Mehmet II, el sultán cruel
El sultán turco Mehmet II, o Mahomet, séptimo sultán de los otomanos, nació en 1432. En ese año los otomanos ya habían penetrado profundamente en Europa y devorado casi todo el Imperio Bizantino, al que habían reducido a poco más que a la ciudad de Constantinopla. Sus padres eran Murat II y una de sus siete esposas, Huma Atún, una bella esclava albanesa. Mehmet fue el tercer hijo varón del sultán, lo que significaba que tenía pocas posibilidades de ascender al trono si antes no les pasaba algo a sus hermanos mayores. Por este motivo, y según cuentan las crónicas, su infancia fue triste, solitaria, y no exenta de peligros.
Una niñez en la que abundaron los castigos y los maltratos debido al recelo con que sus madrastras y parte de la corte contemplaban su existencia, pues sin duda era un rival potencial en la lucha por el poder. Además, con el trono reservado para sus hijos mayores, Murat II casi abandonó a su suerte a Mehmet sin, por supuesto, darle jamás ninguna muestra de cariño, mientras que su madre, esclava hasta que fue madre dado el inferior rango social que tenía respecto al resto de esposas, apenas podía protegerle.
Así fue creciendo el joven príncipe, sabiéndose marginado por su padre y con la sospecha de que en los palacios reales cualquiera podía ser un enemigo que esperase el momento oportuno para matarle. De esta manera, en medio del acoso y abandono, luchando por la supervivencia y por no verse apartado de las esferas del poder, se fue forjando un carácter cruel, astuto, receloso, ambicioso y taciturno que le llevó a no fiarse nunca de nadie y, por tanto, a no tener jamás ningún amigo. Su desconfianza llegó a ser tan conocida que, años después, hizo legendaria una frase; tras referirse a sus planes secretos dijo: “Pero si un pelo de mi barba los supiera, me lo arrancaría al instante y lo quemaría”.
Las cosas dieron un giro inesperado al morir su hermanastro mayor, cuando él contaba sólo siete años de edad. Poco después lo hizo el segundo, un muchacho de 13 años. Este último apareció estrangulado en sus habitaciones y siempre se sospechó que el joven Mehmet, de tan sólo 10 años, había estado involucrado en el crimen. Nunca se supo la verdad, pero, de ser cierto, eran acontecimientos nada extraños en una corte cuyos príncipes estaban en permanente lucha por conseguir el poder. En el fondo no habría hecho más que continuar la tradición instaurada por su abuelo Mehmet I consistente en que, cuando subía al trono, hacía estrangular con cordones de seda a sus pequeños hermanastros para que éstos no pudiesen un día participar en una conspiración posterior para arrebatarle el trono, sólo que en esta ocasión habría decidido adelantarse y ser él quien eliminase al rival que le antecedía en la línea sucesoria. Obviamente, estas acciones fratricidas eran alentadas por las respectivas madres y sus camarillas, pues sabían que el destino les reservaba un dorado futuro si su hijo acababa siendo el sultán, pero en caso contrario era el olvido, e incluso la muerte, lo que les esperaba.
Participase o no en el crimen, lo cierto es que cuando Mehmet quedó en primer lugar en la línea sucesoria, su padre no tuvo más remedio que fijarse en él. Encargó que le impartiesen una cuidada educación que, entre otros conocimientos, le permitió dominar, aparte del turco, el griego, el latín, el persa, el hebreo y el árabe, y al cabo de dos años, cuando contaba sólo 12, su padre abdicó en él pensando que ya estaba preparado para el gobierno. Craso error; rápidamente, él y sus tutores entraron en conflicto con el visir Jalil Bajá, y, para colmo, una invasión húngara descendió desde el norte amenazando todos los territorios balcánicos ocupados por los otomanos, lo que generó a su vez una matanza de cristianos ortodoxos que amenazó con despertar una sublevación entre éstos. El sultán Murat tuvo que abandonar en 1444 su retiro, vencer a los húngaros y poner orden en su reino, y tras recriminar a su hijo su impulsividad y su imprudencia, le volvió a ceder el poder dándole así una segunda oportunidad, pero advirtiendole que siguiese siempre los consejos del visir.
Pero el joven Mehmet no había aprendido la lección. Otra vez libre de la tutela de su padre, volvió a aflorar en él su carácter desconfiado y cruel. No aceptaba consejos de nadie y quien osaba cuestionar sus órdenes era ejecutado inmediatamente. El visir volvió a quejarse y esta vez Murat volvió a tomar el poder de un modo definitivo, mientras enviaba a su hijo y a sus tutores al interior de Anatolia, con el fin de que se ejercitase en las tareas de gobierno y en el dominio de su carácter impulsivo. Por fin, en 1451, tras la muerte de su padre, ascendió definitivamente al sultanato. Tenía sólo 19 años. Finalmente se había cumplido su sueño y pronto se vengaría de todos los que le habían querido apartar del trono.
Pero la experiencia que le daba el, posiblemente, haber alcanzado el poder mediante el asesinato de su hermanastro, le hizo temer que pudieran hacer lo mismo con él. En ese momento aún tenía un hermano, un niño de pocos años, por lo que siguiendo la tradición familiar, y mientras recibía la felicitación de la madre, el joven sultán ordenó ahogarle en las perfumadas aguas de la bañera; ya no tenía rivales. Para borrar el rastro ordenó, a continuación, eliminar al asesino de su joven pariente y, seguidamente, casó a la madre con un esclavo. Después de esto, y coherentemente con su comportamiento fratricida, promulgó una norma que elevaba a ley lo que había sido criminal tradición. En la nueva legislación se dictaba que todo sultán al ascender al trono tenía que matar a sus hermanos varones con el noble fin de evitar insurrecciones y guerras civiles. Para sortear la prohibición religiosa del asesinato, dejó claro que el sultán no podía participar directamente en la ejecución. La costumbre pervivió durante casi toda la historia del Imperio, incluso hasta muchos siglos después, aunque muchos descendientes dulcificaron la norma sustituyendo la ejecución por el destierro o la prisión.
Al heredar la corona decidió que Constantinopla tenía que ser, como prometía el Corán, arrebatada por fin a los infieles. Por aquellos días Mehmet ya había endurecido su aspecto dejándose crecer unos largos bigotes que al colgar escondían sus gruesos y rojizos labios, dándole, junto a una nariz aguileña, un aspecto de lo más siniestro.
En 1453, 80.000 hombres fanatizados por santones derviches cercaron la ciudad. La capital de Bizancio contaba con menos de 9.000 defensores, y su población total no llegaba a 50.000 almas, pero sus magníficas murallas seguían siendo un problema, y en dos ocasiones precedentes las fuerzas otomanas ya habían fracasado con ellas. Aunque ahora una nueva arma iba a entrar en acción: la artillería. Renegados húngaros y alemanes fabricaron enormes piezas de gran calibre, y para solucionar el problema de su transporte, debido a su gran peso, se armaron al pie de las murallas, en el mismo lugar desde donde habían de disparar las enormes balas de piedra de más de 400 kilos de peso y que habían de resquebrajar las murallas. Simultáneamente, Mehmet logró hacer pasar 70 barcos de guerra por tierra, deslizándolos sobre planchas impregnadas de grasa de buey, hasta el fondo del entrante de mar, el llamado Cuerno de Oro que limitaba el norte de la ciudad, estrechando aún más el cerco y atacando así la ciudad desde todas partes.
Mientras tanto, haciendo honor a la desconfianza que presidía su carácter, Mehmet solía disfrazarse y mezclarse entre sus soldados para escuchar sus conversaciones; ¡pobre de aquel a quien sorprendiese en una crítica hacia su persona o a sus órdenes! Esta intolerancia también la aplicó con sus generales. En una ocasión responsabilizó a uno de sus almirantes de la huida de un barco bizantino, por lo que ordenó empalarle, pero como el resto de sus generales le rogaron con vehemencia que reconsiderase su orden, optó por azotarle personalmente hasta casi dejarlo muerto, mientras cuatro esclavos sujetaban el ensangrentado cuerpo desnudo.
Por fin, tras cincuenta y tres días de asedio, se abrió brecha en la puerta de San Romano de Constantinopla, debido posiblemente a que cincuenta combatientes otomanos que se habían infiltrado en las murallas mal defendidas contribuyeron a allanar el camino a los sitiadores. De nada sirvió la resistencia heroica del último emperador, Constantino XI, y de sus hombres. Durante el saqueo de la ciudad, que duró varios días, fueron asesinados alrededor de 5.000 ciudadanos de todas las condiciones, y el resto de la población, casi 50.000 personas, fueron reducidas a la esclavitud. Mehmet, para divertirse, compró a sus hombres los nobles bizantinos que no habían podido escapar y les mandó ejecutar en su presencia, para a continuación reunir sus cabezas sobre una mesa expuesta al escarnio público. Constantinopla se había convertido en Estambul, y el sultán, a partir de entonces, fue llamado Hunkar, lo que quiere decir “bebedor de sangre”.
Pronto hizo honor al nuevo apelativo y dejó claro que iba a mandar como un auténtico autócrata. Primero ordenando matar al visir que tanto le había importunado al actuar de correveidile con su padre. Pero no hacían falta grandes cuestiones para provocar la ira asesina de Mehmet. Cualquier nimiedad podía desatarla. Al sultán, entre otras aficiones, le gustaba cultivar melones en su huerto, pero un día uno de sus sirvientes le robó cuatro de sus frutos. Indignado, preguntó quién había sido, y, como el terror hizo enmudecer al culpable, Mehmet ordenó que se abriese en canal uno a uno a todos sus pajes hasta que apareciesen en el estómago del desgraciado responsable los restos del melón; al final los encontraron en el sirviente que hacía el número catorce, para respiro de los que venían a continuación en el salvaje proceso de disección.
A pesar de todo, su crueldad no le impidió un cultivado refinamiento. Una de sus aficiones era la jardinería, dedicándose con especial pasión a las rosas –siempre llevaba una prendida en sus ropas–. También era un enamorado de la poesía, la arquitectura, la teología y, como hábil político, sabía ser tolerante con los cristianos y judíos, pero, eso sí, siempre que se le sometiesen sin rechistar. Era también amante de los buenos vinos y de los gatos. Era famosa su gata blanca de angora, llamada Zita. Esta gata era la única hembra que tenía el privilegio de dormir cada noche en su cama, pues Mehmet en el tema sexual era absolutamente promiscuo y no dudaba en hacer desfilar por su lecho a numerosos jóvenes de ambos sexos.
La gloria por haber tomado Constantinopla se le subió a la cabeza y comenzó a pensar en sí mismo como el mayor conquistador de todos los tiempos. Conforme a esta idea, decidió proseguir su expansión, tanto en Asia Menor como por los Balcanes. En ambos continentes desarrolló 25 campañas militares, casi todas victoriosas, que le dieron el control absoluto de Oriente. En su avance hacia el norte se enfrentó al monarca húngaro Juan Hunyadi, que aún resistía en Belgrado. En 1459 ahogó la última insurrección serbia; en 1463 conquistó Bosnia, matando a su rey, y en 1468 aplastó la rebelión de Jorge Kastriotis, conocido como Skandersberg, el legendario héroe albanés.
Una de sus luchas más duras la emprendió, curiosamente, en 1461 contra otro de los seres más crueles de la historia, el rey Vlad de Valaquia, llamado por los turcos el Empalador y conocido por sus súbditos como Drakul (diablo) y que ha pasado a la historia en la leyenda de Drácula. Cuentan que, antes de vencerle y destronarle, a Mehmet le hizo mucha gracia que su enemigo clavara los turbantes a las cabezas de unos enviados suyos que se habían negado a descubrirse ante el monarca de Valaquia. Poco más tarde, cuando volvió a desafiarle empalando a miles de prisioneros turcos, Mehmet lanzó elogios admirativos hacia ese acto asesino del Empalador, afirmando que un ser capaz de tales acciones sería difícil de vencer. Aunque, obviamente, esta admiración por las crueldades de Vlad no impidió que le diese muerte cuando cayó en sus manos mientras sometía toda Valaquia al Imperio Otomano.
Tras sus victoriosas campañas balcánicas, Mehmet ocupó la costa adriática expulsando a los venecianos de allí, sometió a Crimea y envió a su jefe tártaro como gobernador a Albania; expulsó también a los genoveses del mar Negro. Por el norte, sólo la angustiada Hungría del rey Matías Corvino, y Transilvania se le resistieron momentáneamente. En el mar, la suerte también sonreía a los turcos. Buena parte de las islas del Egeo cayeron en sus manos, y para que Venecia pudiese conservar algunos enclaves estratégicos y sus privilegios comerciales tuvo que pagar un impuesto a Mehmet de 10.000 ducados de oro anuales. Sólo la isla de Rodas, en manos de los caballeros hospitalarios de San Juan, resistió el asalto. Su expansión parecía no tener límites. En 1480, los turcos tomaron la ciudad de Otranto, en el tacón de Italia, exterminando a todos sus habitantes y sumiendo a toda la cristiandad en un ataque de pánico.
Sin duda todas estas conquistas fueron posibles, aparte de por la hábil dirección militar de Mehmet, por la calidad de las tropas otomanas. Entre ellas figuraba en lugar destacado el cuerpo de los jenízaros, sin duda la infantería más eficaz y combativa del mundo en aquellos años y que también nutría de servidores a la guardia personal del sultán. El cuerpo de jenízaros estaba formado por niños cristianos de entre siete y doce años que se habían destacado por su inteligencia y fortaleza. Eran reclutados a la fuerza en los territorios sometidos a los turcos y convertidos al islamismo por los santones derviches. Se les desarraigaba totalmente de su mundo afectivo y eran entrenados duramente en un ambiente de férrea disciplina e importantes privaciones. Tenían prohibido el matrimonio, tener dinero, disfrutar de cualquier lujo y estaban obligados a vivir en comunidad, por lo que pasaban a ser una especie de monjes guerreros que, al retirarse por la edad, recibían una pensión.
Pero por fin, para suerte de sus enemigos, Mehmet II moría en 1481, no se sabe si a causa de un ataque de gota o envenenado. Había sido un héroe para el Imperio Otomano, pero un demonio para la cristiandad y para todos los que se atrevieron a oponérsele. Con su muerte, los reinos cristianos y el Papa suspiraron aliviados, aunque la caída de Constantinopla quedó grabada a fuego en su memoria como una afrenta imborrable.
Juan Carlos Losada