Feliz Navidad
Luis Ventoso.- Siempre que se vuelve a leer el relato de los evangelistas sobre el nacimiento de Jesús se siente lo mismo: sorprende lo sugerente, profundo y extraordinario que resulta para lo breve que es. El día más importante de la historia, aquel en el que Dios se hizo hombre para rescatarnos de nuestras inevitables flaquezas, caídas y barbaridades, se cuenta con una claridad límpida, al alcance de cualquiera.
El viaje en tiempos del poderosísimo César Augusto para empadronarse en Belén, de donde procedía la estirpe de David, que era la de José. El anuncio del ángel, con su formidable y alegre noticia de que viene el salvador. La modestia simbólica del pesebre, pues Dios no elige cuna de caoba y paños suntuosos. La adoración de los Reyes Magos, unos sabios simpaticones que saben lo que se hacen y entienden al instante la trascendencia única de lo que está sucediendo. Y también la furia asesina de Herodes, que obliga a los jóvenes padres a huir a Egipto para salvar a su hijo.
Pero el infinito alcance de los hechos queda especialmente claro en el sucinto pasaje de Lucas que recoge la proclama del ángel: «Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo, hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo, el Señor».
«Para todo el pueblo». La misión salvífica de Jesús no deja, por tanto, a nadie fuera. Por eso la humanidad entera está hoy de celebración, incluso los que no creen. Y por eso, si queremos ser cristianos, no conviene poner tachones preventivos a determinados prójimos, como hacen credos como el mahometano. Los cristianos creemos que Jesús es totalmente hombre y totalmente Dios. Además de haber sido un personaje histórico, afirmamos que es el hijo de Dios que vino a la tierra para redimir a la humanidad. Algo que cada vez cuesta más enunciar tal y como es, con voces en aumento que dejan a Jesús en un ser extraordinario, un gran maestro, pero sin reconocerle sus atributos divinos. El Papá León acaba de alertar con acierto sobre ese retorno del arrianismo.
Los ancianos olvidados, tan abandonados que solo conversan con su televisor. Los enfermos que ahora mismo están sufriendo crueles padecimientos amarrados a un gotero, o los que arrastran una dolencia crónica. Los niños de las guerras y del hambre, que nos remueven la conciencia cuando nos molestamos en asumir que existen. Los chavales que sufren en tantos hogares reventados por la plaga de los divorcios. Los policías y los presos. Los santos y los malvados. La buena noticia es para todos. Ya nadie está solo, ni abandonado a su suerte e impotencia. Y ya nadie está condenado, porque ha nacido el que aceptará morir en el más cruel de los suplicios para limpiar nuestras faltas.
En estas horas nos acordamos de manera especial de los ausentes, de nuestros muertos, y también de los amigos y conocidos que se enfrentan a la enfermedad (capítulo en el que hay que incluir una de las extendidas de nuestra era: la sorda epidemia soledad). Para todos va el deseo de una feliz Navidad. Y por supuesto, también para ustedes, los que nos leen, sin los que escribir, supondría un perfecto absurdo, algo así como lanzar una botella con un mensaje al océano sin esperanza alguna de recibir retorno.
Dios ha nacido. Feliz Navidad. En realidad no hace falta decir nada más.











