Los toros, Patrimonio Cultural
Antonio Naranjo.- Nunca le he escuchado a un antitaurino oponerse con el único argumento ciertamente poderoso: no está bien que un ser humano se juegue la vida contra un majestuoso animal bravo, pertrechado con dos cuernos y 500 kilos para impulsarlos. El desprecio suele venir desde el brochazo gordo, como las pintadas del váter de un instituto contra la OTAN, el capitalismo o Israel: los que torean son unos torturadores y los que disfrutan unos psicópatas.
Es difícil, para un antitaurino ilustrado al menos si acaso existe, sostener más allá de tres segundos que un señor de 70 kilos calzado con manoletinas es más peligroso para un toro que el toro para él y que, si está ahí delante, es porque disfruta de la sangre: un mínimo de sensibilidad le llevaría, antes de rechazar el espectáculo, a reconocer que hay algo más en esa liturgia que ensalza la vida porque se juega la muerte. Y no hay protuberancias inguinales suficientes para decirle a un maestro en su cara, antes de echarse al albero, que es un asesino, salvo que seas idiota y tengas pista para huir corriendo.
El debate, pese a todo, puede tener sentido, como todos los debates, pero necesita de algo poco abundante en esta España de tertulianos improvisados, tan parecidos a los de verdad: sentido común y un respeto a la otra parte, animalizada en la misma medida en que se humaniza al animal.
El PSOE ha perdido la oportunidad de hacer algo de pedagogía al respecto cuando sus socios, esa tropa de independentistas y extremistas que se siente el pueblo elegido y solo son pueblerinos, ha intentado aprobar una ley para retirarle a la tauromaquia su condición de Patrimonio Cultural: no se opuso, simplemente se abstuvo, consciente de que aún quedan alcaldes socialistas en unos cuantos municipios de España que acabarían en el pilón si su partido se pusiera, también en esto, al lado de Bildu o de ERC.
Su postura ha arruinado la propuesta, solo rechazada por PP, Vox y UPN, pero deja en el camino una definición del sanchismo: ni sí ni no, sino todo lo contrario, a la espera de qué peaje hay que pagar para que Pedro siga vestido de luces en La Moncloa.
En realidad se oponían a la Fiesta Nacional porque define a España, que es lo que se quería abolir: los toros les dan igual, y las posibles muertes también en algunas latitudes ideológicas con complicidades sentimentales u operativas con casi 900 crímenes, como para ponerse estupendos por un bicho. La cuestión es que el toro representa a España y por eso le quieren retirar: un coso taurino es para ellos una pica en Flandes, una bandera de ocupación, un símbolo colonialista, como el Rey o la Constitución.
Los socialistas deberán hacerse mayores algún día y entender que ceder en los conceptos equivale a entregar las llaves de la caja fuerte de los valores y convertirlos en mercancía de estraperlo, en un cambalache obsceno que acaba siendo como las máquinas tragaperras: siempre acabas perdiendo.
Mientras, queda la mínima satisfacción de que la tauromaquia, que gestiona 1.600 millones de euros anuales y crea 60.000 empleos, seguirá siendo Patrimonio Nacional. Y que Ernesto Urtasun, el que quiere descolonizar museos porque piensa que Colón era peor que Moctezuma, se ha tenido que envainar su pequeño estoque, a la espera de que Sánchez necesite algo y reforme el Código Penal para que Manolete o Paquirri, a título póstumo y con carácter retroactivo, sean procesados por asesinos en serie, que si no Otegi se enfada.












