El delito de odio: de la protección legítima a la mordaza política

Decenas de malagueños se congregaron ayer en la Audiencia Provincial de Málaga para dar su apoyo al Padre Custodio y al director de AD, juzgados por cuestionar el islamismo radical.
Carlos Aramburu Bayona*.- El delito de odio nació con una intención loable: proteger a colectivos históricamente vulnerables frente a la violencia, la discriminación y la persecución. Su razón de ser se enmarca en la defensa de la dignidad humana y en la necesidad de blindar el espacio público contra la propagación de ideologías que incitan al exterminio o a la marginación sistemática. Sin embargo, en su aplicación práctica, esta figura penal se ha convertido en un terreno pantanoso donde la frontera entre proteger y censurar se difumina peligrosamente.
El desplazamiento del foco: de los vulnerables al disidente
En numerosas ocasiones, los tribunales han aplicado el delito de odio no contra quienes ejercen violencia real, sino contra ciudadanos que expresan opiniones incómodas, críticas con el poder político, religioso o incluso con ciertos dogmas sociales. La consecuencia es que lo que debería ser un escudo frente al racismo o la homofobia se transforma en un garrote contra la disidencia ideológica.
No es casualidad que artistas, periodistas, tuiteros o activistas sean procesados bajo esta figura: lo que se persigue ya no es el peligro real de un ataque a minorías, sino el cuestionamiento del statu quo. El “odio” se redefine así como discrepancia, irreverencia o sarcasmo, un terreno subjetivo donde la interpretación judicial se convierte en una herramienta de control.
La elasticidad del término “odio”
El gran problema radica en que el concepto de “odio” no tiene límites claros. ¿Se trata de incitación directa a la violencia? ¿De críticas mordaces a una religión? ¿De burlas a símbolos nacionales? Al no existir un criterio objetivo, cualquier expresión que incomode a grupos influyentes o al propio Estado puede catalogarse como discurso de odio.
Esa elasticidad convierte al delito en un arma política de doble filo: permite blindar privilegios y acallar a voces molestas, al mismo tiempo que vacía de contenido la verdadera lucha contra el racismo y la intolerancia.
Efecto de autocensura
La consecuencia más grave no es solo el castigo judicial, sino el miedo previo: la autocensura. Si cualquier comentario irónico, cualquier canción provocadora o cualquier discurso crítico puede terminar en un proceso penal, la ciudadanía opta por callar. Y una democracia donde los ciudadanos callan por temor deja de ser tal para convertirse en una democracia vigilada, donde lo correcto ya no lo define el debate público, sino el código penal.
La paradoja: proteger derechos restringiendo derechos
El delito de odio, tal como se aplica hoy en muchos países, genera una paradoja. Se presenta como garante de derechos fundamentales, pero en la práctica limita uno de los más básicos: la libertad de expresión. La crítica dura, la irreverencia y la sátira son esenciales para cuestionar el poder y abrir espacio al disenso. Cuando se penalizan bajo la etiqueta de odio, se desplaza el terreno del debate hacia el de la represión.
No se trata de eliminar toda protección frente a la incitación a la violencia real contra minorías. Nadie en su sano juicio defendería la propaganda genocida o la llamada directa a agredir a personas por su condición. Pero sí es urgente replantear los límites del delito de odio, evitar su uso expansivo y devolverle su sentido original: impedir la violencia, no silenciar la crítica.
De lo contrario, seguiremos transitando un camino en el que el Estado, bajo la excusa de la protección, impone una mordaza sobre el pensamiento libre. Y no hay mayor forma de odio a la democracia que el miedo a la palabra.
*Jurista











