Feria de Santander: lo mejor fue lo que no vimos
«No hay más información sobre el caso Oswald, excepto que él está muerto». Lo dijo J. Edgar Hoover, director del FBI, en noviembre de 1963, tras el asesinato de Kennedy. «No hay más información sobre el caso, excepto que Morante abrevió, fue abroncado y salió de Cuatro Caminos escoltado por la Policía». De eso hablaba el gentío a la salida tras la decepcionantísima corrida de la casa Matilla y pese a la puerta grande de Alejandro Marcos con el lote más boyante.
Minuto y medio de reloj había durado la faena de Morante al primero, muerto en vida. Tras un volatín de salida –ya con las manos por delante en el saludo–, blandeó mucho en varas y se paró en la muleta. En las contadas arrancadas, «Ateo», en el que nunca hubo fe, solo pegaba cabezazos. Así las cosas, le pidieron que lo matara y se agradeció la brevedad del genio: ¿para qué dar la brasa con un animal inservible?
Menos le agradó al personal que el sevillano tomara las de Villadiego en el cuarto, un brusco toro, basto y de amplia papada que no le agradó al matador ya desde las cantadas verónicas. Tras una lidia y un tercio de banderillas en el que Carretero pasó apuros, Morante –al contrario que otros que cacarean media enciclopedia de sí mismos delante de lo que sea– lo tuvo claro: tras dos pases y medio se dirigió a por la espada. Lógico el enfado del personal, que había pagado su entrada y se quedó con las ganas de ver algo, aunque lo no visto fue lo mejor: lo que soñamos y en el duermela se quedó. Morante dejó un pinchazo hondo y observó cómo el mansote recorría el anillo. Oyeron la bronca hasta los patos del Guadalquivir, sonaron canciones malsonantes, arrojaron botellas y al abandonar el ruedo, en medio de una lluvia de almohadillas, fue escoltado por la Policía.
Todo el mundo salió hablando de aquella escena, aunque la foto de la felicidad era la de Alejandro Marcos, el joven salmantino que salió a hombros rodeado de dos figuras a pie. Con el lote más «alegre» del «triste» conjunto, cortó una oreja a cada toro, de mejor pitón derecho. Y en la mano de escribir –por el zurdo se le venció– se centró en el tercero, en uve a veces, pero con destellos ilusionantes y arropado por la tierra donde se doctoró. Con el animal rajado ya, enterró un fenomenal espadazo que desató la pañolada. Otro trofeo amarró en el sexto, con más calidad que sus hermanos. Marcos, que lo había saludado con lentas verónicas, aprovechó su nobleza para buscar el temple y se pegó un arrimón al cantar su mansa gallina.
El segundo, de pobre cara (no fue el único), derribó al picador. Apuntó cierto recorrido y quiso humillar. Se creó cierta esperanza, pero no admitía ni medio tirón y se desplomaba a la mínima. La siguiente labor de Manzanares transcurrió entre rodillazos del endeble toro, que quería pero no podía. Por cierto, fue un sobrero, pues para el titular asomó el pañuelo verde. En medio de no poca guasa, la ovación más sonora fue para los bueyes y su mayoral… Lo dicho: lo mejor fue lo que no vimos. Y sobre tal cosa no hay información. Pero la bronca no debió de ser solo para Morante en una corrida sin noticias de la bravura e inválida en casi toda su dimensión.