B.D.- Cada año, cientos de españoles son asesinados por extranjeros, que obviamente no habrían de haber estado en España, aunque sólo fuera por ese motivo. No pasa un día sin que un español sea asesinado por un inmigrante en España. Nuestras calles están llenas de asesinos, y sobre todo de asesinos extranjeros. Esta es la verdad y todos la sabemos. La muerte nos acecha, en las grandes avenidas como en cualquier pueblo remoto, en plazas concurridas como en cualquier descampado. Las hienas merodean y buscan sus presas, mientras éstas van tranquilamente por la vida como si eso fuera ya posible y no llevara cada cual en el bolsillo un número de esta mortífera lotería.

La inmigración ha desatado los índices de criminalidad. Cuanta más inmigración tenemos, más crece la criminalidad. Negar esto es cerrar los ojos a la realidad que nos deslumbra. Hemos abierto las puertas de nuestro país sin ninguna restricción a todo cuanto quiera venir a sacar provecho de nuestra tolerancia, nuestra blandura y nuestra inconsciencia.

Entre nosotros se han hecho un nido cómodo y acogedor numerosos extranjeros que abusan de la hospitalidad de nuestro país, de la campechanía de un pueblo español extraordinariamente cándido y benevolente, en absoluto acostumbrado a lidiar con esta ola de criminalidad avasalladora que se le ha echado encima, y víctima de la irrupción masiva de esa ferocidad en las relaciones humanas de reciente importación (tan típica de las sociedades fracasadas del Tercer Mundo), extraña a nuestra cultura y a nuestras costumbres y desconocida hasta hace poco por estas latitudes antes de la llegada de este aluvión demográfico que reviste ya las formas de una auténtica invasión/colonización poblacional. Hay barrios de Madrid, Barcelona y muchas otras ciudades españolas actualmente casi tan inseguras y peligrosas como las favelas de Rio de Janeiro, las callampas de Bogotá y Medellín o cualquier calleja de Karachí o Rawalpindi.

Sin exagerar mucho, el balance de muertes violentas en España es sólo comparable al de conflictos bélicos como el de Afganistán o Irak. Mueren más amas de casas y jubilados en el trayecto entre el supermercado o la caja de ahorros y su domicilio que marines americanos en los desiertos de Asia Central o soldados israelíes en los territorios ocupados. La mortandad de carácter homicida en España es el propio de una guerra. Y la pregunta es: ¿Estamos en guerra? La respuesta es afirmativa: estamos en una guerra que el crimen, organizado o no (pero sobre todo el organizado), nacional y extranjero (pero sobre todo extranjero) le hace al pueblo español. Los muertos de esta guerra son los españoles abatidos a diario, a bala, a cuchillo o a martillazos, por ese ejército de criminales que campan a sus anchas en este no man´s land en que se ha convertido España.

El pueblo español, por medio de sus instituciones legales y sus asociaciones públicas, tiene el deber de combatir esta plaga criminal que perturba la paz social y pone en peligro la vida, la integridad y los bienes de los españoles. La criminalidad desatada que asola España, tanto las ciudades como el campo, es un fenómeno incompatible con una vida social sana y una sociedad civilizada. Ese salvajismo debe ser desterrado por completo de nuestras existencias. Para ello debemos dotarnos urgentemente de las armas jurídicas, legales, sicológicas y morales necesarias para afrontar decididamente y sin complejos este gravísimo problema que provoca tanta zozobra y daño en la ciudadanía. Las medidas que se han de poner en marcha encontrarán siempre la oposición de los cómplices de la plaga criminal que nos agrede sin descanso. No debemos nunca tomar en cuenta al coro de cretinos consuetudinarios que nunca se pondrá del lado de las víctimas creyendo obrar por una paz y un progreso que su irresponsabilidad contribuye precisamente a destruir y a impedir.

Toda enfermedad encuentra un cómplice necesario en un cuerpo débil: un organismo propicio en el que cebarse. La criminalidad es la enfermedad, el cómplice es la ideología inmigracionista llevada a sus más aberrante extremos (discriminación positiva hacia los extranjeros, etnomasoquismo occidental, justificación de todas las lacras culturales de los inmigrantes, etc…), y el cuerpo débil es esta sociedad acobardada y acomplejada. Es imprescindible fortalecerse para poder combatir la enfermedad y sus facilitadores. Eso pasa en primer lugar por desembarazarse de todo complejo de culpa y recuperar el orgullo de ser lo que somos: mejores que toda la basura que nos quiere ahogar en su hedionda realidad.