La corrupción periodística: El cuarto poder, de rodillas (Video de Joaquín Abad)
Hay una diferencia abismal entre informar y servir. Durante los últimos años, buena parte del periodismo español ha confundido ambas cosas hasta el punto de convertirse en altavoz del poder, más preocupado por sostener el relato oficial que por fiscalizarlo. El fenómeno del periodismo sanchista —esa corriente de redactores, tertulianos y columnistas que orbitan en torno al Gobierno como satélites obedientes— es uno de los síntomas más claros del deterioro democrático que vive España.
El problema no es solo ideológico, sino estructural. La independencia periodística se ha visto reemplazada por la dependencia económica de los medios respecto al poder político: subvenciones, campañas institucionales, publicidad pública… Una mano invisible que reparte favores y castigos en función de la docilidad de cada medio. Y muchos, demasiados, han optado por mirar hacia otro lado mientras los hechos se pliegan a la conveniencia del Ejecutivo.
Así, titulares diseñados para proteger al presidente, silencios calculados ante los escándalos, eufemismos para maquillar crisis y desastres se han convertido en rutina. El periodismo que debería incomodar al poder se ha vuelto su cómplice más fiel. En lugar de investigar, repite consignas. En lugar de contrastar, interpreta al dictado. En lugar de preguntar, aplaude.
La propaganda ha desplazado a la información, y la opinión disfrazada de noticia ha contaminado el debate público. Quien disiente del relato oficial es etiquetado como “ultra”, “facha” o “antidemócrata”. El lenguaje, que debería servir para explicar, se ha convertido en un arma para estigmatizar. Y los guardianes de la verdad han acabado actuando como comisarios políticos.
Lo más grave es que este servilismo mediático no solo erosiona la credibilidad de los periodistas, sino también la confianza del ciudadano en la prensa como institución. Cuando el periodista se convierte en militante, la verdad se convierte en una herramienta de partido. Y cuando eso ocurre, el poder deja de tener contrapesos reales.
España necesita un periodismo libre, incómodo y valiente, no una corte de opinadores al servicio del líder de turno. La democracia no se defiende con obediencia, sino con preguntas incómodas, con hechos contrastados y con la valentía de decir lo que no gusta oír. Y eso, precisamente eso, es lo que muchos medios han decidido abandonar por una dosis de poder, una subvención o una palmada desde Moncloa.
Mientras sigan existiendo periodistas dispuestos a arrodillarse ante el Gobierno, la libertad de prensa será solo una frase bonita en los manuales de ética.











