Las troyanas
Tan insoportable se hace a veces la cosa pública que uno necesita evadirse, concentrarse en cosas que no se parezcan ni recuerden esa realidad, dando así un poco de necesario descanso a la mente y al alma. Para obtener un poco del referido descanso, he aceptado una amable invitación de Pepe Ortas, director de la compañía teatral Ditirambo y anoche asistí en Cartagena a su enésima representación de Las Troyanas, de Eurípides.
Troya fue una nación antigua, próspera y razonablemente feliz, aunque no exenta de dificultades ni libre de la cotidiana lucha por la supervivencia. La calidad de sus fuerzas armadas, muy superior a la capacidad de sus políticos y estadistas, siempre había sido capaz de mantener a distancia a sus enemigos; durante tanto tiempo fue así que hubo muchos ciudadanos que llegaron a convencerse de que carecían de ellos. La falsa seguridad que sentían los ciudadanos de Troya trajo consigo la relajación de sus costumbres y su moral, la corrupción del príncipe Paris y la inactividad del príncipe Héctor, quien presenciando el escándalo y la amenaza para el orden público que suponía el comportamiento de París prefirió no actuar, confiando que no llegaran a verificarse las por otra parte absolutamente previsibles consecuencias del torcido obrar de Paris.
La irrupción en las playas de Troya de un sinnúmero de embarcaciones sorprendió a los troyanos; en ellas, miles de griegos de ejércitos muy distintos, desde los más radicales a los más moderados, todos ellos con la convicción de que la mera existencia de Troya era una ofensa a sus dioses, aunque con ideas distintas acerca de cómo hacerla caer.
Cuando los barcos, en muchos casos poco más que pateras, comenzaron a arribar a las costas troyanas, la ciudad no fue capaz de organizar una respuesta contundente. Algunos políticos troyanos como Antenor se empeñaban en negociar con quienes no contemplaban más destino que la destrucción de Troya. Ante esta falta de unidad, la batalla de las playas se perdió, y los enemigos siguieron llegando y llegando y llegando, mientras los troyanos se refugiaban tras las murallas de su ciudad, creyendo que podrían conservarla aunque no hubieran defendido con honor y firmeza sus costas. Qué insensatos! Cuando comenzara el asedio de la ciudad, cuando fuera imprescindible elegir bando, de qué lado esperaban que estuvieran todos ellos!
Llevados por la desesperación, sólo cuando la victoria era ya imposible los troyanos comenzaron a despertar. Defendieron con todas sus fuerzas su ciudad, y el asedio se prolongó durante diez años. Los griegos comprendieron que no iba a ser posible tomar Troya mediante una estrategia militar convencional y aparentaron abandonar la idea de la invasión dejando tras de sí un caballo de madera gigante preñado de soldados ocultos en su interior; “con vuestras leyes os conquistaremos” debieron pensar los griegos, pues estas leyes establecían que debían respetarse los regalos a los dioses, a todos ellos por igual. Los troyanos, que no habían sabido honrar a su dios Poseidón, se empeñaban en su necedad en respetar los símbolos de su enemiga Atenea. Sólo esta necedad, propia de un buenismo estúpido, permitió que el caballo entrara en su ciudad.
Cuando el lúcido Laocoonte comenzó a advertir a sus conciudadanos de la traición que anidaba en el caballo, la corrección política troyana se volvió contra él. Consciente del peligro y haciendo oídos sordos a los buenistas troyanos procuró destruir el caballo, y en ello estaba cuando fueron muertos él y sus hijos.
Con todos los Laocoontes muertos o neutralizados, la invasión que había comenzado años atrás en las playas de Troya quedó consumada. El caballo fue introducido en la ciudad entre cantos y vítores, y esa misma noche, mientras los troyanos dormían, su civilización desapareció de la faz de la tierra. Dicen que alguno de los últimos héroes troyanos, a falta de espada, procuró defender a sus hermanas con un monopatín.
La obra de Eurípides comienza con las viudas de Troya llorando a sus maridos muertos, viendo cómo se degüella a sus hijos y se sortea y violenta a sus hijas, todo ello entre las llamas y las ruinas de una civilización, la suya, que no han sabido defender.
Les recomiendo a todos, si tienen la oportunidad, que acudan a ver Las Troyanas. Qué descanso abstraerse por un momento de la realidad política española y europea mediante una obra de teatro que nos relata circunstancias y hechos tan lejanos y ajenos a los nuestros. Ya me siento más tranquilo.
*Abogado y portavoz de VOX en la Asamblea de la Región de Murcia
Tuve la suerte de verla hace muchos años en el teatro de Mérida y al leer su artículo, me han venido muchas imágenes a la mente. Enhorabuena por la descripción de la obra y las comparaciones tan acertadas.
Hoy, las naciones europeas están tan adormiladas y aún más que Troya. No así Europa, que es una de las partes culpables del fomento dde la invasión destructora, al menos la asquerosa masona. No hay remedio con tanto tonto. La batalla está perdida.-