Dorina Svet, la artesana de la belleza
David Espriu.- La oscuridad del Teatro Principal de Valencia es un océano de terciopelo negro. Desde el patio de butacas vacío, solo dos islas de luz se recortan en el inmenso escenario: dos sillas de madera noble, con dorados desgastados por el tiempo, esperan sobre la moqueta roja sangre. El silencio tiene peso, el mismo que precede al primer acorde de una ópera.
Y entonces, ella aparece. No entra, se materializa en el cono de luz. Dorina Svet. Lleva un vestido negro que es una lección de anatomía y elegancia; un escote que no provoca, sino que afirma. Sus tacones de aguja, de esos doce centímetros que midió con precisión de orfebre, clavan su presencia en el mundo con un “click” sordo sobre la moqueta. Los toques dorados y rojo vino en su atuendo brillan como los últimos rescoldos de un fuego interior. Se sienta. La madera de la silla cruje un saludo antiguo. La belleza, en este instante, deja de ser un adjetivo para convertirse en la gravedad que curva el espacio a su alrededor.

David: Dorina, perdona que empiece por lo obvio, pero es inevitable. Te miro en este teatro vacío, en esta luz que parece hecha a medida, y pienso que normalmente el arte está en las paredes. Hoy, el arte ha bajado del cuadro para sentarse frente a mí. Hay una puesta en escena en tu sola manera de habitar un espacio. ¿Eres consciente de ello? ¿O es sólo otra forma de tu pintura, donde el cuerpo es el lienzo y la vida el pigmento?
Dorina: (La sonrisa nace en sus ojos, esos que ha dicho que no tienen un solo color. Es una sonrisa que entiende el juego). La vida es la primera obra, David. El vestido, el tacón, la forma en que ocupo esta silla… son pinceladas. Lo aprendí en la panadería de Moldavia, amasando el pan con mis hermanas: la forma debe ser bella, cuidada, para que el contenido se antoje, para que merezca la pena. Aquello no era harina y agua; era la primera materia prima.
David: De la masa del pan a la masa muscular del gimnasio. Dijiste que levantas pesas para “mantener las formas femeninas». No hablas de delgadez, sino de forma. De escultura. ¿Es ese el vínculo? ¿Que tu cuerpo y tus cuadros son actos de creación donde lo femenino es una fuerza, no una fragilidad?

Dorina: Exacto. Es la misma lucha. Contra el tiempo, contra la gravedad, contra la dejadez. El pincel pesa. El lienzo te resiste. El músculo quema. Pero al final, queda una línea. Clara, definida. En el cuadro y en el hombro. Es el triunfo de la voluntad sobre la materia. Yo no pinto sensaciones bonitas; pinto la tensión que hay detrás de la belleza.
David: Esa tensión… ¿nace de tus etapas? De la niña que vendía ropa y pan en Moldova, a la mujer que pinta en Valencia o inspira en París.
Dorina: Son la misma persona. La que envolvía un pan con cuidado es la que ahora cuida el acabado de un óleo. La que persuadía a un cliente para que se llevara un jersey, hoy persuade a la luz para que juegue con el pigmento. Todo es creatividad, en el fondo. Crear una imagen, una emoción, un pedazo de tu verdad. En la panadería creabas calor, hogar. En el arte, creas una parte de tu mirada.
David: Háblame de esa mirada. Dices que estudias «cómo el ojo humano reacciona a los estímulos». Suena a científica de la belleza.
Dorina: (Se inclina hacia delante, los codos en los reposabrazos dorados). Sí. No me interesa solo lo que pinto, sino lo que ocurre aquí (se lleva los dedos a la sien). ¿Por qué el azul y el rojo, mis colores, vibran? Porque son polos. El azul es el cielo, la profundidad; el rojo es la sangre, la vida. Juegas con ellos y creas un latido en la retina. Mi etapa anterior era más… explosiva. Quería que el color gritara. Ahora busco que cante. Que tenga matices, que esconda un susurro bajo el grito. Como este teatro: parece vacío, pero si aguzas el oído, escuchas los ecos de todos los aplausos.
David: Y en ese coro de ecos, llegan los encargos: pintar un Lamborghini, un retrato sobre una chaqueta en un club… ¿No temes que lo comercial ahogue lo espiritual que dices buscar?
Dorina: (Ríe, un sonido claro que rompe la solemnidad del teatro). ¡Al contrario! El Lamborghini era un reto. Un lienzo móvil, curvado, reflectante. ¿Cómo domas eso? Es como pintar sobre un espejo que se mueve a 300 km/h. Y la chaqueta en París… fue pintar sobre la piel de alguien, literalmente. El lujo no está en el objeto, David. Está en llevar arte a donde no se espera. Eso es revolución. Es plantar un jardín en medio del asfalto.
David: Un jardín que riegas tú sola. Autónoma, sin galerías que te contengan…
Dorina: La Galería Del Sol es mi aliada, no mi dueña. Pero sí, mi estudio es mi reino. Como mis hermanas pequeñas, que dependían de mí. Ahora dependo de mí. Es aterrador y maravilloso. Cada “no» que recibí vendiendo pan me enseñó a creer en mi siguiente «sí».
David: Y en ese futuro, el «sí» que más deseas oír es…
Dorina: Que mi pintura toque a alguien. No que le guste, que le toque. Que vea uno de mis rojos y recuerde el sabor de algo que amó y perdió. Que sienta que esa línea poderosa es la firma de una mujer que no se rompe. Que viene de un pueblo frío, amasó pan, y ahora calienta retinas con sus colores. Eso. Ser una artesana apreciada. No una estrella. Una artesana.
David: Como la artesana de su propia imagen esta noche. Con ese vestido que es un cuadro andante.
Dorina: Este vestido es mi armadura y mi bandera. El negro es el lienzo; el dorado, la luz que capturo; el rojo oscuro… ese es el corazón. El que bombea cuando siento la potencia de un motor o la resistencia de un lienzo en blanco. Potencia. Esa es la palabra. La quiero en todo.

David: Una última pincelada para este retrato, Dorina. Cuando te levantes y esa luz se apague, cuando el teatro recupere su silencio vacío… ¿qué huella quieres que quede en esta butaca donde ahora estás sentada?
Dorina: (Se levanta lentamente. El click de sus tacones en la moqueta suena a punto final, a afirmación). La huella de una mujer que no tuvo miedo a ocupar su espacio. Ni en un cuadro, ni en un teatro, ni en el mundo. La huella de quien sabe que la belleza no es un regalo, es una conquista.
Y yo he venido a conquistarlo todo. Da media vuelta y camina hacia la oscuridad, desapareciendo en ella como un cuadro cuyo último trazo acaba de secarse. El teatro se queda con su eco, con la vibración del rojo y el azul que ha dejado flotando en el aire. No ha pintado nada, pero lo ha llenado todo












