Escándalo en el hospital público de Torrejón (Video comentario de Joaquín Abad)
La noticia filtrada desde el hospital público de Torrejón, del grupo sanitario Ribera Salud, es de las que deberían estremecer al país entero: la empresa privada que gestiona el centro despidió a cuatro directivos que habían tenido la osadía de denunciar una orden tan inmoral como peligrosa: rechazar pacientes complejos y alargar las listas de espera para reducir gastos y aumentar los beneficios. Es decir, utilizar un hospital —un hospital público, sostenido con dinero de todos— como si fuera una fábrica de márgenes financieros donde las personas dejan de ser personas para convertirse en “costes a evitar”. Esto, en un Estado social que presume de servicios públicos universales, no es un incidente administrativo: es una señal de alarma roja sobre el futuro del modelo sanitario español.
Porque lo verdaderamente inquietante no es solo el caso de Torrejón, sino la pregunta que se abre de inmediato: ¿y si esta práctica no es una excepción, sino un modo de operar que se extiende silenciosamente por otros hospitales concertados? ¿Cuántos centros están aplicando criterios económicos para decidir quién entra y quién no, quién merece ser tratado y quién es demasiado costoso?
El grupo sanitario Ribera Salud tiene hospitales, aparte de en la comunicad de Madrid, en Galicia, en Asturias, en Extremadura. En Aragón, en Murcia y en la Comunidad de Valencia. En total trece hospitales.
Cuando a un gestor se le mide por “rentabilidad”, cuando la prioridad deja de ser la vida y pasa a ser el balance, lo inevitable es que el enfermo deja de ser ciudadano y pasa a ser mercancía. Y la mercancía, cuando es cara, se descarta.
Este modelo, si se normaliza, nos lleva a un escenario peligroso: ancianos descartados por ser “complejos”, pacientes crónicos rechazados por “poco rentables”, personas en situaciones graves derivadas una y otra vez hasta que acaban en listas de espera interminables o abandonadas en la puerta de urgencias de otro hospital que ya no puede absorber más carga. Es la deshumanización absoluta disfrazada de gestión eficiente. Y cuando una sociedad acepta esto, empieza a caminar por la pendiente resbaladiza en la que la dignidad humana vale menos que un Excel.
Durante décadas, España tuvo un modelo sanitario reconocido como uno de los mejores del mundo precisamente porque se basaba en un principio sencillo: aquí se atiende a quien lo necesita, no a quien deja más dinero. Ese espíritu está siendo erosionado desde dentro por modelos de concesión que funcionan con la lógica del mercado: abaratar, reducir, externalizar, presionar al personal y eliminar todo aquello que “no produce”. Pero un hospital no es una empresa de paquetería. En un hospital no se decide si un paciente vive o muere en función del coste que genera. Eso no es administración: eso es una perversión ética.
Lo que ocurrió en Torrejón demuestra además otra realidad igualmente grave: quien intenta hacer lo correcto es castigado. Cuatro directivos despedidos por negarse a permitir que un hospital público rechace pacientes por razones económicas. No por negligencia, no por mala praxis, no por incapacidad: por ética. ¿En qué clase de sistema sanitario estamos entrando cuando decir la verdad y defender a los pacientes se paga con la expulsión?
España debe reaccionar a tiempo. La sanidad pública no puede convertirse en un circuito de negocio donde los centros compiten por enfermos “fáciles” y expulsan por la puerta de atrás a los pacientes caros. Si ese modelo se extiende —y todo apunta a que ya está infiltrado en demasiados lugares—, la consecuencia será un país donde los ciudadanos enferman dos veces: la primera, del cuerpo; la segunda, de un sistema que los abandona. Y esa enfermedad sí que no tiene cura.
La sociedad española no puede permitir que el dinero decida quién merece vivir y quién resulta demasiado costoso para ser atendido. Un hospital que rechaza pacientes no es un hospital: es un negocio disfrazado de servicio público. Y si no se actúa ahora, pronto descubriremos que lo de Torrejón no fue una excepción, sino un aviso. Un aviso de que, si seguimos callados, mañana cualquiera de nosotros podrá ser considerado un gasto a recortar.











