Acabo de verte, mísero elefante, haciendo inauditos esfuerzos con tu trompa, dolorosamente encogida por el reúma, para recoger los cacahuetes que te dan los tuyos. ¿Qué haces ahí, pobre ex fiera? Si mañana, por otro azar del destino, encadenaras tu supervivencia a la nuestra, sólo podrías llegar por tu propio esfuerzo hasta el antro de Chueca, y si asuntos inopinados exigiesen tu presencia en la madrileña calle García Gutiérrez, donde la Audiencia Nacional, tendrías que arrastrar lenta y patéticamente a tu entero rebaño.

En realidad, cadudo paquidermo, lo que a ti te sucede les ocurre también a tus compañeros de otras manadas extranjeras, que parecen haber sido paridos por los peores bichos de la jungla, y por eso da muchísima pena escuchar sus barritos revolucionarios allí donde la selva huele a mango y a guayaba.

Pero tu caso es distinto, ancianete. Unas excavaciones recientes han demostrado que en un valle de tu selva natal existió, hace muchísimo tiempo, un campamento de cazadores de elefantes a los que, sin embargo, tú sobreviviste. Cantabria tiene, pues, honda tradición elefantiásica. Quizá pudiste costear tus estudios gracias al dinero que obtuvieron esos cazadores vendiendo trompas de tus hermanos. Nunca fuiste para ellos una fiera exótica, criada en lejanos países como el canguro o el oso polar. No. Antepasados tuyos dieron apasionados trompazos ayudando a los cazadores a tomar la cornisa cantábrica.

Pasaron los años y cambiaste de bandada sin aparente esfuerzo. Tal vez nadaríamos hoy en la abundancia si los elefantes de tu manada, con una sed de siglos, no hubiesen consumido ingentes cantidades de agua, dejando los cauces para nuestro progreso económico en su actual e inofensiva anemia.

Abnegadamente llevas años y años prestando tu servicio como fiera nacional. A tu trompa la han temido muchas personalidades conocidas y por delante de tus ojos tristes de burócrata irredento pasó la efigie chuslesca de José Amedo; el tren de la muerte donde a escobazo limpio nos aterrorizó la bruja francesa; la bulimia teatrera de Iñaki de Juana Chaos; la gracia pizpireta de la Pajín; el fingido vuelo de los gavilanes…

Sabemos que los cacahuetes que te dan los tuyos te sientan como un tiro, pues tu estómago está pocho y sólo digiere bien las sopitas de leche. Pedimos por tanto que te jubilen inmediatamente. Que te permitan refugiarte en los derechos pasivos máximos. Tu pobre piel rugosa, amarillenta ya por el tinte de los años, está pidiendo un relevo inmediato, una trompa más joven y mejor intencionada que archive con rapidez en su estómago los cacahuetes que tú digieres tan dolorosamente. Amigo proboscidio, no pretendas conmovernos ni prolongar el dolor que nos aflije desde que tu manada, llenita de elefantes resentidos, usufructuó el mando de la selva de la peor manera posible.

No te enfades, querido elefante; pero, por humanidad, por todos nosotros, por el propio interés de tus hermanos paquidermos que no tienen tu mala memoria, solicitamos que te ingresen en el Jardín Zoológico de la Historia, lo más cerca posible del basurero. Y aunque el elefante no lea estas líneas, me despido de él, sin rencor, agitando las manos. Afectuosamente.