Spassky-Fischer, nostalgia de la Guerra Fría
Luís Ventoso.- A 60 kilómetros al sureste de Reikiavik se encuentra la pequeña iglesia católica de Laugadalur. En su minúsculo cementerio puede verse una lápida austera clavada en la tierra, que en el escaso paréntesis de seudo buen tiempo de Islandia aparece a veces sembrada de flores.
Allí descansa por elección propia un genio impar y alocado, un estadounidense errante, de cociente intelectual inaudito, un judío que acabó desvariando con diatribas antisemitas, un personaje extraño, que con 29 años ganó una de las peleas más sensacionales de la Guerra Fría.
Allí reposa el joven héroe, extravagante y solitario, que salió en el verano del 72 de un apartamento destartalado de Brooklyn para derrotar con la fertilidad eléctrica de su mente a la implacable y poderosa maquinaria del imperio soviético.
En la lápida de piedra, bajo una cruz, reza su nombre: Robert James Fischer. Aunque el mundo lo conoció como Bobby. Murió en 2008 en Reikiavik —donde había alcanzado de joven el cénit de su existencia—, a los 64 años, tras negarse a ser tratado de una enfermedad del riñón y haberse convertido al catolicismo.
Y ahora acaba de morir en Moscú, a los 88 años, su némesis, que acabaría convirtiéndose en su inesperado amigo: el ruso Boris Vasiliyevich Spassky, un caballero del tablero.
Spassky, de 35 años, y Fischer, de 29, disputaron en Reikiavik, entre julio y septiembre de 1972, lo que la prensa occidental bautizó como «El combate del siglo». Estaba en juego algo más que el cetro mundial del ajedrez. Estados Unidos y Rusia lo concibieron como una enorme oportunidad para la propaganda. Sin disparar un solo tiro, el imperio ganador probaría su superioridad ante el mundo.
Todas las apuestas estaban con los soviéticos, que ostentaban el título desde 1948. Para los rusos, el ajedrez era una pasión nacional y un asunto de Estado muy serio. Pero el increíble Bobby les dobló la mano.
El campeonato del mundo, el primero televisado, debía comenzar el 2 de julio. Pero Fischer seguía acantonado en su apartamento de Brooklyn. Se negaba a viajar mientras no se aumentase la bolsa del combate. El Gobierno estadounidense se interesó por el asunto y el mismísimo Henry Kissinger medió ante el genio excéntrico. Sus oficios y un aumento notable del dinero surtieron efecto. El 4 de julio de 1972 comenzaron las 24 partidas en un gran salón de Reikiavik.
Además del aliciente del puro juego, a Fisher lo alentaba un cierto rencor ideológico, pues detestaba el comunismo por las simpatías hacia él de su madre, que había vivido de joven en Moscú. Erabel, una enfermera de vida ambulante, sacó adelante ella sola a Bobby y a su hermana en los lindes de la pobreza. El nombre del padre del joven fenómeno era un misterio. Aunque hoy ya se ha probado que se trataba de Paul Nemenyi, un eminente físico judío húngaro.
Fischer perdió la primera partida en Islandia. También la segunda, aunque no en el tablero, sino por su histeria, con un plante tras quejas constantes sobre el ruido de las cámaras y exigencias de trasladar la liza a una habitación más pequeña.
Lo que estaba en juego era tan importante para los contendientes de la Guerra Fría que imperaba una atmósfera de paranoia, con acusaciones mutuas de descentrar al rival con malas artes de todo tipo. Cuenta la leyenda que cuando en una revisión del escenario se encontraron dos moscas muertas, los soviéticos reclamaron una autopsia por si había trazas de algún compuesto tóxico.
Superado el doble revés inicial, Fischer, que mantuvo un intenso programa de ejercicio físico durante la contienda, derrotó a Spassky por una puntuación de 12,5 contra 8,5. Fue venerado en su país. Adquirió estatus de genio rebelde en todo Occidente. Pero a partir de ahí fue como si el esfuerzo le hubiese tronzado su precario equilibrio psíquico, con largas desapariciones y desinterés por competir. Ni siquiera se molestó en defender su título.
La resaca de la contienda también fue dura para Spassky, que pasó de héroe de la Unión Soviética a apestado. La jerarquía lo recibió con gelidez y de inmediato le prohibieron salir del país durante dos años. El campeón, que en su fuero interno siempre había sido un descreído de la dictadura comunista, se casó con una secretaria de la embajada francesa en Moscú y en cuanto pudo, en 1976, se largó y se asentó en Francia, cuya ciudadanía adoptaría. Aunque al final sintió la llamada de la madre Rusia y pasó allí el ocaso de sus días.
Aunque Spassky mostró siempre los modales de un gentleman y Fischer hizo muchas veces gala de los de un niñato caprichoso, ambos albergaban más similitudes de las que parecía. Eran hijos de familias rotas y talentos que sorprendieron con su precocidad. Fischer aprendió a jugar solo, a los seis años, con un tablero comprado en una tienda de caramelos. El niño Boris lo hizo a los cinco en un orfanato, tras ser evacuado de los combates de Leningrado.
En 1992, un banquero de Belgrado organizó la revancha Spassky-Fischer, que se disputó en Yugoslavia desafiando el boicot de Estados Unidos por la guerra de los Balcanes. La chispa ya no era la de antaño. Pero ambos brillaron a gran nivel… y volvió a ganar cómodamente Bobby, ahora medio calvo y con barba.
Estados Unidos lanzó una orden internacional de búsqueda y captura contra Fischer por burlar el embargo contra Serbia. Su archirrival, Spassky, salió entonces en su defensa. En una carta al presidente Bush se ofreció a ir a la cárcel en su lugar, «o en todo caso, encarcélenos a los dos, pero con un tablero».
Viendo el circo a gritos de ayer en la Casa Blanca casi se siente una inesperada nostalgia de los tiempos de la Guerra Fría. El mundo nunca ha sido en blanco y negro. La vida siempre discurre en una escala de grises. Pero empieza a cundir la sensación de que antaño existía al menos una gran línea moral que separaba el bien y el mal, el mundo libre de las odiosas dictaduras. Hoy existen momentos en los que ya no sabes ni qué pensar…











