Obra maestra de Enrique Ponce en Santander
El eco de «¡torero, torero!» retumbaba en el Sardinero. La plaza de Cuatro Caminos se caía literalmente. Un temblor sacudía los tendidos de tan estruendosos aplausos: se tambaleaban hasta la teclas del ordenador y el ratón pasó a mejor vida directamente. «¡Fuera la tecnología! ¡Viva el arte!», se oyó en el palco de al lado. El artífice de tal locura era Enrique Ponce, que provocó un éxtasis colectivo. Otra vez, como hace dos años en su laureada faena a «Bendecidito», bajo los sones de «La Misión». Ponce, artista por los cuatro costados y que sería capaz de inspirarse hasta con el último reguetón del verano, parece crecerse con las notas de Morricone. Una delicia para los sentidos tal comunión.
Pocos hubiesen jugado en el Casino de Santander ni un puñado de dólares por «Guardaperros», que así se llamaba un garcigrande que renqueó de los cuartos traseros. Herrado con el número 58, negro girón, lucero y rabicano, fue a más en las sabias manos del torero que, si los toros hablaran, pedirían en el sorteo. Ponce, sin fortuna con su deslucido primero, brindó al público. Tanteo de almíbar y un estético cambio de mano en el inicio. Enmudecieron incluso los que habían solicitado el pañuelo verde, expectantes ante los «posibles» logros de Ponce. ¿Posibles?
¿Todavía había dudas? Distraído el noblote toro, el valenciano lo prendió en sus telas. Sonaron entonces las notas de Morricone y, como en la película de Roland Joffé, la misión se antojaba difícil. Pero nada parece inalcanzable para el torero de Chiva. Con una gran puesta en escena, lo pulséo sobre la derecha, rotando como un compás. Se acompasó en un molinete al ritmo de la música, como si la muleta enroscada fuera su pareja de baile, y tiró de «Guardaperros» con templanza. Y allí, en el mismo escenario de «Bendecidito», frente al «6», se recreó en las poncinas, que son ya un clásico en sus obras maestras. Los gritos de delirio «reptaban» por los tendidos como amantes bajo las sábanas.
Mientras tanto, resplandecían las circunferencias de Ponce sobre la oscura arena. El toro, en sus manos; Cuatro Caminos, a sus pies. Cuando se dirigió a por la espada, disparó su mirada al cielo, en un mensaje íntimo que solo él conoce. Se acercó al garcigrande y, cual director de orquesta, pidió el silencio de la banda. Torería en los ayudados para cuadrar a «Guardaperros», al que se tiró a matar con fe. Aunque la estocada cayó defectuosa, las dos orejas eran premio seguro: ¡menuda había armado! La vuelta al ruedo fue apoteósica: «¡Torero, torero!» De momento, capítulo con tal pasión no se ha vivido en la Feria.
Fue una tarde triunfal con un conjunto de Garcigrande de agradables hechuras en general (más de uno de justa presencia y cara) y que no terminó de romper (aunque alguno apuntó buena condición). La terna puso todo y más, por encima del ganado. El Juli, que formó un auténtico alboroto al segundo y sumó dos soberbias faenas, y Ginés Marín, muy decidido, cortaron una oreja a cada toro de su lote. Triple puerta grande, marcada por las magistrales notas de «La Misión» de Ponce.