El día en que el mundo contuvo la respiración
El 22 de octubre de 1962, el estallido de la Tercera Guerra Mundial era algo más que una posibilidad. Parecía estar a breves horas de desencadenarse. Ese día, el por entonces presidente de EE UU, John F. Kennedy, ordenó el bloqueo de la isla de Cuba.
La razón era que unos días antes, concretamente el 15 de octubre, aviones estadounidenses que sobrevolaban en misión de espionaje el país que desde poco más de dos años antes estaba regido por Fidel Castro, descubrieron la existencia de misiles soviéticos de naturaleza ofensiva.
Un arriesgado paso por parte del líder soviético, Nikita Khruschev, quien parecía querer calmar los ánimos del sector duro del PCUS y de paso garantizar que el régimen castrista no sería derrocado por medio de una invasión como la que la Administración Kennedy, retomando planes elaborados durante el mandato de su predecesor, Dwight D. Eisenhower, había tratado de llevar a cabo en abril de 1961 y que acabó desembocando en el mayor desastre del primer año de gobierno del primer presidente católico de la historia de EE UU, el de Bahía de Cochinos.
El órdago estaba lanzado. Khruschev se había reunido un año antes con Kennedy en Viena. El presidente estadounidense no salió demasiado contento de dicho encuentro. El líder ruso le veía como un dirigente inexperto y blando. La fallida invasión de Bahía de Cochinos le había hecho catalogarle como lo que en política exterior se denomina una ‘paloma’. Él por, el contrario, pretendía ser un ‘halcón’, la única forma de sobrevivir en la cúpula del PCUS. Idéntica opinión de Kennedy tenían algunos de los altos cargos de la CIA, pese a la ‘purga’ que había acometido tras dicho desastre -con la salida del por entonces director, Allen Dulles, reemplazado por John McCone, y del ‘segundo de a bordo’ de aquel y ‘arquitecto’ de la invasión, Richard Bissell- y buena parte del estamento militar.
En secreto
Cuando a Kennedy le fueron presentadas las pruebas, su reacción fue de cautela. Eso, al menos, de puertas afuera. En privado, en compañía de sus más íntimos, estaba encolerizado por lo que creía una jugada desleal de Khruschev. Mantener en secreto lo que habían descubierto era capital. Al menos hasta que decidieran qué hacer, pues las divisiones acerca de la respuesta eran notorias.
Con el fin de evitar fugas de información, únicamente se dio cuenta de las pruebas a las personas imprescindibles. Así se creó el denominado Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional (ExCom), un órgano ‘ad hoc’ en el que se integraron desde el secretario de Defensa, Robert McNamara hasta un miembro ajeno a la Administración pero con notable experiencia a la hora de tratar con los soviéticos como Dean Acheson, secretario de Estado con Harry Truman. Y una figura que acabaría siendo clave tanto por su relación con el presidente como por sus contactos, el fiscal general Robert F. Kennedy. También estaban el director de la CIA, John McCone; el vicepresidente, Lyndon Johnson; el asesor de Seguridad Nacional, McGeorge Bundy; el secretario de Estado, Dean Rusk; o el jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Maxwell D. Taylor.
Dicho organismo fue el encargado de ofrecer una respuesta a Kennedy. Al principio estaban divididos entre quienes abogaban por responder con la invasión de Cuba, lo que podría desencadenar una escalada de tensión que desembocase en una guerra nuclear, y quiene se contentaban con tratar de “apaciguar” a Khruschev dándole algo a cambio de que retirase los misiles. Una palabra, la del “apaciguamiento” que provocaba sudores fríos en los hermanos Kennedy -así era conocida la política llevada a cabo para tratar de contener a Hitler, de la que el primer ministro británico, Neville Chamberlain, fue el máximo defensor y el padre de los Kennedy, por entonces embajador en Gran Bretaña, un ferviente partidario-. Entre ambas opciones, una amplia gama de propuestas.
Así estaban cuando el presidente Kennedy se entrevistó en la Casa Blanca con el ministro de Asuntos Exteriores soviético, Andréi Gromyko. El mandatario le leyó una declaración que había efectuado poco antes sobre las consecuencias que tendría la instalación de armas ofensivas en Cuba por parte de los soviéticos. Nada dijo sobre que hubiesen descubierto los misiles. En una carpeta alojada en un maletín reposaban las pruebas. Gromyko negó que la URSS tuviese intención de hacer algún día justamente lo que ya había hecho.
La cuarentena
Finalmente se llegó a un consenso, más forzado que otra cosa por Robert F. Kennedy. El bloqueo era la medida a tomar. Salvo que técnicamente esta era una acción de guerra. Por esa razón se lo denominó “cuarentena”. A partir del 22 de octubre de 1962 cualquier barco que se dirigiese hacia Cuba y que pudiese albergar en su interior componentes para los misiles era susceptible de ser interceptado por navíos estadounidenses. Así lo anunció por medio de una comparecencia televisiva que desató el miedo primero entre los estadounidenses e inmediatamente en todo el mundo.
Kennedy reclamó tener contacto directo con los barcos para asegurarse de que no se efectuaba ninguna maniobra que no hubiese sido aprobada previamente por él. Robert Kennedy se había reunido previamente con el embajador soviético, Georgi Bolshakov, para transmitirle una enérgica advertencia.
Pero los canales oficiales no eran los únicos que funcionaban. Un agregado de la embajada soviética que en realidad era miembro de la KGB, Alexander Fomin, había trasladado un mensaje a John Scali, un periodista de la ABC. Dicho mensaje planteaba un intercambio de los misiles de Cuba por los que EE UU tenía desplegados en Turquía. Scali llevó dicho mensaje a la Casa Blanca. La Administración rechazó el canje, pero solo en apariencia. Vigente ya el bloqueo, llegaba a manos de Kennedy una carta de Khruschev en la que parecía mostrarse dispuesto a dar marcha atrás en su envite. Posteriormente llegaba otra, de tono mucho más duro, que parecía plantear una vuelta al comienzo de todo. Robert Kennedy propuso que se ignorase la última misiva y se respondiera a la primera, en la creencia de que esta había sido redactada por el propio Khruschev y la otra por sus ‘halcones’. Una estratagema en apariencia fútil, pero ante una crisis sin precedentes nadie podía vanagloriarse de tener la respuesta adecuada.
Finalmente, Khruschev accedió a retirar los misiles. Pero lo que se había negado públicamente se acordó ‘bajo mano’. EE UU retiró sus obsoletos misiles balísticos ‘Júpiter’ de Turquía y se comprometió a no tratar de invadir Cuba. El mundo había estado al borde del abismo y exhaló un profundo suspiro de alivio al saber que la Tercera Guerra Mundial no estallaría en ese momento. Lo más sorprendente quizás es que solo hubo un muerto, el mayor Rudolph Anderson, que perdió la vida al ser abatido su U-2. De haber fallado la más mínima cosa, las armas nucleares podrían haber segado la vida de millones de personas. Una advertencia para el futuro.