España anestesiada
Carmen Cordón.- El otro día, por primera vez en mi vida, me tomé un Diazepam. No sé si alguna vez lo han probado. Qué gozada. Qué sensación más deliciosa. Que conste que no fue por un arrechucho descontrolado de esos que la vida te trae, ni por capricho personal mío. La razón de esa zambullida momentánea al mundo de los ansiolíticos fue una cirugía menor programada hace meses. Mi médico me aconsejó tomar uno para controlar mis nervios y evitar que mi organismo segregase un exceso de cortisol. Por lo visto esta hormona —al servicio del ancestral mandato de supervivencia— se dispara como mecanismo de defensa cuando percibimos una amenaza: agudiza los sentidos, concentra el flujo sanguíneo en los músculos y moviliza la energía para que podamos correr o luchar. Pero de cara a cirugías, mejor tenerlo controlado: la cicatrización es más rápida. En fin, que por muy entera que se esté, cuando una entra en el quirófano con esa bata de papel abierta por detrás, despojada de sus galones —bolso, tacones y el colgantito de la Virgen del Pilar— y se sienta en la camilla con los pies balanceando bajo ese foco cenital, palidece. Pero esa mañana entré en el quirófano con una deliciosísima sensación de liviandad. Tan pancha.
La pastillita en cuestión es casi milagrosa. Estaba en comunión total con la realidad que me rodeaba, plenamente consciente de cada detalle, pero ligera, como si me hubiese deshecho del peso de la vida. Escuchaba Onda Cero mientras hablaban de montes ardiendo por toda España desde el 13 de agosto, de la falta de previsión, de los ganaderos a los que se prohíbe limpiar montes pastando como toda la vida, de bomberos mal pagados y peor organizados, de la recaudación récord de impuestos que nunca vuelve en medios y, los que pisan moqueta, echándose las culpas unos a otros, desde los desgobiernos azules a los desgobiernos coloraos, a ver si con las sacudidas les cae algún voto ingenuo que aún cree que esto va de colores… Y mientras, Sánchez en el palacio de La Mareta, jugando a las cartas rodeado de cien guardias civiles dedicados a espantar vecinos que se plantan con sombrillas reclamando la dimisión del presidente corrupto. Todo me daba igual, mejor dicho, lo escuchaba, lo entendía, lo desaprobaba… pero sin ira, sin rabia, sin ganas de revancha.
Siempre he admirado profundamente a las personas prudentes y equilibradas. Llevo toda mi vida profesional observándolas, intentando imitarlas en mis quehaceres empresariales: esas que guardan silencio, que responden con precisión, que nunca derrochan energía y la disparan como francotiradores. Cuando hablan, todos callamos para escuchar. Arriesgan menos que los papagayos como yo. Con aquel Diazepam corriendo por mi torrente sanguíneo pensé: ¿será así como se sienten siempre? Qué envidia. Yo vivo en una constante tormenta de emociones, lanzándome contra la injusticia, comprometiéndome hasta el exceso, metiéndome en líos. Mi marido dice que tengo una tendencia mesiánica de ayuda que roza la condescendencia y tiene razón y así me paso la vida embridando respuestas, sujetándome del salto a la acción… consigo frenar, pero no me libro de la inevitable sacudida emocional de mi alma ante todo lo que me rodea.
Aquel Diazepam, con sus sensaciones liberadoras, me iluminó. ¿habría hecho yo todo lo que he hecho en esta vida sin emociones? ¿Habría tenido una segunda o una tercera hija tras conocer lo que supone dar a luz y criar al primero? ¿Habría fundado hoteles boutique en edificios cochambrosos peleando contra una estructura de poder organizada para extinguir el espíritu empresarial? ¿Me habría plantado como un David frente a un Goliat administrativo hipertrofiado de normas que se contradicen, un sistema que premia el absentismo y castiga la ambición, que funciona con precisión quirúrgica solo para extraer impuestos y cobrar multas? ¿Habría soportado el peso de una colosal maquinaria de propaganda cultural —cine, series, noticias— que siempre pinta al empresario como el «cuñao» facha y miserable frente a todos los demás que siempre son gays graciosos y solidarios? ¿Lo habría hecho chutada de Diazepam? No. La emoción es lo que nos pone en marcha: amor, miedo, ambición, rabia. Sin ellos nada arranca.
Por eso, cuando mi amiga Mercedes me contó cómo veía arder la pequeña ganadería que su hijo había levantado con treinta vacas avileñas bociblancas en extinción, lo entendí todo. Sin cizalla para cortar el cruel alambre de espino, los animales se desgarraban enloquecidos mientras ellos, con las manos ensangrentadas, luchaban por liberarlos. Vieron cómo el primer ternero recién nacido saltaba espantado hacia el fuego. Sólo acudieron seis viejos ganaderos de la España vaciada, hombres de manos como raíces y principios de pedernal, mientras el resto del pueblo estaba en la verbena: música, luces, litronas, padres grabando a sus hijos persiguiendo burbujitas. Ningún joven, ningún ecologista, ningún animalista antitaurino amante de los toros de pega mientras los de verdad se asaban vivos. Nadie. Un pueblo entero anestesiado, sin emoción.
La cirugía fue bien, estoy recuperada, pero lo del Diazepam no me convence. Prefiero una vida chutada de cortisol: serme fiel, aguantar el viento de cara y dejar que la vida me sacuda con toda la fuerza que sea menester. Y poder decirle a Mercedes, a su hijo y a los estoicos hombres del campo que cada vez somos más los que estamos aquí, conscientes, despiertos, chutados de cortisol para sobrevivir.











