Socialización global: no tenemos miedo, pero el peligro está ahí
Asier Morales Rasquín.- El temor es una de las experiencias más primarias y desagradables que existen. Estamos en un momento especialmente importante con respecto al tema, pues conseguimos la persistente emergencia de signos que nos hablan de la enfermedad o desequilibrio del sistema emocional, que nos permitirían tener conciencia de lo que sucede y de su significado personal.
El miedo no es producto de una maldición gratuita, se trata de una de las vivencias más fundamentales para sobrevivir. Si no tenemos la reacción interna que nos alerta de un peligro, la opción más probable es que suceda el daño que nos amenaza, dado que nos falta parte de la información y energía necesarias para resolver exitosamente la situación.
El riesgo es un concepto afín incluso más complejo, dado que desconocemos si hay una amenaza o no. Ante una completa incertidumbre, la mente suele dibujar las fantasías más elaboradas y destructivas.
Desde el punto de vista económico, el riesgo y el miedo tienen una función tan adaptativa como en el ámbito natural o social, aunque las acciones que los gobiernos generalmente tomas para para calmarlo vayan en dirección contraria, asumiendo que el temor nos descontrola y evita que tengamos un buen desempeño, confundiendo el susto natural con su desmesura, lo que contribuye a profundizar el desequilibrio.
Huir sin movernos
Como la civilización ha avanzado muchísimo en los últimos tiempos, le guardamos un curioso desprecio al miedo. Desde una elevación injustificada, lo encontramos antipático. No solo como consecuencia de lo desagradable que es “estar asustado”, sino porque hemos ido alimentando la idea de que no es necesario.
¿Para qué cargar con esta emoción, si casi siempre podemos explicar las causas de cada cosa, su sentido y función?
Contrario a lo que puedan pensar los presidentes de los bancos centrales, la respuesta más simple a esta pregunta es que nada garantiza nuestra seguridad, con lo que el miedo sigue siendo tan vigente como el primer día.
No obstante, esa típica omnipotencia contemporánea esconde mal su propia debilidad. Por un lado, solo deseamos deshacernos de una experiencia incómoda y, por otro, también suponemos estar seguros de nuestra capacidad para lidiar con cualquier cosa, siempre que no nos sintamos demasiado apremiados por algunos sentimientos rebeldes.
Riesgo en las decisiones económicas
Cuando alguien enfrenta la posibilidad de dilapidar todos sus ahorros con un pequeño movimiento, lo sano es que dude, que sienta temor y, como consecuencia, revise el peligro al que se expone.
Las sociedades en la que vivimos están muy lejos del libre mercado, aunque se siga suponiendo alegremente que la existencia de poderosos conglomerados privados indica que nos encontramos en el más auténtico de los capitalismos. En realidad, el libre mercado trae consigo una importante, natural y sabia dosis de miedo.
No me refiero a que debe asustar realizar meros intercambios, sino a que ninguna empresa tiene garantía de éxito, a menos que papá-estado salve a los ineficaces.
La sabiduría del vértigo
Si un empresario evade el espanto de no poder pagar sus cuentas y dejar a su familia en la calle, no tendrá la misma motivación para ser eficiente.
Si un banquero no vive sobresalto alguno ante la posibilidad de quiebra y de perder los de aquellos que confiaron en él, contará con menos empuje para realizar sus funciones decentemente.
Si un político no está obligado a dar cuenta de sus acciones, porque solo un pequeño grupo conoce la administración de los fondos públicos, ¿Por qué habría de hacerlo de manera correcta en lugar de beneficiarse?
Si, paralizados ante el miedo, solo tomamos decisiones para evitar la desagradable sensación que representa y dejamos de lado resolver el problema de fondo; nos tocará enfrentar al tigre, cuando ya no hay espacio para maniobrar.
Esas soluciones burocráticas que no sirven
Las políticas económicas, en medio de la crisis producto de la pandemia y de modo casi globalmente unánime, van en la dirección de calmar los ánimos y evitar que estemos asustados.
Cantidades inusitadas de dinero-humo han sido ubicadas donde los funcionarios a cargo suponen que sirve mejor a sus cálculos políticos. Por lo tanto, una buena cantidad de negocios pasarán a un olimpo-sin-temores. Una especie de fantasía infantil en la que da igual que las cosas se hagan de una forma u otra, pues el sustento está garantizado.
Esta socialización de facto está obligada a mermar la productividad general, aplazando para luego un declive económico que se hincha sin producir ruido. Como si una bomba fuese menos destructiva porque no escuchamos su tic-tac.
Una exigencia casi imposible
Los ciudadanos no parecemos notarlo. Naturalmente nos mantenemos enfocados en solucionar problemas cotidianos, al tiempo que intentamos no infectarnos de COVID-19.
La exigencia que nos toca elevar a nuestros gobernantes es contraintuitiva. Debemos solicitar que no nos cuiden como si fuésemos niños, que no oculten información que nos permitiría tomar decisiones realistas y que se evite la salvación de empresas.
Es una exigencia necesaria y poco entendida. Pero si no retomamos una conexión honesta con el peligro y, como consecuencia, con el natural miedo ante lo incierto, no tendremos manera de articular respuestas adaptadas a la difícil e inédita situación en la que nos encontramos.
El miedo no deja de ser sino la consciencia de nuestra impotencia ante la eventualidad de hechos que no podamos evitar, de los peligros que superen nuestra capacidad de respuesta, de la incertidumbre que nos genera el porvenir, cada vez más imprevisible , y por otra parte la muy sana advertencia de la responsabilidad que se nos pueda pedir si no actuamos honestamente y perjudicamos a los demás.y de cuyas consecuencias no podemos pretender la impunidad. Otra cosa es la pusilanimidad que nos deja inermes invalidando el instinto de conservación que nos alerta cuando se impone la defensa, sobre todo… Leer más »