¿Qué vendía realmente Urdangarin?
Juan Manuel Blanco.- Durante las últimas semanas, los medios de comunicación han fijado el foco sobre Iñaqui Urdangarin retratando al personaje como carente de escrúpulos, alguien capaz de utilizar cualquier resorte para enriquecerse sin reparar en el perjuicio ocasionado a la imagen de la monarquía. Lo más interesante, sin embargo, de ese fascinante viaje de Urdangarin por los entresijos de la política española es haber retratado a su paso muchas prácticas habituales en la administración y en aquellos ámbitos privados que actúan en connivencia con el poder. Y las imágenes que nos llegan componen un paisaje desolador, un panorama ignominioso en el que caben todas las irregularidades, miserias, indignidades y corruptelas posibles.
Muy significativo en el caso Urdangarin es el hecho de que sus presuntos contratos no disparasen las alarmas aún siendo reiterados, claramente superfluos, manifiestamente irregulares y notablemente inflados en costes. Por otro lado, resulta difícil imaginar cuál era la contraprestación a cambio de estos abultadísimos pagos ya que el personaje, al no ostentar cargo público alguno, no podía ofrecer nada concreto o inmediato ¿Qué vendía realmente Urdangarin?
Los estudios académicos señalan que, cuando la relación corrupta es esporádica, suele existir una correspondencia bastante directa entre el pago y la gestión realizada así como una idea muy clara sobre la naturaleza de lo intercambiado: se solicita un favor y se entrega una determinada cantidad. Sin embargo, cuando la corrupción se generaliza y surgen las tramas, estas relaciones se vuelven más indirectas y sobreentendidas, en parte porque ya existen unos hábitos y unas reglas no escritas, que todo el mundo conoce. No es infrecuente entonces pagar por unos favores futuros, todavía sin concretar, o meramente por obtener una buena relación con el poder, que podría resultar rentable más adelante. Aparece también la figura del intermediario, persona que parece representar a una de las partes aunque, dado lo opaco del negocio y la ambigüedad de su lenguaje y credenciales, en ocasiones se trata de un mero impostor.
Es probable que las presuntas andanzas del Duque de Palma no llamaran demasiado la atención en su momento por desarrollarse en cierto ambiente empresarial donde las facturas infladas, las ventas a la administración muy por encima del precio de mercado o el pago de comisiones a destajo, constituirían la práctica habitual. Tampoco habrían extrañado en el marco de una administración pública, especialmente autonómica y municipal, donde la trampa, el favoritismo, el abuso y el desafuero camparían por sus respetos. Una moderna recreación del Patio de Monipodio. Urdangarin se habría limitado a mimetizarse en ese ambiente, al menos de momento. De ser ciertos, los hechos denunciados parecen mostrar que las administraciones no tienen dificultad alguna para saltarse las normas, adjudicar los contratos a los amigos o pagar sobreprecios astronómicos, algo que no resulta sorprendente ya que, durante las últimas décadas, fueron desmontados uno a uno todos los controles y garantías sobre la actividad pública, favoreciendo la más absoluta arbitrariedad.
Por otro lado, es evidente que el marido de la Infanta no podía ofrecer nada concreto a cambio de tan abultadas presuntas sumas. Cabe como hipótesis, tal como parece apuntar su reciente desmentido, haber jugado con el sobreentendido equívoco de que aquellos que con él contactaban, y bien le trataban, podían atraerse el favor real. En estos ambientes opacos no es infrecuente la existencia de algunos que simulan representar a otros cuando en realidad trabajan para sí mismos. Lo que resulta menos explicable es la reiterada actitud de los pagadores, pareciendo creer que la cercanía al monarca podría reportarles en el futuro alguna ventaja o rentabilidad. Todos sabemos que, por nuestra Carta Magna, el Rey tiene limitadas sus funciones a la representación de la nación y a la moderación de las instituciones. Careciendo de atribuciones ejecutivas, no puede otorgar favor alguno ni realizar gestión en beneficio de privados: produciría vértigo imaginar lo contrario. Consecuentemente, tampoco hay respuesta para el hecho de que, en el pasado, numerosos empresarios y financieros, por llamarlos de algún modo, persiguieran con tanto ahínco la compañía y el favor de la familia real: sería deseable que alguien pudiera dar una explicación a estos comportamientos. No es descartable que, en algunos casos, hayamos asistido a peculiares manifestaciones de esa muy generalizada e indigna sumisión al poder, que en España desgraciadamente sustituye al sano respeto por las instituciones.
Al final, la caída de Urdangarin parece consecuencia no tanto de su proceder, tan común en nuestra política, como de su estilo. Olvidó, presuntamente, que incluso la picaresca tiene sus propias reglas y, a juzgar por sus burdos manejos, se diría que sobreestimó su impunidad. No reparó en que se introducía en una jungla cruel y despiadada en la que romper las normas no escritas y actuar por libre conlleva un grave peligro de acabar devorado. Ya lo advirtió Giulio Andreotti, gran maestro en estas lides: “manca finezza”.