Trento y el inviable protestantismo
Más allá de los intereses políticos, lo que estaba en juego en Trento era una redefinición de la doctrina tradicional, puesta en jaque por Lutero y Calvino. Carlos V había precisado gran parte del problema al señalar que si Lutero tuviera razón, la Iglesia llevaría más de mil años equivocada. Y equivocada en la médula misma de la doctrina, lo que equivalía a decir que la Iglesia nunca había sido en realidad cristiana. Por lo tanto, el cristianismo auténtico estaría renaciendo entonces con Lutero, a partir de la doctrina de San Pablo, que habría sido traicionada y falsificada por el “papismo” desde muy pronto. Proponía, pues, un revolucionario Renacimiento religioso, en oposición al Renacimiento humanista: el Renacimiento de la fe, instrumento de salvación, contra el Renacimiento de la razón, arma de Satanás para perder al hombre. El conflicto alteraba las ideas más decisivas sobre la condición humana.
Ya vimos algunas dificultades de la doctrina nueva o renovada: el pecado original habría hundido al ser humano hasta hacerle incapaz de valorar las obras buenas y las malas, lo cual disolvía el fundamento de la moral como normalmente se entiende. Sin el valor de las obras, la salvación o condenación solo podrían depender de la voluntad de Dios, la cual, por gracia gratuita, habría predestinado desde la eternidad a unos a salvarse y a otros a condenarse. Pero ¿cómo sabría alguien a qué estaba predestinado?: mediante la fe en Cristo.
Solo que recurrir a esa fe empujaba a un escollo mayor: resultaba imposible saber con claridad quiénes estaban en cada caso, pues la fe no pasaba de ser un sentimiento subjetivo, que por muy intenso que fuera no bastaba para conocer un designio divino muy por encima de las facultades humanas. El ataque a la moral seguía así otro frente: si solo la predestinación divina contaba, el libre albedrío resultaba una ilusión tan grande como el valor de las obras, y sin libre albedrío no existe responsabilidad moral. Falto de esa responsabilidad y de conocimiento suficiente de la voluntad de Dios, la fe se convertía en una esperanza angustiada girando en el vacío de la ignorancia. Claro que quienes lograsen superar su angustia autoconvenciéndose por fe de estar entre los elegidos, podrían permitirse todos los crímenes.
Con todo, el creyente podía aferrarse a algo sólido en principio: las Escrituras, la Palabra de Dios revelada. Pero su concepción como Sola Scriptura traía consigo tres nuevos problemas: ¿cómo cualquiera, “patán” o persona docta, podía interpretar la revelación de Dios de modos distintos, incluso contrarios? Pues el hecho real es que tanto el judaísmo como el cristianismo habían producido un inmenso esfuerzo de interpretación, como si la palabra de Dios se prestase a equívocos. Y si la interpretación debía ser personal, pues Dios estaría hablando a la conciencia de cada uno a través de la Biblia, esa multiplicidad interpretativa ¿no impediría al cristianismo entenderse como una doctrina coherente capaz de orientar a todos? En fin, la exclusión del magisterio tradicional de la Iglesia, ¿no llevaba necesariamente a disolver el cristianismo en multitud de grupos religiosos, a menudo enfrentados entre sí, y unidos solo por la común oposición al papado?
Existían otras dificultades en el Renacimiento protestante, pero las mencionadas bastan para entender su imposibilidad para sostener una sociedad cualquiera. Por lo que la pregunta es: ¿cómo, siendo así, han funcionado los estados protestantes? La respuesta es: porque nunca se han aplicado sus doctrinas. Resulta imposible prescindir de las obras para sostener la moral y la ley. El mismo Lutero las tenía en cuenta inevitablemente, como cuando aconsejaba a los “apreciables señores” matar cuantos campesinos estuvieran a su alcance, porque “Un príncipe puede ganar el cielo derramando sangre mejor que otros rezando”. Obviamente matar y rezar no dejaban de ser obras, en este caso piadosas. Por lo demás, las leyes normales en los países protestantes funcionaban sin duda valorando las obras y el libre albedrío ligado a ellas, sobre todo en relación con los disidentes, empezando por los católicos. Las religiones de estado a que dio lugar el protestantismo son otra muestra de hasta qué punto la práctica negaba la interpretación personal de la Biblia.
Parece posible ver en Lutero el origen, o uno de los orígenes, de las ideologías que desde el siglo XVIII atacaban al catolicismo apoyándose, paradójicamente, en la razón: el pecado original no pasaría de ser un cuento irracional, invocado con propósitos perversos, pues el ser humano era por naturaleza bueno, si bien perturbado por “la sociedad”, la religión, el capital etc. Esta concepción de base, explícita o implícita, destruye el fundamento de la moral, como en el caso del protestantismo, aunque por la vía opuesta. Lo cual induce, por una nueva contradicción, a negar el sentido de la vida humana en el nihilismo.
La oposición de España al protestantismo no obedecía solo a razones políticas, sino a que la nueva doctrina chocaba con la tradición intelectual hispana. Creo significativo el dato de que las dos grandes órdenes de origen español, la dominica y la jesuita, surgieran en defensa del papado concebido como garante de la unidad religiosa internacional y en oposición intelectual a las doctrinas cátara y protestante respectivamente, la primera con una moral de suicidio social, y la segunda destructora de los fundamentos de la moral, e implícitamente nihilista.












He aquí el artículo sensato de un hombre documentado en medio de un desierto ocupado por necios y mediocres. ¡ Gracias don Pío !