Para defender a la Reina del Pirineo
Por Enrique de Diego.- En fechas recientes, he rendido homenaje a “mi” rey, Sancho VII, en Roncesvalles, donde reposa su enorme corpachón de cruzado. “Mi” rey, porque los segovianos luchamos a sus órdenes en Las Navas de Tolosa, en la costanera derecha del Ejército de Cristo. Desde Roncesvalles, tras rezar a la reina del Pirineo, partió Sancho VII. A raíz de ese viaje de agradecimiento, he escrito la siguiente escena que incorporaré a mi novela “Las Navas de Tolosa”(Ed. Rambla) en futuras ediciones:
Su corpachón de hinojos, la mirada fija, con un destello de devoción filial e infantil, en la grácil imagen de Nuestra Señora de Roncesvalles, Sancho VII pedía protección a la reina del Pirineo, mientras en su interior de desplegaba una de esas tremendas tormentas de montaña, cuando los rayos parecen dispuestos a partir en dos los altos montes. ¿Luchar al lado de sus enemigos? ¿Por qué, a cuento de qué? El de Castilla y el de Aragón no ha mucho se habían unido para despojarle de su reino y repartirse Navarra como botín de salteadores. Cierto que él había saqueado Soria y Almazán, pero sus tenaces enemigos le habían desposeído de una parte considerable de su territorio. Álava entera rapiñada por el castellano.
¡Oh! Por la Cruzada. Se lo había repetido en Tudela con severos argumentos el arzobispo de Narbona, aduciendo los beneficios espirituales para la ultratumba y los perjuicios infernales. Pero si Pedro II cabalgaba con su habitual gallardía y galanura era a cuenta del préstamo que le había concedido y financiar la Cruzada era ya de por sí una contribución suficiente y que acceso crecido a botín espiritual para acudir pertrechado al juicio divinal.
Sancho VII se recogió en profunda oración hundiendo su cabeza en sus grandes manos de guerrero. La reina del Pirineo, de tez blanca, revestida de amplios ropajes señoriales, con pliegues elaborados con primor de orfebre, miraba con ternura protectora a su hijo, al Hijo de Dios, al rey de reyes. Sancho VII elevó su mirada suplicante y, por un instante, sus ojos se cruzaron con los de la reina virginal.
Un pensamiento, casi una visión, cruzó por la mente del gigante coronado: aquellos musulmanes llegaban hasta aquel recóndito y hermoso recodo pirenaico y destruían la iglesia, -donde los peregrinos se detenían a orara, y a descansar, camino de Santiago, aún doblegados por sus pecados- y profanaban la imagen y arrancaban aquellos ojos de cielo y de madre y destronaban a la Virgen de su reinado sobre el duro y hermoso Pirineo. Toda duda cesó en el corazón antes atribulado de Sancho. Iría para protegerla, para que siguiera reinando sobre los bosques impenetrables de Irati, sobre las frescas alameda del Aragón, sobre los hayedos, los robledales y las praderas de verde lujuriante, para que siguiera escuchando el despeñarse de las torrenteras y tuviera sus delicias maternales con sus hijos montañeses.
Sancho se incorporó invadido de una gran paz y de una fuerte determinación. Cuando traspuso el vano de la puerta del templo, el sol aureoló su inmensa cabeza, pues todo en él era descomunal y recio. El aire fresco le acarició benigno. Extendió su mirada por las laderas donde pastaba el ganado ¡Cómo amaba aquellos lugares que el Creador había hecho ásperos para la vida, deslumbrantes para la vista! Esos árboles altos que ninguna ventisca había doblegado. Esos picachos hechos más para las águilas negras que para los hijos de los hombres.
Unas docenas de caballeros le esperaban expectantes haciendo corro. Por el camino llegaban, de tanto en tanto, grupos sueltos, de señores de los valles. Otros, de las merindades de ultrapuertos atravesando el paso por San Juan de Pie de Puerto. Un calatravo con su amplia capa blanca, que había hecho noche en Fitero, la casa fundacional, era quien se mostraba más inquieto.
-Señor, hemos de partir ya, pues en otro caso, nos resultará difícil enlazar con la hueste que hace días partió de Toledo.
-Lo sé. Esperamos a los infantes del Baztán, que no han de demorarse y saldremos.
-Estamos muy lejos, señor – apuntó el calatravo.
-No demasiado – respondió Sancho, ensimismado con la atroz imagen de los camelleros asolando aquellos parajes. Mis hombres están acostumbrados a arar montañas. Por los llanos correrán veloces.
Más y más caballeros emergían de los bosques y se sumaban al grupo. Faltaban los infantes del valle del Baztán.
Sancho no tenía duda de que acudirían, fuertes y leales pues así se lo había asegurado su señor, don Rodrigo de Baztán.
El rey mataba la inquietud de la espera acariciando sus maguales, dos esplendidas bolsa de bronce acanalado, sujeta cada una por dos argollas y un mango de madera recia.
-Con eso nadie quedará herido-comentó el señor de Aralar. Todos rieron la ocurrencia guerrera. Sancho VII arremolinó ambas mazas, iniciando una especie de danza, demostración de su destreza. Parecía un huracán en movimiento. El aire silbaba herido por el compacto bronce. Sancho paró su ejercicio. Aguzó el oído. A los lejos se escuchó un retumbar de pasos firmes subiendo y bajando acompasados. Cada vez más fuerte, cada vez más cerca, hasta que de entre los troncos de los esbeltos pinos, surgieron cientos de baztaneses de cuerpo robusto y firmas piernas.
Los caballeros mostraron su alegría con vítores, como si de inmediato fueran a entrar en batalla.
-Dispuestos para la marcha, señor.-saludó Rodrigo de Baztán al rey.
-Bien, señores, encomendemos nuestra empresa a la reina del Pirineo para que su reinado sea eterno.
Sancho montó. El abanderado desplegó el estandarte con el águila negra, señora de los cielos y los montes.
-En marcha- ordenó Sancho moviendo su hercúleo brazo hacia delante. El calatravo se puso a su lado.
-Nos reuniremos en Calatrava. Habrá que ir más rápidos.
-En Calatrava será- aseveró Sancho. La hueste se movió con la agilidad de una serpiente que surca la presa. El retumbar de las pezuñas de los caballos y de las albardas de los baztaneses rebotó por las laderas haciendo eco atronador.
Atrás quedaba la reina del Pirineo con su mirada dulce y protectora.
Si en España se hiciera buen cine, una película sobre las Navas de Tolosa podría comenzar con esta escena del rey Sancho arrodillado rezando. Con unas letras que lo indicaran, Roncesvalles, Navarra El desenlace por supuesto sería la carga de los navarros con el rey Sancho a la cabeza contra los encadenados de la Guardia Negra.
Gran Relato Don. Enrique.
Nota: Para las comadrejas q se meten a insultar a D. Enrique, iros al Plural a insultar al mundo… idiotas!!
Lo expulsaron de Intereconomia ,por intolerante e ineficaz , como tiene que comer escribe un mal libreo esperando quen los borregos se lo compren. Enrrique te hundiré en el abismo comanchera de la Falange
Beeeeeee, Enrique se escribe con una sóla r, analfabeto.
Enrrique Diego ,aparte de ser un mal escritor , lleva la violencia en su sangre insultando a los españoles ,su violencia borreguera lleva a tal discriminación ya insoportable de un español mal nacido ,que en vez de poner paz sólo saca de su boca las llamas del infierno. ,de mi parte fundente en el infierno y no vengas nunca a Barcelona , seguramente saldrías mal con la cabeza de avestruz que tienes de tu vocabulario obsceno ,violento , e inútil del estercolero .saludos Comanchera
Beeeeeeee, y los borreguitos balando, tralará.
ja ja ja enrique de digo digo diego, pareces mauricio colmenero, ja ja ja
Despues de leer este relato espero que mucha gente, entre ellos la señora Nieves Cipres entienda porque queremos una Nabarra independiente, que no es lo mismo que euskadi ( una invencion de Sabino Arana y cuatro mangantes que no tiene mas de 60 años) Gora Nabarra independiente.
asi me encantaria ver como sancho.
hijo puta
Yo creo que no sólo para un escena; sino para otra novela. Que cuente la vida de este rey, recalcando su lucha en Las Navas de Tolosa