El atronador silencio de las empoderadas mujeres progresistas
En los últimos años, meses, semanas… la sociedad española ha asistido a una sucesión de escándalos políticos y sociales que han puesto a prueba la coherencia y la integridad de quienes, desde las instituciones y la esfera pública, se presentan como defensoras de los derechos de la mujer. Sin embargo, entre todas las tropelías y presuntos delitos conocidos, hay uno que destaca no solo por su vileza, sino por el eco ensordecedor de quienes, se suponía, deberían alzar la voz: el silencio de las mujeres progresistas empoderadas ante la denigración de la mujer desde las propias cúpulas del poder.
El reciente escándalo que involucra a altos cargos del Gobierno, sorprendidos en conversaciones privadas donde se referían a mujeres públicas como si de mercancía se tratase, ha causado repulsión generalizada. No solo por el lenguaje soez y deshumanizador, sino por la naturalidad con la que se intercambiaban comentarios propios de un burdel, como si el hecho de que tales prácticas se financiaran con dinero público fuera apenas un detalle anecdótico. Sus repugnantes descripciones y su inhumana indiferencia hacia la mujer revelan la miserable condición de quienes hasta hace poco han ocupado las cúpulas del Gobierno y del partido que lo sustenta, al tiempo que sugieren, sin duda posible, una relación habitual entre esos malnacidos con el mundo de la prostitución y, encima, a cargo del erario público.
No se trata aquí de abrir un debate sobre la abolición de la prostitución —que el PSOE tiene prometida—, ni de recordar las opiniones de quienes siguen considerando los burdeles tan útiles para la sociedad como las cloacas para la salud pública. La cuestión de fondo es otra: ¿cómo explicar que la legión de mujeres “empoderadas” que viven de la nómina pública, encargadas de defender el respeto a la mujer, no hayan dejado oír su trino desgarrado?
Sin embargo, cuando las tropelías, el abuso, el acoso o incluso la violencia sexual provienen de sus propios compañeros de partido —ya sean socialistas, comunistas, filoterroristas o separatistas—, la reacción es, de nuevo, el silencio o la justificación. Se relativizan los hechos, se buscan excusas, se apela a la presunción de inocencia o, directamente, se mira hacia otro lado. El feminismo, así, se convierte en un arma arrojadiza que solo se blande cuando conviene, y se guarda en el cajón cuando amenaza con salpicar a los propios.
Esta actitud no solo erosiona la credibilidad del movimiento feminista institucional, sino que perpetúa la impunidad de quienes, amparados por el poder y la complicidad de sus correligionarias, siguen actuando con total desparpajo. La incoherencia es evidente: se exige mano dura y transparencia con los enemigos políticos, pero se practica la indulgencia y el silencio con los aliados.
¿Dónde quedan, entonces, los principios? ¿Dónde la defensa incondicional de la dignidad y los derechos de la mujer? ¿Acaso la integridad femenina es menos valiosa si el agresor es “de los nuestros”? ¿No merecen las víctimas el mismo apoyo y la misma denuncia, independientemente del color político de su verdugo?
traiciona los principios feministas, sino que perpetúa la desigualdad y la violencia contra las mujeres en nombre de una supuesta tolerancia o estrategia política.
El resultado es un feminismo oficialista secuestrado por el sectarismo, incapaz de alzar la voz cuando más falta hace. Un feminismo que, lejos de ser motor de cambio y justicia, se convierte en cómplice por omisión, en guardián de los intereses del partido antes que de los derechos de las mujeres.
Esta complicidad, ya sea por acción o por omisión, representa una traición a la causa que dicen defender. Porque la dignidad, el respeto y la justicia no entienden de partidos, de culturas ni de ideologías. Y porque, al final, la peor violencia es la que se perpetra con la complicidad del silencio.
El atronador silencio de las empoderadas mujeres progresistas ante los abusos de los suyos, así como la justificación o relativización de prácticas opresivas en nombre del multiculturalismo o de alianzas políticas, no solo es un escándalo, sino una traición a la causa feminista. Porque la lucha por la igualdad y el respeto no debería entender de colores políticos ni de lealtades partidistas, ni mucho menos de relativismos culturales interesados. Y porque, cuando el silencio se convierte en norma, la complicidad deja de ser una sospecha para convertirse en certeza.











