NOBILITAS
Alexander Jacob.- El gobierno de una nación es uno de los deberes más elevados del hombre, y los elegidos para esa misión deben ser necesariamente los ciudadanos más capacitados y valiosos. No obstante, las sociedades modernas asignan esa eminente responsabilidad, en la mayoría de los casos, a hombres de un mediocre desarrollo intelectual y cultural, que consiguen alcanzar el poder simplemente sobre la base de la voluble opinión de las masas, cuando no por la fuerza bruta. Las guerras que continuamente estallan en el mundo de hoy, incentivadas por intereses económicos y comerciales, son un permanente recordatorio de la pérdida general de visión política y su sustitución por el egoísmo y la codicia. El hecho de que países organizados sobre bases no-nacionalistas estén empezando a sufrir insurrecciones internas de grupos culturalmente independientes, es una clara señal de la arbitraria naturaleza de la organización de muchos de los Estados del mundo, de la misma manera que la frecuente ayuda a esas rebeliones proporcionada por codiciosos Estados capitalistas es una alarmante prueba de la descarada orientación de la política internacional hacia finalidades económicas. Pero Némesis actúa de una manera sutil, y los frutos del capitalismo, y de la democracia que de él se nutre, son atestiguados por la inevitable degeneración de la población en tales Estados y en la cultura paulatinamente inferior que exhiben.
Vamos a tomar como ejemplo primordial de Estado capitalista a los Estados Unidos. A pesar de que América inició su historia con la colonización de varias valiosas comunidades europeas que no habían perdido del todo un contacto psicológico con sus patrias de origen y pudieron continuar con sus viejas tradiciones en su nueva tierra, el presente estado de ciego igualitarismo, internacionalismo y laissez faire en Norteamérica simboliza una pérdida de carácter que amenaza el futuro, no sólo de esa nación, sino del resto del mundo influenciado por el poder económico y militar de Norteamérica.
Debe advertirse aquí que el comunismo ruso, antaño la otra gran potencia se fundamentaba, no menos que el capitalismo, en el principio del dinero, pero de una manera tan negatica que ya ha empezado a perder su influencia en los diversos pueblos que hasta hace poco había dominado por la fuerza. No obstante, Rusia tiene más posibilidades de supervivencia intelectual que Norteamérica ya que, una vez despojada de su ropaje comunista, puede recuperar eventualmente su vitalidad europea. Si el comunismeo tendía a sojuzgar la cultura nacional en favor de una inanimada ideología, por lo menos preservó el hábito de la disciplina durante aquellos años de su régimen.
El sistema democrático en América, por el contrario, ha embotado la psique nacional hasta el extremo de que ha perdido casi todo su carácter racial y el poder espiritual que éste representa. Porque, como la teoría de los arquetipos de Jung claramente demuestra, la raza, como el lenguaje, es sin duda una de las principales manifestaciones de la psique e impregna a diferentes naciones igual que lo hace con diferentes individuos, con diversos grados de energía y aptitud espiritual.
El deterioro del espíritu humano en América es, ciertamente, la más clara indicación de que la democracia es uno de los sistemas políticos menos deseables. La razón de este hecho alarmante estriba en que es completamente imposible fundamentar un gobierno en el voto de unas masas que son totalmente diferentes en su comprensión y percepción de los principios de la política y en última instancia se comportan como si la política fuera un sistema de agitados compromisos a los que hay que llegar mediante rastreros regateos -y obtención de prebendas- en todas las esferas de la acción social.
Aun cuando pudiera argüirse que los políticos profesionales que actualmente supervisan las decisiones finales de la política son unos seres experimentados en su cometido, está claro que ningún político que llega al poder merced a la opinión de una mayoría generalmente ignorante, puede ser digno de confianza, y mucho menos admirable. Por otra parte, la monarquía y la aristocracia han demostrado ser, a través de la historia del mundo civilizado, no sólo las formas más naturales de gobierrno, sino también las más propicias al progreso cultural. Una breve ojeada a la historia de las antiguas civilizaciones indo-europeas, desde la India y Persia hasta Grecia y Roma, lo confirma. Fue en el regazo de un gobierno autoritario cuando estas altas culturas florecieron.
El debilitamiento de la cultura moderna, especialmente después de las dos grandes guerras, debe ser ampliamente atribuido al triunfo de la mediocridad democrática que se opuso a las agresivas tentativas del elitismo alemán en las primeras décadas del siglo XX, cuando trataba de asentar sus principios aristocráticos en un mundo que ya había sido capturado por sus enemigos espirituales.
La superioridad del gobierno aristocrático no es debida tan sólo a su preeminencia cultural, sino también a sus sólidos fundamentos filosóficos. La base de una aristocacia centralizada e ilustrada es, ciertamente, tan sólida, que ninguna desesperada vocinglería en pro del gobierno popular por parte de las masas ignaras puede alterar la universal validez de estos argumentos.
El propósito de mi breve estudio, que está dedicado a la constitución política ideal de la naciones, consiste en examinar los argumentos filosóficos para un gobierno monárquico y aristocrático (*) desde la Antigüedad griega hasta principios del siglo XX. Espero que este ejercicio contribuya a que el lector tome conciencia de la incontestable excelencia de esta forma de gobierno, al mismo tiempo que expone los perturbadores efectos de la democracia.
(*) Debo advertir aquí que la palabra “aristocracia” en mi estudio no es usada como referente a una clase particular de personas, sino como un sistema político dedicado a la promoción del gobierno de los mejores.