Cuando la toga se mancha de ideología: PP y Vox deben fiscalizar a la fiscal socialista María Teresa Verdugo, titular de un alto cargo en el Ministerio de Igualdad

La ministra de Igualdad, Ana Redondo (d), junto la ex fiscal de odio de Málaga y en la actualidad alto cargo en su ministerio, María Teresa Verdugo.
En el marco de un Estado democrático, el poder judicial debe ser la frontera que protege al ciudadano del abuso. Sin embargo, en España, el llamado delito de odio ha terminado por convertirse en un instrumento de control ideológico, y pocas figuras representan esa deriva con tanta claridad como María Teresa Verdugo, fiscal especializada en delitos de odio y actual presidenta de la Autoridad Independiente para la Igualdad de Trato y la No Discriminación.
Lo que en su origen fue una herramienta para combatir la discriminación y proteger a minorías amenazadas, hoy se está transformando —bajo la gestión y la visión expansiva de fiscales como Verdugo— en una maquinaria institucional que castiga la disidencia, la crítica y la diferencia de pensamiento.
Delitos de odio: del amparo al dogma
La aplicación del artículo 510 del Código Penal, que tipifica los delitos de odio, exige una interpretación cuidadosa. Su objetivo es prevenir la incitación real a la violencia, no perseguir opiniones impopulares. Pero bajo la actuación de la Fiscalía de Odio que lidera Verdugo, el concepto se ha dilatado hasta incluir discursos críticos, ironías o manifestaciones religiosas.
Esa elasticidad interpretativa es peligrosa: cuanto más difuso es el límite, mayor es el margen de arbitrariedad.
Un ejemplo paradigmático fue el intento de procesar a los sacerdotes Ballester y Calvo y al director de AD por críticas al islamismo, en un caso en el que no se probó ni incitación ni violencia. El mensaje que se lanza es devastador: opinar puede costar un proceso penal. Así, la justicia se aleja de su función de garantizar derechos y se aproxima a la censura moral.
El nombramiento de Verdugo al frente de la Autoridad Independiente para la Igualdad de Trato agrava esa preocupación. No es solo una fiscal acusadora: ahora también dirige un organismo con poder sancionador y capacidad de investigación en materia de discriminación.
Cuando una misma persona acumula el poder de interpretar, acusar y sancionar, el riesgo para la seguridad jurídica se multiplica. En la práctica, se crea una figura con un poder transversal sobre el discurso público, difícilmente controlable por la ciudadanía o el Parlamento.
Esa concentración de competencias vulnera el principio básico de separación de poderes. No puede existir imparcialidad cuando quien define el “odio” también decide quién lo ha cometido.
Por ello es imperativo que tanto PP como Vox desautoricen el perfil de María Teresa Verdugo como el más indicado para ocupar un alto cargo en el Ministerio de Igualdad y la sometan a una labor de permanente vigilancia. Es deber de la oposición impedir que las decisiones de los gobernantes se toman no con base en la ley o el interés público, sino según la conveniencia personal, partidista o coyuntural.
La arbitrariedad como amenaza democrática
El problema no reside en la lucha contra el odio —una tarea necesaria—, sino en el modo en que se ejerce. En demasiadas ocasiones, las actuaciones de la Fiscalía de Odio han mostrado un patrón selectivo: un celo implacable ante determinados discursos, y una pasividad evidente ante otros.
Esa asimetría destruye la confianza pública en la justicia. Si la ley se aplica según afinidades ideológicas o sensibilidades políticas, deja de ser ley para convertirse en herramienta de poder.
Además, el efecto disuasorio sobre la libertad de expresión es evidente. Intelectuales, periodistas y ciudadanos comunes comienzan a autocensurarse por temor a ser denunciados. No porque inciten al odio, sino porque no saben qué interpretación hará la fiscalía. Ese clima de miedo no es compatible con una democracia madura.
La labor institucional de Verdugo se ha caracterizado por un discurso que confunde la defensa de los derechos con la imposición de una visión del mundo. El Estado no debe decirnos qué debemos pensar ni qué sentimientos son aceptables.
Cuando la fiscalía se convierte en árbitro de las emociones y del lenguaje, el resultado no es más tolerancia, sino más control y menos libertad. Se pasa de proteger a las minorías a vigilar a las mayorías, y de castigar la violencia real a perseguir las ideas disidentes.
Por una justicia neutral, no militante
Una democracia robusta necesita fiscales que apliquen la ley, no que la interpreten según la moda ideológica del momento. Necesita instituciones que defiendan los derechos de todos, no solo de los grupos afines al poder.
El caso de María Teresa Verdugo es el ejemplo más claro de cómo una causa legítima —la lucha contra el odio— puede ser secuestrada por la arbitrariedad y el activismo institucional.
Mientras la fiscalía se ocupe de perseguir opiniones y no delitos, el ciudadano estará cada vez menos protegido.
La justicia no puede ser una herramienta de moralización ni de adoctrinamiento. Si el Estado empieza a castigar lo que pensamos en lugar de lo que hacemos, ya no vive bajo la ley, sino bajo el miedo.












Es una incongruencia ir de feminista y defender el Islam.
Tanto como ir de progresista y no defender la vida.
Con cierta clase de gentu….. no es de extrañar
Todo lo contrario es una prevaricadora menos fuera de los Tribunales y el día que la echen ya no tendrá legitimidad para ejercer. Por lo tanto que vaya ocupe el cargo, se cierre el Ministerio de Desigualdad y así estas dos delincuentes que es lo que son como mucho que ejerzan la abogacía si es que su pasado no impiden que nadie las contrate. Dejen paso al verdugo o a la verduga.