alegando motivos de salud, tras el sonoro fracaso de VOX en las elecciones andaluzas, se daba por hecho; el dilema era cuándo. La mefistofélica maniobra de la dirección del partido para relegarla a las provincianas periferias y la humillante decisión de Santi Abascal de no recuperarla jamás para el Congreso de los Diputados, no es más que la crónica de una muerte anunciada.

Un partido que dilapida como si tal cosa a uno de sus más brillantes parlamentarios nos parece que ha perdido toda credibilidad, a no ser que le sobren los activos y así pueda permitirse el lujo de cicutriñarlos despiadadamente.

Que la más competente diputada de Vox haya acabado arrumbada como un trasto viejo, hace surgir la sombra de la duda en los analistas más avezados. A pesar de los arrumacos de Abascal despidiendo a la pobre y enfermita Macarena Olona, no podemos dejar de pensar qué oscura hoja de ruta tiene un partido que se permite soltar lastre a ese nivel.

Tal vez los que afirmaban que los celitos de Rocío Monasterio convertirían a Macarena en carne picada tenían razón. Sin embargo, un partido como Vox, raquítico en cuadros y en personal de valía, se está convirtiendo en una especie de trapería de periódicos viejos y obsoletos objetos usados, sin más aspiración que conservar un puñadito de escaños nacionales y autonómicos y alguna concejalía provinciana para la nanocasta voxera y conservar así un magnífico modus vivendi a costa de los más sagrado: la defensa de la patria y de la familia. Conceptos estos transformados en una inmensa estafa sólo apta para unos pocos estómagos agradecidos, dispuestos a rapiñar las migajas del sucio banquete de la política española, hecha de sueldos y corruptelas. Una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa se cierne sobre las huestes de Abascal. Han comido hasta reventar y ahora está empezando a indigestárseles el atracón.

Macarena Olona durante un acto del partido.

Sin embargo, será finalmente la profética sentencia del mejor hombre de España, ese que espera a la sombra de una cruz que será demolida, a que se profane también su sepulcro, la que nos aleccione sobre el verdadero significado de lo que repetidamente acontece a lo largo de nuestra lamentabilísima y reciente historia: “Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas. Cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas”.

Y es que de ese modo se acabaría de una tacada con esa repugnante y casposa casta política, sacralizada por los votos de la masa cutre y cretinizada, y quedaría en evidencia el cruel despotismo de los pervertidos plutócratas que, desde la sombra, gobiernan realmente las naciones. Y aun así el pueblo, harto de cerveza, de bocadillo de chope y de pornotube seguiría gritando satisfecho con enfermizo frenesí: “¡Vivan las caenas!”

Triste final para una joven promesa, sí.

Adiós, Macarena… ¡Adiós!