El elogio de la sombra
Alicia Roffé Gómez*.- Su autor, Junichirõ Tanizaki (Tokio, 1886-Yugawara, 1965) nació en una familia acomodada que vino a menos, en la era Meiji, con la que se inició la modernización y occidentalización del país, dejando atrás el sistema feudal y los samuráis. Japón se convirtió en el primer país asiático industrializado. La obra supone un trabajo atemporal delicado y sutil que se caracteriza por el contraste entre lo tradicional y lo moderno en la cultura oriental así como por el cruce entre la cultura de Oriente y la de Occidente.
El escritor es uno de los máximos exponentes de la literatura japonesa del siglo XX, estudió Literatura y se licenció en la Universidad de Tokio. En 1949 recibió un premio literario. Tanizaki viajó por China, Corea y Japón. El elogio de la sombra es un breve ensayo publicado en 1933, en el que se realiza un manifiesto sobre la estética japonesa, que exalta la penumbra, y se nos muestra la cultura, el arte y la arquitectura del pueblo nipón, para recuperar parte de sus tradiciones y ponerlas a salvo de la asimilación de la cultura occidental. Es un libro de cabecera para arquitectos que buscan una concepción distinta de la estética. Ha sido traducido a todos los idiomas.
La obra comienza explicando las dificultades que se encuentran al construir una casa al más puro estilo japonés. El elemento estético de la sombra sería el factor esencial y que no posee las connotaciones negativas que se dan en la cultura occidental. La perfección consistiría en combinar la belleza de la cultura oriental con la comodidad de la occidental, como sucedió al incorporar los electrodomésticos, que rompieron con la arquitectura habitual. Tanizaki nos hace entender la casa y la forma de vida japonesa, el refinamiento y el sentido de la naturaleza que suponía carecer de una zona llamada por los occidentales “sucia” en el interior del hogar; el color y la profundidad de las lacas de la vajilla y el hecho de no poder vislumbrar el contenido de los cuencos de sopa recubiertos de ellas; el color de los trajes del teatro nô, que contrastan con la tez de los japoneses; la gastronomía, que armoniza con la sombra y se sirve en cajas oscuras, nunca en platos blancos relucientes; la sutileza del papel hosho o de China, que no hace ruido al plegarse y absorbe los rayos de luz, o el aspecto mate de la pátina de los objetos, de la cubertería, que no está en disonancia con la naturaleza, como sucede en el caso de la plata bruñida.
Se llega así hasta rechazar cualquier brillo, y en caso de usar el color dorado, se coloca sobre un fondo negro. Se resalta la belleza de la llama de la vela de un candelabro o de una lámpara de petróleo o linterna que ahora esconde una bombilla y se busca en anticuarios, y se llega a descubrir la estética de la opacidad de materiales como el jade o el cristal de roca veteado. Los ventiladores se excluyen de la casa que decora nuestro escritor, y la calefacción la aporta un hogar central que alberga una estufa eléctrica. Se señala el valor del silencio del espacio vacío. Las habitaciones son grises, sin adornos y en penumbra porque los tejados sobresalen para esconder la luz, que si llega al interior es matizada por tabiques móviles de papel translúcido, o por biombos dorados que difunden una pálida luz a su vez dorada, y requieren de una sensibilidad especial que pueda apreciarlos.
El cine japonés privilegia los juegos de sombras y valora los contrastes. La belleza no radica en la luz, como en Occidente, sino en los efectos de la sombra enigmática. En resumen, lo bello sustituye a lo funcional, y consiste en “un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de diferentes sustancias” (p. 67).
*Responsable de Cultura de ALERTA DIGITAL.