Inmigración, ¿problema o solución?
Marqués de Laserna.- El Estado del bienestar que la política ha planteado como su desiderata, ha desembocado en una filosofía que rehúye el esfuerzo, aborrece del sacrificio y el dolor, y confía su éxito a subvenciones y ayudas del Estado, convirtiendo a este en amo y a los ciudadanos en mudos y sumisos disfrutadores.
Una de las consecuencias de esa postura es la drástica reducción de los nacimientos pues el sexo no se acepta más que en su vertiente de goce y ante el pavoroso futuro que aguarda, la inmigración garantiza que la sociedad laboral no colapse. Además, los recién llegados no son exigentes y aceptan unos empleos que nadie desea.
Suponen el remplazo y no resultan competencia para los locales, magnífico. Efectivamente magnífico si los inmigrantes se implican en la cultura, usos y pensamiento de la sociedad en la que se insertan. Pero ¡Ay! Adoptan solo la economía, los subsidios, la sanidad y casi el idioma.
Antes que nada, conviene adelantar que España disfruta de unos inmigrantes que suponen una verdadera bendición: todos los hijos de Hispanoamérica que, en justa reciprocidad a lo que sucedió hace siglos –Castilla se desangró en América– ahora vienen a nuestra patria trayendo el mismo idioma, idéntica religión y las mismas costumbres. Hagan esos hermanos americanos aquí su América y sean bienvenidos.
Mas hay un número superior de inmigrantes cuya cultura, religión y costumbres no sólo difieren de las españolas sino que, en algunos casos, son antagónicas. Especialmente los mahometanos.
Y quizás es momento de preguntarse qué se hizo en otros tiempos con situaciones semejantes. La Historia nos cuenta lo ocurrido con dos pueblos: el judío y el moro. Ninguno de los dos tenían la consideración de súbditos, es decir ciudadanos; para serlo se exigía completa identidad, el cristianismo, y no hay que olvidar que en el siglo XVI no se hablaba de nacionalidades sino de cristiandad.
Los judíos eran unos invitados personales del Rey y pagaban un impuesto específico por cabeza. Vivieron en la España medieval con persecuciones puntuales y mucho poder hasta que, al igual que en otros países europeos pero el último de ellos, no se les renovó su estatus especial y fueron expulsados. Hay que insistir, nunca fueron súbditos y la expulsión fue consecuencia de una no renovación.
Los moros es un caso de doble convivencia: mozárabes o cristianos en tierra musulmana donde eran la población mayoritaria y en donde fueron perseguidos y considerados como siervos, y mudéjares que eran mahometanos en tierras reconquistadas en las que se rigieron por las capitulaciones (tratados) entre sus emires o taifas y los reyes vencedores de Castilla y Aragón.
Los moriscos de Granada, gracias a un pacto con Fernando el Católico, conservaron su religión, jueces, costumbres y bienes pero tras años de mala tolerancia, la sublevación de Las Alpujarras supuso mudar un problema de coexistencia en otro de orden público. Al final, la convivencia no fue posible ya que no podían asimilarse pues el Corán, obra propia de Dios según el islam y por tanto indiscutible, es también su ley.
En el siglo XVII, con el arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, a su cabeza, se decidió intentar su conversión –asimilación diríamos hoy– acción que fracasó por los motivos ya expresados y se recurrió a su expulsión en 1609.
¿Seremos capaces de encontrar una solución menos drástica?
*Marqués de Laserna es académico de honor de la R.A. de la Historia












