Orar por los jueces españoles
En las iglesias, en lugar de orar por los gobernantes, que son la escoria de España, deberíamos rezar por los jueces, que son la esperanza y los únicos que pueden acabar con la basura que domina nuestra nación.
Llevamos décadas orando por los gobernantes en las misas, sin éxito porque esa chusma cada día es peor que el anterior. Esa oración ineficaz es uno de los grandes fracasos del catolicismo porque los políticos, a pesar de las oraciones masivas, son cada día más corruptos y repugnantes.
Con la Monarquía acobardada y sometida al sanchismo, las Fuerzas Armadas vergonzosamente domesticadas por el gobierno, otras muchas instituciones vitales ocupadas por el sanchismo corruptor y el pueblo español castrado por la cobardía e incapaz de poner fin a la orgía antidemocrática y dictatorial del poder, la única esperanza sólida de cambio y regeneración en España son los jueces independientes, que por el momento resisten y parecen capaces de encarcelar a los miserables que mal gobiernan y destrozan España.
Estos jueces, guardianes de la última frontera de la justicia, han demostrado con su independencia un coraje que escasea en los salones del poder. En un panorama donde los fiscales se doblegan ante el Ejecutivo y los políticos corruptos se blindan con leyes a medida, son ellos quienes, con togas impolutas y sentencias inexorables, han comenzado a desmontar el entramado de impunidad que asfixia al país.
Casos emblemáticos de abuso de poder, malversación, prevaricación y traición a la patria acumulan ya pilas de expedientes que, de prosperar, podrían arrastrar al abismo a los arquitectos de esta deriva autoritaria. No es casualidad que el sanchismo, en su pánico cerval, intente reformar el Consejo General del Poder Judicial o demonizar a la judicatura como “fachas”; es el rugido de la bestia herida que presiente su fin inminente.
Pero esta esperanza de justicia no es un mero paréntesis en la agonía nacional; es el germen de una regeneración profunda que podría extenderse como un incendio purificador. Imagínese el efecto dominó: una condena aquí, un embargo allá, y de pronto, las cloacas del Estado expuestas al sol cegador de la verdad. Los miserables que hoy se pavonean en Moncloa, rodeados de su corte de lameculos y paniaguados, verían cómo sus fortunas ilícitas se evaporan y sus privilegios se convierten en grilletes.
El pueblo, ese gigante dormido por décadas de resignación y manipulación mediática, podría entonces despertar, no con la violencia de las calles, sino con la fuerza serena de la ley restaurada.
Los jueces independientes no solo encarcelan; siembran la semilla de una España limpia, donde el honor vuelva a ser el eje de la gobernanza y no un recuerdo nostálgico. Sin embargo, el tiempo apremia y la resistencia judicial no es invulnerable. Si el sanchismo logra su asalto final al Poder Judicial, o si la cobardía colectiva permite que la corrupción se enquiste aún más, esa llama de esperanza se apagará en la oscuridad de un régimen perpetuo.
Es imperativo, pues, que los españoles honrados —aquellos que aún conservan un ápice de dignidad— apoyen a estos magistrados con vigilancia incansable, denuncias valientes y un clamor unificado por la independencia judicial. Solo así, desde las aulas de los tribunales, nacerá la aurora de una nación redimida, donde la justicia no sea un lujo, sino el pilar inquebrantable de la libertad.











