Luciano Conso y el milagro del paso a resguardo de los sarracenos
Por Enrique de Diego.- Para cada uno de los que hemos tenido la suerte de sumergirnos en la lectura de la novela “Las Navas de Tolosa”, nos quedamos con distintos personajes, escenas, pasajes. Es difícil, en mi caso decantarme por algo específico porque entendida la coralidad de la novela, toda ella forma la crónica precisa para entender aquella época, esa hazaña y el espíritu de nuestros antepasados, ante los que no deberíamos sentir vergüenza. Pero hay un hecho que por la cantidad de crónicas de la época y estudios posteriores y dado el significado que tuvo en la aventura de aquella contienda, ese hecho es sin duda nuestro ángel-pastor-ermitaño : Luciano Conso y el milagro del paso a resguardo de los sarracenos.
Tal día como hoy, un 13 de julio y viernes también, de 1212 sucedían estos hecho que Enrique de Diego ha reflejado en la Novela:
“Higinio Lobeira, alcaide de la hueste de Aldeasaz y La Cuesta, andaba tan perdido y desesperado como el resto. Por donde fuera, con su patrulla, todo terminaba o en el mismo sitio o en peores. No había salida. Iban a perder y a morir sin poder enfrentarse en una lid limpia, a campo abierto. Se separó un poco de su patrulla para evacuar la vejiga, cuando le extrañó escuchar un siseo gutural de llamada, el eco de su nombre. Se orientó hacia donde había provenido la voz, ascendiendo por una pendiente empinada, en la que para no caerse, debía sujetarse a los matojos.
De vez en cuando la invocación se repetía con entonación animal. Hubo de pararse para recuperar resuello, pues la pendiente se hacía más pronunciada. Reiniciada la ascensión, al rodear unas chaparras bajas y jaras de blancas hojas, donde zumbaban laboriosas abejas, a poca distancia se le apareció aquel ser entreverado de hombre y fiera. Tenía el pelo largo y desgreñado y la barba le caída, sucia e impenetrable hasta el pecho.
– Higinio –le llamó por su nombre, lo que le llenó de extrañeza. Luego le hizo gesto de que le siguiera. Andaba ágil y encorvado como un cheposo, mas por la fuerza de costumbre que por defecto físico. Tenía las piernas muy robustas y los brazos musculosos, aunque uno torcido desde poco después del codo por una fractura mal soldada. Higinio trataba de seguir el ritmo del montaraz. Éste desapareció detrás de unas zarzas. Higinio, desconcertado, se abrió paso como pudo y, cuando lleno de arañazos, superó aquella defensa natural, se encontró ante el refugio del extraño ermitaño: una oquedad amplia y fresca donde se amontonaban desperdicios y huesos de animales devorados. Aquel hombre le enseñaba un conejo de gran tamaño y ente aquella selva de pelo grasiento y apelotonado, se dibujaba una leve sonrisa infantil.
– Aquí los conejos son muy grandes. Mayores que en Monterroso. Higinio se quedó boquiabierto. Escudriñó en aquellos ojos de mirada apagada buscando rasgos familiares.
– ¿Luciano? ¡Luciano Couso! Cuando éste sintió el abrazo de Higinio se estremeció como si fuera agredido, luego su sonrisa fue más franca y por un momento idéntica a la del joven huérfano taciturno como el que había vivido memorables jornadas de lazos y caza. Higinio fue a decir, algo común en los reencuentros, como ¡qué alegría! o preguntar algo sencillo y general del tipo, ¿cómo estás?, mas aquello se salía tan de lo común que no sabía por dónde empezar. Ahogó en su garganta un comentario que le nacía de las entrañas.
–‘Luciano, qué te has hecho’-, pues le invadió una inmensa ternura y un ansia de protección, como si pudiera rescatarle y devolverle al mundo. Vestía Luciano pieles de cabra que desprendían hedor insoportable y calzaba unas albardas toscamente elaboradas de lana de oveja. A Higinio se le parecía el San Juan el Bautista de las esculturas de los capiteles y las pinturas de los ábsides, sólo que éstas no atufaban ni aquel hombre del desierto transmitía la tristeza y el temor de Luciano.
Las multitudes que a áquel le seguían, para ser bautizadas en el Jordán, también se habían congregado en torno a Luciano, aunque de manera bien distinta, y a su completo pesar. La que rodeaba a Luciano, con bélico aparataje, le había rodabo la paz de sus soliloquios, había trastocado el orden de sus caóticas y amadas rutinas, espantado su caza y ocupado los pastos de su cabra, el último ejemplar de lo que, otrora, había sido un pequeño rebaño.
– También ha venido Yago. Le gustará verte.
– Traélo. Pondremos lazos, como cuando éramos jóvenes.
– Está en el campamento. Te llevaré. Luciano negó con su cabeza, denotando que tanta gente le producía miedo. Él hablaba con la soledad y se había habituado demasiado a tan ingrata compañía.
– Hay otro camino –murmuró Luciano. Luego se le perdió la mirada.
– ¿Qué has querido decir? ¿otro camino? ¿dónde? –le apremió Higinio. Luciano reaccionó nervioso. Higinio templó el timbre de su voz.
– Has de conocer muy bien estos lugares y sabes de otro camino. Nosotros estamos en muy mala hora y los moros acabarán con todos nosotros, conmigo y con Yago, tus amigos, si no hallamos escapatoria. ¿Les has visto en lo alto de las montañas, esperándonos con sus arcos? Luciano afirmó con su cabeza. Tragó saliva como si fuera a hacer un esfuerzo desacostumbrado:
– Hay un camino espacioso por donde podéis pasar y aunque los moros os vean no podrán haceros daños pues está resguardado. Una inmensa alegría le invadió a Higinio. En la más negra de las tormentas se abría un jirón de esperanza por el que se colaba un cegador rayo de luz.
– Has de enseñárnoslo. Has de decírselo al rey. Luciano cabeceó negando, como si aquella perspectiva le resultara insoportable.
– Díselo tú.- A mí no me harían caso –se desesperó Higinio.
– Te lo enseñaré.- Pederíamos mucho tiempo. No tenemos. El ejército se va a poner en marcha. Aunque me lo mostraras, quizás yo luego me perdería. Te acuerdas que temías hacer daño a las personas que amabas. Ahora puedes hacernos mucho bien, a Yago y a mí, a tus amigos. Sin tí moriremos, Luciano.
– Hay mucha gente.
– No permitiré que nadie te haga daño. Harás a todos un gran favor y te tratarán con honor. Ya lo verás. Luciano se quedó pensativo. Luego, como si abandonara por un tiempo a su amada soledad, dijo:- Vamos, Higinio. Los soldados les miraban pasar con curiosidad. “De dónde habrá salido ese”, comentaban. “No les hagas caso”, le susurró Higinio.
– Hadnos pasar a presencia del monarca. No hay tiempo que perder. Venga, dile que hay otro camino, que el ejército está salvado –metió toda la prisa que pudo al jefe de la guardia. El monarca en persona salió, agitado y presuroso, para invitarles a entrar. Luciano le sonrió a Alfonso VIII.
– Díselo –apremió Higinio.
– Hay otro camino. Lo conozco bien. Lo puedo enseñar, alteza –Luciano estaba feliz como un niño, se sentía importante, mientras los ricos hombres y las mejores espadas del reino le escuchaban.
– Dice –explicó el alcaide- que es ancho y podremos ascender con comodidad, pues los sarracenos no podrán asaeternos. Él vive aquí de la caza. Conoce el terreno como la palma de su mano.
– Loado sea Dios que te envía a nosotros –prorrumpió en acción de gracias Alfonso VIII al tiempo que, rompiendo todo protocolo, abrazaba a Luciano. Te envía el cielo. Presto, don Diego López de Haro y vos García Romero, portaestandarte de Aragón, escoged gente, y ved si es cierto lo que dice este buen hombre. Había que desandar parte de lo andado y de un recodo salía otra vía que daba un rodeo. En ningún momento el enemigo podía atacar, pues la línea de montañas formaba una muralla natural. Se caminaba bien, sin riesgo de caída. Llegaron hasta unos metros de la meseta, lo suficientemente cerca para ver el despliegue de las tiendas de los moros. La avanzadilla volvió con la buena nueva. El rey la recibió henchido de gozo. Álvar Mozo sintió un alivio muy profundo. Y pronto por el campamento corrió que marchaban, mas por otra senda, a resguardo, y todos preguntaban cómo podìa ser, y empezó a difundirse que Dios omnipotente, en su infinita bondad, se había apiadado de ellos en el tiempo de la prueba y un enviado del cielo les había enseñado lo que había estado velado ante sus ojos. Y señalaban a Luciano, pues el enviado del Señor, había tomado una extraña forma. Y a los más no les recordaba a San Juan el Bautista, como le había sucedido a Higinio, sino a San Isidro Labrador, al que había mucha devoción en el reino y tenían por intercesor. Se agolpaban para verle pasar y en sus miradas había un agradecimiento infinito.
– Mira, Yago, es Luciano. El curandero y el cazador de aquellas tierras dejadas de la mano de Dios se abrazaron. Y durante unos instantes volvieron a revivir los tiempos de la alegre y terrible pandilla de Monterroso.
– Aquí los conejos son más grandes –indicó Luciano con ingenuidad infantil. Como la voz corría, cada vez eran más los que querían ver al enviado del cielo, y superado su inicial temor reverencial, querían tocarle, para que les diera suerte y protección en el combate, y uno, más osado, para obtener una reliquia, quiso arrancarle un pelo de aquella cabellera salvaje y sucia. Luciano se atemorizó. Higinio se encaró con la cofradía de los devotos y se abrió paso llevándose consigo a Luciano. El jefe de la guardia le salió al paso pues el rey quería ver a Luciano para agradecerle y premiarle sus servicios.
– Dile a Su Alteza que él se siente muy honrado por el bien que ha hecho y no busca nada más. Ahora es mejor que vuelva al sitio del que le hemos arrancado –comentó, mientras señalaba a la multitud que, como en procesión, les seguía. El único favor que os pedimos, a vos y a Su Alteza, es que, con vuestros hombres, refrenéis a toda esta gente y nos déis tiempo.
– Así lo haré. Venga, cada uno a su puesto, que nos espera una batalla –señaló el jefe de la guardia para que se dispersara el improvisado cortejo. Luciano se puso contento, se sintió libre, cuando empezaron a crestear. Higinio le extendió la mano en señal de despedida, luego le acarició la cara y el pelo.
– Vete, Luciano, antes de que te hagan daño. Todo hombre, criatura de Dios, hasta el de apariencia más miserable, tiene una misión y la tuya, contra lo que tu mismo creías, era grande, más importante que la de los hombres que el mundo tiene por tales. Tú que tanto temías hacer daño a cuantos nos querías, y bajo ese convencimiento nos abandonastes, nos has hecho un gran bien, más del que puedas imaginar. Nos has salvado cuando ibamos a una perdición segura. Vete, Luciano, antes de que este mundo de locos, te aniquile y te robe tus lazos y tus silencios y tu comunión con el silencio de Dios. Nadie sabrá tu nombre a ciencia cierta. Tres reyes te han rendido pleitesía y te deben la vida. El reino, la Cristiandad, deberían venerarte, por los siglos, mas tú ahora has de volver a tu mundo en el que, a tu modo, eres feliz. El huérfano de Monterroso marchó hacia su cueva. Se volvió un momento:
– Herminio ha muerto, ¿verdad? Una lágrima de dolor y hermandad rodó por la mejilla de Higinio y los lacrimales resecos de Luciano se humedecieron. Cuando el alcaide retornó al campamento, para ponerse al frente de su gente, escuchó como unos a otros se comentaban:- Hay quien dice que era San Isidro, mas muchos creen que, en verdad, era un ángel. Y a quiénes inquirían sobre dónde estaba ahora, les respondían:
– Pues vaya pregunta. Se ha ido al cielo. ¿Dónde va a estar un ángel? Ha venido y ha vuelto a su sitio.”
Las Navas de Tolosa. Ed. Rambla. Enrique de Diego
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Canción dedicada a los héroes de la batalla de Las Navas de Tolosa, 1212.
http://www.youtube.com/watch?v=DkIJgGtOBZs
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@enrique_dediego
Las varias (incluida la de Ximenex de Rada)crónicas que reflejan el hecho le dan varios nombres, o solo citan un pastor o ermitaño, el autor del libro se permite la linencia de ponerle un nombre.
Por simple curiosidad, ¿el nombre del pastor que ayudó a las tropas españolas era realmente Luciano Conso o es ficción para el libro?.
Porque sería importante saberlo. Fue decisivo en nuestro devenir histórico.