Cobarde hdp
Gonzalo Cabello de los Cobos.- Hay cosas que me resultan intolerables. Situaciones que ponen a mi psique en alerta y que, de inmediato, me hacen detestar a quien las protagoniza: maltratar a un indefenso, burlarse de un mendigo o hablar con desprecio a un camarero. Siempre se repite el mismo patrón: individuos mezquinos que, desde una posición de aparente superioridad, aprovechan su ventaja para humillar al débil. A todos ellos les dedico mi absoluto desprecio. Me repugnan.
Cada vez que presencio una escena así se me revuelven las entrañas y una ira descontrolada me consume. Imagino que, a ustedes, personas con principios que leen El Debate, también les habrá ocurrido: la sangre hierve, la cabeza palpita y un instinto atávico amenaza con tomar el control. Solo la mente, si uno tiene la fortuna de conservarla, logra templar ese impulso y devolver la calma.
He vivido demasiados episodios de este tipo. Recuerdo, por ejemplo, una cena con una niña a la que apenas conocía. De pronto, sin motivo, trató con desprecio brutal al camarero por una nimiedad absurda: «No me extraña que seas camarero: eres estúpido», soltó. Me levanté inmediatamente y me disculpé con él por el comportamiento atroz de aquella persona. El hombre me miró con una mezcla de resignación y lástima; entendí sin necesidad de palabras. Al volver, ella me observaba sorprendida. «Hijo, cómo te pones. Es solo un camarero», dijo. En ese instante supe que aquella relación no tenía futuro. La desprecié al momento.
Esa niña tuvo suerte: se topó con un camarero con oficio. No fue el caso de otra señora, bastante conocida en Madrid, que reclamó su mesa de los jueves golpeando groseramente con el bastón sobre la mesa de reservas. La respuesta del encargado fue tan contundente como justa: «Señora Pitina, se lo ruego, entiendo que es usted cliente de toda la vida, pero, por favor, deje ya el bastón o no me va a quedar más remedio que metérselo por donde no brilla el sol». La cara de Pitina fue un espectáculo.
No quiero aburrir con más anécdotas. Solo quiero dejar constancia de algo: si alguna vez sienten la tentación de creerse superiores, les ruego encarecidamente que no lo hagan delante de mí.
Por eso me dio tanta pena no haber estado en el mismo vagón que el catalanista falto de luces que, hace unos días, insultó e increpó a una señora mayor en el metro de Barcelona. Un episodio que apenas encontrarán reflejado en la prensa. Todo ocurrió en español, por cierto. Viajaban sentados uno junto al otro: ella, con su andador; él, en chanclas.
—Chanclas: A ti te trato bien, pero a los españoles los trato así.
—Señora: Pues vete de España.
—Chanclas: No estoy en España. (se ríe)
—Chanclas: Yo estoy en Cataluña, al lado de España. Vete tú a España, puta española asquerosa.
—Chanclas: Tiene que estar Puigdemont en Bélgica y tú aquí, una polla.
—Chanclas: Aquí no vivirás a gusto mientras que Puigdemont tenga que estar en Bélgica.
—Señora: No te contesto porque estás loco.
—Chanclas: Pero tú no estás en tu país, recuérdalo bien.
—Señora: Estás loco y no vale la pena hablar contigo. Se acabó.
—Señora: Idiota, maleducado. Menos mal que los catalanes no son como tú.
—Chanclas: Las españolas son unas putas que tendrían que estar en su país y no se van nunca.
Los animo a que busquen el vídeo y lo vean. No solo entenderán mucho sobre la deriva de cierta política decimonónica, sino que comprobarán que las chanclas han hecho más daño en este país que muchos políticos desquiciados.
Lo más llamativo de la escena no es el tonto que la protagoniza, eso se ve a primera vista; su madre debió de dejarlo caer de los brazos cuando era pequeño, sino que nadie se levantó a defender a la señora del andador. Ni uno solo. Nadie dijo, aunque fuese en voz baja: «Venga, chanclas, ya está bien. Deja a la señora en paz». Aunque, todo hay que decirlo, la señora supo defenderse perfectamente ella sola.
Porque ya todo da igual. La sociedad ha perdido su humanidad. Es un hecho. Hoy la mayoría prefiere apartar la mirada cuando se topa con el peligro o la incomodidad. Callar es más cómodo: mejor no meterse, no vaya a ser que uno acabe en un problema. La sociedad del Lexatin no tolera los cambios de humor.
Es cierto que aún quedan valientes. Me acuerdo del héroe del monopatín, Ignacio Echeverría, que, gracias a su gesto, enfrentándose a unos terroristas en Londres, consiguió salvar varias vidas, perdiendo él la suya. O del joven que con una sola mochila plantó cara a un tarado y salvó a varios bebés en Francia cuando estaban siendo apuñalados en un parque infantil.
Para hacer eso hace falta una valentía extraordinaria y valores muy sólidos. Son, sin lugar a duda, casos excepcionales. Pero los demás mortales también podemos contribuir a que este sitio, cada día más áspero, sea un poco mejor. Basta con pequeños gestos como levantarse y plantar cara con firmeza a un tipo con chanclas que, sabiéndose amparado por las circunstancias, no duda en insultar gravemente a una anciana con andador.
*Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista












A veces, hay que emplear la ” contundencia” para corregir los desvaríos de algún destarifado.