Usar las lágrimas para llenar las urnas
Mayte Alcaraz.- Un funeral debería ser una oportunidad para el recogimiento, para el homenaje a las víctimas, para la empatía de todos aquellos que sin sufrir pérdidas en su entorno sienten las ajenas como propias. Si además ese funeral es de Estado tendría que manifestarse como un ejemplo de la unidad, del consenso, de la capacidad pública de aparcar divisiones e ir de la mano pensando solamente en la fuerza de una sociedad que reconoce en sus víctimas a unos héroes que han muerto en nombre de todos nosotros. Hasta aquí el deber ser. El ser es mucho más triste, menos edificante, nada caritativo. El funeral de hoy por los 229 muertos en las riadas de Valencia va a ser organizado paradójicamente por el arquitecto del cisma de esta España, donde casi todo ha servido para el guerracivilismo: un vertido de petróleo en la costa gallega, un acto terrorista del yihadismo, una letal pandemia, una lengua de lava en La Palma, la peor ola de incendios en cuatro décadas o la inundación mortal de hoy hace un año.
Aquel presidente que quiere ser recordado por desenterrar a Franco y que, con la misma pala, intenta inhumar a jueces, periodistas, fiscales, agentes de la UCO –y de paso a Feijóo y a Abascal–, es decir, a los que están al otro lado del muro que ha levantado él con sus propias manitas, se erige en líder de un acto en el que va a usar a los deudos de la riada para encizañarlos contra Carlos Mazón. Porque nada le gustaría más que cobrarse ese muerto político. Precisamente quien no es más que un zombi maquillado como una puerta, que no vive sino para vegetar en el poder, tendría en sus manos haber aparcado los desencuentros y hasta la justa censura a la inacción del barón valenciano, para abrir una puerta a la unidad y a la grandeza de un Estado, necesitado de ser indultado por aquellos a los que ese poder político –en todas sus versiones, también en la de su Gobierno nacional– les falló.
Desde que Zapatero, el Gepetto del Pinocho Sánchez, asomó por nuestras vidas al calor del 11-M, ese ha sido nuestro sino: cualquier desgracia, cualquier calamidad, cualquier tumba a la que sacarle rédito ha sido pasto del oportunismo de la izquierda. El atentado de 2004 no solo rompió consensos, sino que legitimó excluir al rival político, asesinarlo civilmente a base de la agitación en las calles, hasta cancelarle. O, en todo caso, mandarlo a las galeras de la oposición. Luego llegaría la pandemia, con el Gobierno más cainita de la historia, que rentabilizó nuestro miedo al contagio para encerrarnos ilegalmente en casa y protagonizar la peor gestión de la Covid de todo el mundo, exacerbando la división social y política.
El patrón es siempre el mismo: partir por la mitad al país cada vez que acontece una desgracia. En una lógica terriblemente española: cualquier trauma colectivo nos enfrenta, a diferencia de lo que sucede en otros países. Aquí la mezquindad de la izquierda es legendaria: solo se trata de redirigir la indignación de la sociedad contra el que está enfrente, tenga o no responsabilidad. El objetivo es siempre demonizar a uno de derechas que pase por ahí. De hecho, Pedro Sánchez recompensa entre sus filas a aquel que muestra cierta aptitud por desenfundar el cuchillo jamonero. Óscar Puente es uno de los agraciados.
Pedro ya solo sobrevive para seguir en la poltrona, como le recordó Carles. Aquí lo de la sartén al cazo va que ni pintado. Pero para prolongar la agonía del zombi de Moncloa hace falta que hoy griten a Mazón llamándole asesino. Y de paso que le recuerden a Feijóo que él es el culpable último. Las tragedias hay que aprovecharlas para sacar tajada; todo pirata quiere su botín y todo buitre su carroña. El funeral de hoy es de carácter laico, al más puro estilo sanchista. Al religioso celebrado el pasado 9 de diciembre por el Arzobispado de Valencia en la catedral de la capital del Turia no se dignó a ir el que con méritos propios es conocido como ‘el galgo de Paiporta’.
Y pensar que a ETA la derrotamos precisamente desde la unidad. Pero claro, a quién le interesa ahora los asesinatos de aquellas bestias, hoy blanqueadas, teniendo tantas lágrimas contemporáneas con las que llenar las urnas.











