El pisito de Begoña y las mujeres españolas
Antonio R. Naranjo.- El 8M les ha llegado a las profesionales del gremio con Monedero y Errejón en la picota, por sus manos largas; con Ábalos buscando lumis por catálogo; con la indultada Juana Rivas desautorizada por la justicia en su enésimo intento de transformar sus abusos en una denuncia falsa contra el padre de sus hijos y con Irene Montero, icono partisano del delirio, callada como una puerta tras ser atropellada por su propia hipocresía.
Solo faltaba la guinda del pastel, y la hemos tenido con el pisito barato de Muface para la familia de Begoña, adjunto a una sauna de relax incompatible con el discurso abolicionista de Pedro Sánchez: no se le puede pedir que cierre negocios ajenos, claro, pero sí que aclare si se ha beneficiado del ajuar de su esposa si procede de los dividendos de semejante comercio.
La distancia entre el discurso y el comportamiento es tan sideral como definitoria del cinismo de quienes más gritan siempre en favor de una causa: alguien prudente no intenta privatizar un objetivo noble, no busca beneficios electorales y económicos, no expulsa del reto a nadie y busca socializar el desafío para hacerlo de todos, sin alaridos, sin menosprecios, sin vetos y sin imponer una única manera de lograrlos.
La colección de descerebrados y descerebradas que ha pretendido hacer del anhelo de igualdad una herramienta de ingeniería social y un negocio oneroso con dinero público ha quedado retratada por su complicidad, por acción u omisión, con esa liga fantástica de puteros, babosos, acosadores y locas que tenían tan cerca y protegieron, con excusas infumables.
No podían saber nada o no podían actuar, sostienen, mientras lanzaban al viento causas generales contra el hombre blanco, católico, heterosexual y de derechas, afectado por un pecado original y congénito que le convierte, ya de antemano, en un potencial violador, un acosador sexual y un abusón laboral.
Hay que tenerlos hexagonales para querer meter en la cárcel al hortera de Luis Rubiales o para impulsar leyes que invierten la carga de la prueba y consagran la presunción de culpabilidad mientras te callas el impacto de ciertas «culturas» en el incremento de la delincuencia sexual o la violencia machista o miras para otro lado cuando los tuyos celebran tanto «avance social» en bares de lucecitas o utilizan su posición de poder para intentar pasarse por la piedra a todas las becarias del partido.
Su derrota total, con el oprobio público que sea menester e incluso las condenas que procedan en algunos casos, solo llegará, sin embargo, si no se tira la causa al sumidero para deshacerse de la mugre: en esa bañera hay agua sucia, pero también un bebé al que cuidar.
Porque más allá del feminismo sanchista o podemita, hiperventilado, demagógico, cínico y sectario, hay algunas evidencias que no desaparecen: el bienestar de las mujeres ha descendido en España, la violencia contra ellas ha subido, el paro femenino sigue siendo el peor de Europa y además padecen los peores embajadores de todos sus quebrantos, ese saco de gritones y de gritonas que han hecho incómodo y antipático un objetivo que en realidad todos compartimos.
Basta con pensar en tu madre, tu abuela, tu esposa, tu hermana, tu hija, tu compañera de trabajo o tu amiga para percatarte de que, efectivamente, ellas lo tienen un poco más difícil y sufren problemas específicos por su género en los que conviene trabajar. Sin sacarlos de quicio, claro, y sin transformarlos en una guerra estúpida que en realidad las utiliza como rehenes y las presenta como enfermas, discapacitadas, débiles, víctimas o todo ello a la vez.
Al paternalismo progre, que es una antigualla, se le responde ya con el desprecio, pero no con el olvido a las damnificadas por su manipulación: no son las histéricas de pancarta y lema; están en nuestras casas y se merecen algo mejor.











