Miguel Ángel Gallardo, el candidato socialista extremeño bajo sospecha: imputado por tráfico de influencias mientras pide regeneración política
Ignacio Andrade.- En política, el abuso de poder no suele anunciarse con estridencias: llega envuelto en papeles oficiales, sellos administrativos y sonrisas de despacho. En Extremadura, el caso del socialista Miguel Ángel Gallardo es el ejemplo más reciente —y quizá más descarado— de cómo algunos dirigentes convierten las instituciones en un tablero privado donde mueven fichas familiares, amistosas y partidistas a conveniencia.
Gallardo llegó al frente del PSOE extremeño rodeado de polémica. Diversas voces señalan que su elección refleja más una estrategia de supervivencia del aparato partidario que un proyecto basado en ética y transparencia. La decisión ha sido percibida como un intento de consolidar poder, incluso frente a las reservas de miembros históricos del partido.
A esto se suma la sombra de la controversia: aunque no se le han dictado condenas, su historial ha sido cuestionado por adversarios y sectores críticos de la sociedad. La pregunta que surge es inevitable: ¿cómo puede un partido que predica regeneración política respaldar un perfil tan cuestionado?
La investigación judicial por la creación de una plaza pública supuestamente diseñada a medida del hermano del presidente del Gobierno no es un capítulo menor en la crónica regional: es un síntoma de un modo de gobernar que se ha vuelto tóxico. La prevaricación y el tráfico de influencias no son meros tecnicismos jurídicos; son el nombre elegante del viejo vicio político que los extremeños conocen demasiado bien: el favor, el enchufe y la puerta trasera.
Pero si el presunto traje administrativo hecho para David Sánchez ya es indignante, lo que vino después es todavía peor. La maniobra de Gallardo para aforarse exprés —dimitiendo de un cargo para colocarse rápidamente en otro con blindaje judicial— no solo revela nerviosismo: revela un profundo desprecio por la idea de que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley.
Ese movimiento, corregido y devuelto por el Tribunal Superior como un “fraude de ley”, deja en evidencia algo que Gallardo no puede maquillar con discursos de victimismo: que su primera preocupación no fue aclarar los hechos, sino protegerse de ellos.
El PSOE extremeño pretende que creamos que todo es una persecución mediática, una conspiración de adversarios, una injusticia histórica. Pero el problema aquí no es la derecha, ni la prensa, ni la oposición. El problema es Gallardo. El problema es la cultura del poder que representa, un poder que se siente dueño de las instituciones, no su servidor; un poder que usa la maquinaria pública para pagar favores y fabricar puestos; un poder que se cree con derecho a un atajo que los ciudadanos no tienen.
Extremadura no puede permitirse que su nombre, ya demasiado castigado por años de atraso, despoblación y desconfianza política, se asocie ahora también con el nepotismo más rancio y la ingeniería legal más oportunista. La región necesita regeneración, no resignación; necesita instituciones limpias, no partidos que las utilicen como refugio.
Gallardo dice querer un juicio rápido. Extremadura quiere algo distinto: quiere políticos que no necesiten aforarse para dormir tranquilos. Quiere gobernantes que entiendan que la ética no es un adorno, sino la base de su legitimidad.
Un candidato que llega a la carrera electoral perseguido por la sombra de un puesto público presuntamente amañado y un aforamiento improvisado no puede pedir confianza: debe pedir disculpas. Y si le quedara un mínimo de respeto por los extremeños, sabría qué paso dar después de eso.
Porque la regeneración democrática empieza por lo más simple y lo más valiente: no presentarse cuando uno ya ha fallado.












El ¿socialismo o la caradura? en Extremadura en caída libre con el hermanísimo y este elemento defendiéndose su puesto también. La degeneración en grado superlativo. Imagino que nadie con sentido común votaría a este y al hermanísimo.