¿Regresó Jesús de entre los muertos?
A. Pérez.- La resurrección de Jesús es el episodio neotestamentario fundamental en el que se basa el cristianismo para demostrar la divinidad de Cristo. En los evangelios canónicos tenemos diferentes versiones –que analizaremos después– acerca de cómo fue descubierto el sepulcro vacío y de las portentosas circunstancias que rodearon aquel suceso.
La forma en que eran tratados los difuntos en aquella época entre los hebreos constituye una de las claves para descifrar este enigma. Las costumbres de lavar el cuerpo, ungirlo con esencias aromatizantes y colocar un lienzo que cubriera el cadáver, formaban parte del ritual funerario que se aplicaba a cualquier individuo muerto en el seno del judaísmo.
Los escritos hebraicos, tanto bíblicos como seglares, nos ofrecen abundante información acerca del ritual que debía seguirse para la preparación del cadáver, y de qué manera debía ser enterrado.
Cuando una persona moría, el familiar más próximo le cerraba los ojos, pues existía la creencia de que si el difunto seguía mirando a este mundo, no sería capaz de discernir el mundo de ultratumba del de los vivos, y quedaría atrapado entre ambos. Poco antes de pronunciar una breve oración y encomendar su alma a Dios, se volvía el rostro del moribundo hacia la pared. Esta tradición se remontaba a los tiempos del rey Ezequías, que aquejado de una grave enfermedad, volvió su rostro hacia la pared y oró a Yahvé quién, suponemos que después de reprenderle y perdonarle, le prolongó la vida quince años.
Cuando alguien moría, después de exhalar su último aliento, momento en el algunas tradiciones sitúan el instante en que el alma abandona el cuerpo, el cadáver era sometido a un escrupuloso lavado ritual con agua caliente o tibia (tahará), y se le solía afeitar o cortar todo el vello del cuerpo, además de cortarle las uñas, por considerarlas elementos impuros.
Un aspecto importante era la forma en que el muerto debía ser preparado. Según prescribía la tradición, el cuerpo tenía que ser amortajado con un lienzo de lino, cosido a grandes puntadas, y se podía colocar su cabeza sobre una especie de almohadón rellenado con tierra virgen. Además, según la costumbre, se derramaba el agua de todos los cántaros y demás recipientes de la casa que la contuviesen.
Normalmente, y esto es importante, el funeral se realizaba el mismo día de la muerte. A diferencia de otras religiones, en las que se esperaba alrededor de tres días para asegurarse de que no hubiese confusiones, en la tradición judía no se esperaba ese espacio de tiempo, y ello tenía que ver también con cuestiones sanitarias, pues eran conscientes de los peligros que conllevaba el contacto con cadáveres corrompidos, y dicho proceso, se manifiesta de forma contundente, precisamente a partir de las setenta y dos horas, aunque el proceso propiamente dicho, como hoy sabemos, se inicia inmediatamente después de producirse el fallecimiento.
La observancia de esta costumbre, formaba parte de la ley mosaica, por lo tanto se aplicaba a todos, sin excepción, ricos y pobres, incluyendo a los criminales ajusticiados. Era, ante todo, una precaución higiénica en regiones con climas de calor extremo, como las de Oriente Medio, pero también era una medida que se tomaba para salvaguardar el cumplimiento de la ley que prohibía expresamente el contacto con los muertos.
Antes de llevar a cabo el entierro tenía lugar la preparación del cuerpo, que era realizada por los familiares más cercanos o personas de mucha confianza entre los deudos del difunto. Primero se lavaba el cadáver, y entonces se usaban aceites y especias para ungirlo (Hechos, 9, 37; Mateo, 26, 12).
La antigua tradición judía especificaba claramente que había que lavar y ungir los cadáveres, y utilizar especias olorosas para contrarrestar la fetidez de los efluvios propios de la putrefacción, pero en ningún caso embalsamar, momificar o aplicar cualquier otra técnica de conservación. Como dice el Talmud: “Las especias son para remover el hedor”. Es decir, dicho ‘tratamiento’ tenía una finalidad puramente higiénica, especialmente importante teniendo en cuenta el clima caluroso y seco de la región.
La preparación del cadáver, en contra de los que se insinúa en los evangelios, no se prohibía ni siquiera durante el Sabbat o día de descanso. Como especifica la Misnah: “Pueden preparar [durante el Sabbat] todo lo que se necesite para el muerto, y ungirlo y lavarlo”. (Shabbath, 23, 5). Por ello, los familiares de Jesús no debieron tener ningún impedimento legal para realizar la preparación del cuerpo el mismo día de su muerte, suponiendo que ésta se produjese en viernes, como ha mantenido la tradición cristiana, y no en martes como sostienen otras hipótesis. Pero, de momento, seguiremos admitiendo el viernes como día de la muerte. Juan, en su evangelio, nos ofrece algunos detalles que confirman el ritual seguido con el cuerpo de Jesús, antes de que lo enterraran: “Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos…” (Jn, 19, 39-40).
El hecho de que José y Nicodemo usaran mirra, áloes y vendas y envolvieran el cuerpo indica que habían iniciado el acostumbrado protocolo judío de preparación de los muertos. Aunque dicho ritual no se completó, según los evangelios, porque cuando las mujeres se proponían ungir el cuerpo con aceite y especias, el domingo por la mañana, encontraron el sepulcro vacío. Después analizaremos con más detenimiento, las distintas versiones que nos dan los evangelios acerca de este suceso, y los distintos actores que protagonizan este episodio fundamental del cristianismo.
En la tradición judía que se practicaba en la época de Jesús, el entierro era una ceremonia que, en total, duraba un año. Es decir, desde el momento en que se colocaba el cuerpo en su tumba, en realidad un osario, había que observar un año de duelo. Al cabo de ese tiempo (un año) se retiraban los huesos del osario y se guardaban en una caja o cofre de piedra. ¡Sólo entonces se consideraba que había concluido el proceso de inhumación!
Luego este proceso que en los evangelios se despacha en tres días –dos para ser exactos–, en realidad, debió desarrollarse en un año, ateniéndonos a la estricta ley judía, y cuando María Magdalena, sola o con las demás mujeres, acude al osario, es para retirar los huesos y lavarlos ritualmente antes de colocarlos en el cofre de piedra.
Los judíos dejaban los cadáveres en osarios, no en tumbas tal como nosotros las entendemos, para que allí los huesos fuesen “limpiados” por los animales necrófagos, antes de su definitiva inhumación en las cajas de piedra para tal fin dispuestas.
Antes de realizarse el entierro, el cuerpo necesitaba ser preparado de distintas maneras. Primero, los ojos debían ser cerrados y el cuerpo lavado. Las manos y los pies eran sujetados con tiras de tela, y la cara era cubierta con un paño. Una vez que estaba preparado, el cuerpo era colocado en una especie de féretro y sacado de la ciudad, hacia el cementerio, que solía encontrarse a una distancia prudencial del núcleo urbano.
Los romanos siempre crucificaban dentro de los recintos de los cementerios o en lugares próximos a ellos. Si la crucifixión de Jesús se produjo en el Gólgota, debemos suponer que existía cerca de allí una fosa común, para arrojar después los cadáveres de los ajusticiados. Ahora bien, esa fosa común a cielo abierto, situada en el Gólgota, tendría el inconveniente insalvable del nauseabundo hedor de los cuerpos putrefactos que el viento llevaría hasta el núcleo urbano de Jerusalén, incluso hasta las inmediaciones del Templo, que se levantaba apenas a unos trescientos metros de donde se supone (según la tradición) que se elevaba la colina conocida como el Gólgota, que dejó de existir después del año 135, a lo sumo, cuando los romanos nivelaron Jerusalén, totalmente destruida, para construir sobre el solar vacío (absolutamente allanado) la nueva Aelia Capitolina helenística.
Es posible que la ejecución de Jesús tuviese lugar en el monte de los Olivos, donde existía una necrópolis cercana, no una fosa común, y su entierro pudo realizarse inmediatamente después de haberse bajado el cuerpo de la cruz, y en ese caso, el sepulcro, estaba muy cerca del patíbulo, prácticamente adosado. La necrópolis del monte de los Olivos ha sido descubierta por los arqueólogos israelíes y está perfectamente ubicada. Mientras que del Gólgota, no queda ni rastro. Bueno sí, una pequeña protuberancia de apenas 50 centímetros en el interior de la iglesia del Santo Sepulcro.
A continuación veremos si José de Arimatea era un hombre rico, un notable o sacerdote, o el sepulturero que guardaba el cementerio. En cualquier caso, en la necrópolis de los Olivos sí había sepulcros nuevos, que se excavaban constantemente en la roca, en el Gólgota no, por lo que allí, difícilmente habría podido ofrecer una sepultura digna a Jesús, mucho menos el sepulcro nuevo del que hablan las Escrituras.
La mayoría de los judíos querían ser enterrados en las necrópolis del valle Kidrón o Cedrón, donde también se encuentra el monte de los Olivos, al este de Jerusalén. En él, según la tradición cristiana, Jesús oraba frecuentemente, e incluso se encontraba allí la noche que fue arrestado. Además, una antigua profecía establecía que sería en ese lugar preciso donde se manifestaría el mesías o libertador de Israel.
No todas las familias tenían el dinero necesario para mantener o construirse grandes mausoleos en ese lugar privilegiado. Los pobres, por lo general, eran enterrados en lugares más modestos, en otras necrópolis, ya que existían varias en los alrededores de Jerusalén, que han sido excavadas recientemente, y en las que se han encontrado osarios comunales, donde eran depositados los cadáveres de los más humildes, debidamente identificados, para después serles devueltos los huesos a los familiares.
No obstante, los rituales judíos con respecto a la muerte, no terminaban con el entierro. Le seguía una semana de intenso duelo, periodo llamado shiv’ah (siete). Era un tiempo durante el cual los miembros de la familia se quedaban en casa y recibían las condolencias de los amigos. Durante ese tiempo, quienes habían asistido al funeral no podían lavarse.
El siguiente paso en este proceso era la continuación de un duelo menos riguroso de un mes de duración, llamado shloshim (treinta). Por un mes, los miembros de la familia no debían salir de la ciudad, cortar sus cabellos o asistir a eventos sociales.
Transcurrido este mes, el segundo duelo, se podía casi recuperar el ritmo habitual de vida, pero los familiares más allegados debían continuar con el duelo durante un año. Ellos tenían que regresar al osario al cabo de ese tiempo, y allí celebrar una ceremonia privada, una especie de segundo sepelio en el que los huesos del difunto se recogían en la pequeña caja de piedra, de la que ya hemos hablado. Sólo entonces, se consideraba que el proceso de inhumación estaba concluido, y los familiares podían regresar definitivamente a su vida normal.
El cementerio, por ley, siempre estaba situado extramuros, es decir, más allá de las murallas que delimitaban las ciudades antiguas. Por ello, el cortejo fúnebre tenía que cubrir a veces considerables distancias hasta el lugar donde reposaban los restos del difunto. Sabemos que el monte de los Olivos, donde suponemos que Jesús fue crucificado, albergó también una necrópolis. Los sepulcros de aquella época, denominada por los historiadores del Segundo Templo, tenían características similares.
Normalmente eran de roca, excavados en las laderas de las montañas, y se accedía a ellos a través de una abertura baja. La cámara mortuoria solía tener unos dos metros de longitud por ciento ochenta centímetros de ancho, y cerca de los dos metros de alto. Tenían un nicho semicircular arqueado, también de unos dos metros de largo, ubicado a medio metro sobre el nivel del suelo, quedaban sellados por una piedra móvil que cerraba la entrada, como en el caso de la que contuvo el cuerpo de Jesús, durante un año, según la prescripción judía, o durante tres días, si hacemos caso de la tradición cristiana, al cabo de los cuales, resucitó.
Algunos investigadores suponen que en la necrópolis del monte de los Olivos en el valle del Kidrón, o Cedrón, podría ubicarse la tumba en la que Jesús fue enterrado, por otra parte, parece corroborarlo el hecho de que se celebrasen allí las crucifixiones de criminales y sediciosos, ejecuciones sumarísimas que los romanos solían llevar a cabo en lugares bien visibles, buscando el efecto ejemplarizante del castigo que se infligía a los condenados.
Los evangelios no indican dónde estaba situada exactamente la tumba, pero dan algunas pistas: aseguran que estaba cerca de la ciudad, lo que no es posible por las razones de salubridad que ya hemos expuesto; que era un lugar visible desde lejos; que se hallaba cerca de un transitado camino y que cerca de él había un jardín que contenía tumbas de piedra. Aunque también es posible que el texto griego original hablase de jardines de piedra, alusión metafórica a los cementerios y a las necrópolis antiguas.
Según la tradición cristiana, el Gólgota estaba sobre un promontorio o colina, que podría ser cualquiera sobre los que está construida la ciudad de Jerusalén. Aún hoy, los arqueólogos no se han puesto de acuerdo a la hora de situar ese lugar. Una tradición cristiana cuenta que en el año 326, Santa Elena, madre del emperador romano Constantino, localizó el lugar exacto donde había tenido lugar la crucifixión, así como la tumba donde fue enterrado el cuerpo de Cristo, y allí mismo se edificó la iglesia del Santo Sepulcro. Además, apenas removió un poco el suelo, descubrió la Vera Cruz donde había sido crucificado y los clavos que atravesaron sus manos y pies.
Como ya hemos expuesto, eso era imposible ya que la ciudad fue totalmente arrasada y nivelada por orden del emperador Adriano tras la segunda Revuelta (135) para edificar la nueva ciudad helenística de Aelia Capitolina, nombre con el que fue renombrada Jerusalén, por lo tanto, era absolutamente imposible que en el año 326, Santa Elena visitase el Gólgota, ¡hacía casi doscientos años que no existía!
Para complicar aún más el asunto, volvemos a señalarlo, la Jerusalén romana (Aelia Capitolina), fue a su vez destruida a inicios del siglo VII por los persas, y nuevamente, a principios del siglo XIII, por los mongoles, lo que hace todavía más difícil la localización exacta de los Santos Lugares. Pero como todos sabemos, fe y lógica nunca se han conocido.
Los relatos de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son absolutamente contradictorios. Basta comparar sus narraciones para darse cuenta de la fragilidad de su estructura y, por lo tanto, de su escasa credibilidad. Después de que Jesús expirase en la cruz, Mateo refiere lo siguiente:
«Llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilatos y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilatos entonces ordenó que le fuese entregado [puesto que estaba en poder del juez]. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña, y corriendo una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mateo, 27, 57–61).
Ahora, con lo que sabemos acerca de los rituales funerarios hebreos de la época, hagamos algunas observaciones:
1) Si María Magdalena se encontraba allí, ‘sentada frente al sepulcro’, junto a la otra María, que suponemos es la madre de Jesús, aunque podía ser otra María –luego veremos por qué– la primera tenía que ser forzosamente parte de la familia. A la puerta del sepulcro no había lugar para ‘pecadoras’, por muy arrepentidas que estuviesen. Luego si María Magdalena estaba allí, en compañía de la madre de Jesús, ella era la esposa, y esto es incontrovertible.
2) Aunque se acerca la tarde y la Parasceve, es decir, la víspera del Sabbat, no hay prisa ninguna. Como ya hemos visto, la ley judía autorizaba expresamente la preparación de los muertos incluso durante el Sabbat.
3) Sobre la evanescente figura de José de Arimatea, al que ya hemos identificado como ‘sepulturero’, volveremos enseguida para analizarlo bajo otro prisma, ya que según los evangelios era alguien influyente que realizó, según parece, una serie de trámites burocráticos en nombre de la familia de Jesús: por eso se encarga él (José) prácticamente de todas las gestiones legales y fúnebres: reclamar el cuerpo a las autoridades judiciales romanas, envolverlo en la sábana o sudario e introducirlo en el sepulcro, rescatándolo de la fosa común, a la que eran arrojados los cadáveres de los condenados.
Prosigamos. En la versión de Marcos, José de Arimatea es ahora un “ilustre consejero (del Sanedrín, nada menos), el cual también esperaba el Reino de Dios” (Marcos, 15, 43) y Pilatos “maravillado de que ya hubiese muerto” llama al centurión para que le confirme la muerte, después de lo cual autoriza la entrega del cuerpo:
«Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la entrada del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se le ponía» (Marcos, 15, 45–47).
1) Aquí suponemos que María [la de José] sigue siendo la madre de Jesús y tenemos nuevamente a María Magdalena velando la tumba.
2) Aquí no se habla de ‘sepulcro’ sino de ‘monumento’, tal vez un mausoleo más grande, de reciente construcción, con varios lechos de piedra para albergar a más cadáveres durante el proceso propio de la primera inhumación, que ya hemos visto en qué consistía.
3) Por lo que se desprende de los propios evangelios, José [de Arimatea], era un hombre habituado a tratar con las autoridades romanas, ya fuesen jueces, procuradores o centuriones. Además, al final del versículo, se nos dice que las ‘dos Marías’, seguimos suponiendo que esposa y madre del difunto, se limitaban a observar como José [de Arimatea] le envolvía en la sábana, es decir, que fue él, y no ellas, quien se hizo cargo de toda la preparación del cadáver. Del mismo modo que lo hacen hoy los empleados de las modernas empresas funerarias.
El relato de Lucas (23, 50–56), viene a coincidir con éste de Marcos en lo sustancial, pero en Juan la historia se desarrolla en un contexto llamativamente diferente:
«Después de esto rogó a Pilatos José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temor de los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilatos se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús» (Juan, 19, 38–42).
Analicemos ahora el texto de Juan:
1) En esta ocasión es Pilatos quien entrega el cuerpo, pero sigue siendo José de Arimatea, quien se hace cargo del cadáver. Y se nos habla de un huerto (¿jardín?) cercano al sepulcro. Lo que nos reafirma en situar la ejecución en el monte de los Olivos, no en el Gólgota. Lo repasamos enseguida.
2) Aparece Nicodemo, otro sacerdote (cohen) que también tomará parte en el proceso de preparación del cuerpo. Es plausible que ambos, José y Nicodemo, pronunciasen alguna oración fúnebre durante la celebración del sepelio. Recordemos que la ley judía prohibía terminantemente, embalsamar los cadáveres, por lo que las sustancias que lleva, una mezcla de mirra y áloe, es para aromatizar el cadáver y contrarrestar el hedor de la putrefacción. Aspecto éste importante si tenemos en cuenta que se trata del primer entierro, por lo tanto las tumbas tenían un carácter ‘provisional’ y eran reabiertas constantemente, para introducir nuevos cadáveres, y retirar otros restos.
3) Juan nos da a entender que entre José [de Arimatea] y Nicodemo, el cohen, fajaron el cuerpo y lo prepararon, según la costumbre judía, para introducirlo en el sepulcro. De momento, las mujeres no participan en nada de todo esto.
4) Aquí, en lugar de un jardín, se nos habla de un huerto, cercano al lugar de la ejecución. Seguimos estando en el mismo sitio: el Gólgota, según las Escrituras (del siglo IV), la necrópolis de los Olivos, en nuestra opinión. Se nos habla de sepulcro nuevo y monumento, lo que nos lleva a pensar que se trataba de nuevas tumbas con lechos de piedra, para la primera inhumación, que duraba un año, mientras los animales necrófagos hacían su trabajo y descarnaban los huesos.
5) En el texto de Juan, José de Arimatea es ‘discípulo de Jesús’ y no parece ser miembro del Sanedrín; esa víspera del sábado surge de la nada el tal Nicodemo, que ayuda a José a transportar el cadáver de Jesús y entre los dos lo amortajan y entierran en un sepulcro que ya no es señalado como propiedad de José de Arimatea y al que se recurre ‘por estar cerca’.
En los otros evangelios, como veremos enseguida, eran varias mujeres las que iban a amortajarle y eso sucedía en la madrugada del domingo, momento estelar que se hace coincidir con el de la resurrección de Jesús, por el mero hecho de encontrarse el sepulcro vacío.
Diremos en primer lugar, que las mujeres, no tenían nada que hacer en la tumba aquel domingo por la mañana: el cadáver ya había sido preparado por José y Nicodemo, y el segundo se había encargado de aplicarle las sustancias aromatizantes para contrarrestar el hedor de la putrefacción. Por otra parte, y esto es importante, si como veremos más adelante, Yeshua bar Abba [Jesús Barrabás] contaba con amigos entre los ancianos del Sanedrín [Nicodemo], e incluso entre la familia herodiana [Salomé], es más que posible que el propio José ben Caifás, sumo sacerdote aquel año, como nos indica Mateo (26, 57) hubiese procedido a sellar la tumba. Y este José ben Caifás, y el José [de Arimatea] podrían ser el mismo misterioso sacerdote que era ‘discípulo’ de Jesús en secreto. Porque ahora podemos decir que cuando Caifás acude al Pretorio como nos dicen las Escrituras para exigir que se libere a Barrabás, lo que estaba haciendo [Caifás] era exigir la liberación de Yeshua bar Abba, nuestro Jesús Barrabás:
«Había uno llamado Barrabás, encarcelado con sediciosos que en una revuelta habían cometido un homicidio; y subiendo la muchedumbre, comenzó a pedir lo que solía otorgárseles. Pilatos les preguntó diciendo: ¿Queréis que os suelte al Rey de los Judíos?» (Mateo, 15, 7–9).
Las interpretaciones que Jesús hace de la ley judaica están más próximas al pensamiento fariseo que al esenio. Los escribas anónimos del siglo IV, en su empeño por culpabilizar a los judíos de la ejecución de Jesús, no dudaron en convertir a José ben Caifás, el sumo sacerdote, en la figura del irascible y bilioso fariseo Caifás que exige a Pilatos, el bondadoso procurador romano, que crucifique a Jesús de Nazaret y libere a Barrabás, el malvado bandido. Sin embargo, los mismos copistas griegos, sin proponérselo, nos pusieron sobre la pista de Nicodemo, un miembro destacado del Sanedrín, lo que confirmaría que Jesús mantenía contactos con el clero oficial judío. Veamos ahora este fragmento del evangelio de Juan:
«Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “¡Vosotros no sabéis nada! ¿No comprendéis que vale más para todos que muera un solo hombre por el pueblo, y que no perezca toda la nación judía…?”» (Juan, 11, 50).
Este episodio describe la reunión de los miembros del Sanedrín, mantenida después de la resurrección de Lázaro por Jesús. Pero en contra de lo que se ha mantenido a lo largo de mil setecientos años, José ben Caifás no pide la muerte de Jesús, se refiere a la muerte de Lázaro, que ya aconteció, tampoco está sugiriendo asesinarle, dando a entender que mejor sería que hubiese muerto definitivamente (Lázaro) cuya resurrección ha soliviantado a toda la nación judía (al menos a una parte) y advierte del peligro que se avecina en caso de una nueva revuelta contra los romanos.
Por otra parte, ¿qué fue de Lázaro tras su resurrección? Sencillamente, desaparece de los evangelios, como tantos otros personajes.
Dejemos la resurrección de Lázaro, y regresemos con la de Jesús, en el preciso momento en que las mujeres [¿o sólo María Magdalena?] descubren el sepulcro vacío. Este episodio se desarrolló exactamente un año después, cuando sí era factible que las mujeres se presentasen en la tumba para retirar los huesos del difunto, y someterlos al lavado ritual antes de introducirlos en el cofre de piedra donde reposarían definitivamente. Lo que encaja perfectamente con la costumbre funeraria hebrea de la época, es decir, con el ritual del segundo entierro. Eso era lo que se disponían a hacer las mujeres cuando se dirigen a la tumba, aquel día, justo un año después de la crucifixión. Un lapso de tiempo que los evangelistas condensan en un fin de semana.
Intencionadamente, o por error, se solapan a veces en los evangelios las mismas celebraciones en años distintos. Así, en el caso de Jesús, al referirnos a su pasión, muerte y resurrección, siempre hablamos de la Pascua, pero ignorando que se condensan, en un escueto fin de semana, hechos que sucedieron con un año de diferencia, desde la inhumación del cuerpo, hasta la exhumación de los huesos. Se preguntará el lector, ¿adónde fueron a parar los huesos de Jesús extraídos de la tumba?
Los restos mortales de Jesús fueron llevados a Samaria para su definitiva inhumación porque hasta bien entrado el siglo IV aún se veneraban allí sus restos. Además, en el año 362 el emperador Juliano, más tarde calificado de apóstata por los cristianos, mandó abrir una tumba donde se veneraban los restos de Jesús y ordenó que fuesen quemados.
Téngase en cuenta que el dogma de la Divinidad de Cristo no fue establecido hasta bien entrado el siglo IV, y aún mucho después se siguió debatiendo, y dicho dogma no fue aceptado por todos los cristianos, los arrianos negaban la naturaleza divina de Cristo, y el propio Jesús, jamás se declaró a sí mismo “Hijo de Dios” sino “Hijo del Hombre”.
Gracias a la inefable labor de los copistas griegos del siglo IV, Bar-Abba nos llegó transcrito como Barrabás, al que convirtieron en un oscuro ladrón, porque de lo que se trataba, por encima de todo, era de ocultar la verdad sobre los orígenes absolutamente humanos de Jesús/Yeshua y la naturaleza de sus actividades mesiánicas y subversivas, contrarias al acatamiento del injusto poder establecido y que distaban mucho de ceñirse a la gazmoña proclamación del “amor universal” y a eso de “poner la otra mejilla y perdonar a los que nos ofenden” que la Iglesia, cómplice de todos los que han usado y abusado del poder desde entonces, ha esgrimido para acallar a cuantos clamaban en el desierto porque tenían hambre y sed de justicia.
Regresemos ahora al momento en que se produce el descubrimiento del sepulcro vacío y veamos cómo lo relatan los evangelistas. Retomando el texto de Mateo seguimos leyendo:
«Al otro día, que era el siguiente a la Parasceve, reunidos los príncipes de los sacerdotes y fariseos ante Pilatos, le dijeron: “Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún dijo: ‘Después de tres días resucitaré’. Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, le roben y digan al pueblo: ‘Ha resucitado de entre los muertos’. (…)” Ellos fueron y pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra». (Mateo, 27, 62–66).
Estos versículos afirman al menos tres cosas: que era conocida por todos la promesa de Jesús acerca de su resurrección al tercer día, que el sepulcro estaba custodiado por soldados romanos y, muy importante, que fue sellado. En las sucesivas excavaciones de las necrópolis que rodean Jerusalén se han encontrado varias tumbas con los sellos rotos de José ben Caifás, que era el sumo sacerdote en la época de la crucifixión de Jesús. El relato de Mateo prosigue así:
«Pasado el sábado, ya para amanecer el día primero de la semana, vino María Magdalena con la otra María a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues se que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho…» (Mateo, 28, 1–6).
De nuevo tenemos a las mujeres, en esta ocasión dos Marías: Magdalena y la ‘otra’ que podía ser María, la madre de Jesús, o María de Cleofás, hermana de la madre de Jesús, por lo tanto tía de Jesús. O bien otra ‘María’ que aparece en otro de los evangelios como una de las ‘mujeres’ que asistieron a la crucifixión y que se llama ‘Salomé’ y de la que sólo nos habla Marcos en su relato de la resurrección que veremos enseguida.
En cualquier caso, seguimos pensando que se trata de la ceremonia del segundo entierro que la esposa, María Magdalena, y posiblemente la madre, se disponen a realizar. Como ya hemos explicado, en este segundo entierro se extraían los huesos del difundo de la tumba provisional, y, después de un lavado ritual, se introducían en la caja o cofre de piedra que podía ser transportada a cualquier otra parte. En cuanto al ‘terremoto’ más adelante hablaremos de ciertas mezclas químicas utilizadas como explosivos en todo el Oriente Medio para remover piedras en trabajos de obras públicas e ingeniería civil. Es perfectamente factible que por la descripción que nos ofrece Mateo se hubiese utilizado dicha sustancia explosiva para ‘remover’ la losa que sellaba el sepulcro. El ‘ángel’ vestido de blanco, parece ajustarse bastante bien a la descripción de un sacerdote hebreo (cohen) que habría supervisado la abertura del sepulcro ayudado por los guardianes o empleados del cementerio, que habrían removido la piedra. Un trabajo duro sin lugar a dudas. Por eso cuando aparecen las mujeres el ‘ángel’ está sentado en la piedra (¿descansando?) y los empleados del cementerio están ‘como muertos’ (¿agotados?) o tal vez aún aturdidos por la explosión.
En cualquier caso, parece ser que ni el sacerdote que habría oficiado la exhumación ni los empleados que le ayudaron, siguiendo un ceremonial preestablecido, aún no se habían repuesto físicamente del esfuerzo realizado cuando aparecen las mujeres. Después el ‘ángel’ le da María Magdalena un ‘recado’ de parte de los que ya se han anticipado a retirar los huesos. Efectivamente: Jesús ya ha salido del sepulcro, aunque no por su propio pie, desde luego. Ciertamente, sus restos ya no están, otros se han anticipado y se los han llevado a un lugar previamente acordado, y que las mujeres conocen. Casi con toda seguridad, aquel ‘traslado’ de los restos fue para evitar lo que finalmente acabó sucediendo tres siglos después, que fuesen profanados y destruidos por sus enemigos. Todo está sucediendo, de forma absolutamente normal, por lo tanto, un año después de la crucifixión y no en el mismo fin de semana.
Antes de volver con los evangelistas, una breve puntualización: Tal vez el lector se pregunte qué objeto tenía trasladar los restos de Jesús, desde el osario a otra parte, pues evitar, como ya se ha señalado, que sus restos fuesen profanados y destruidos. El cadáver de Herodes el Grande fue sacado de su tumba y destruido durante la Revuelta del Censo (6 d.C.), apenas diez años después de su muerte. En épocas más recientes, en 1661 el cuerpo de Oliver Cromwell fue exhumado de la abadía de Westminster, y sometido al ritual de la ‘ejecución póstuma’. El proceso tuvo lugar, de forma simbólica, el 30 de enero, la misma fecha en que Carlos I de Inglaterra había sido ejecutado. Su cuerpo fue colgado de cadenas en Tyburn durante un tiempo, hasta que finalmente fue lanzado a una fosa común o fossa infamia, mientras que su cabeza decapitada fue exhibida en lo alto de un poste clavado a la entrada de la Abadía de Westminster hasta 1685.
Desenterrar cadáveres para destruirlos, como venganza póstuma, ha sido una práctica habitual desde la antigüedad más remota. Pero en el judaísmo, esto revestía un significado especial, porque según su creencia, heredada por el cristianismo, el día del Juicio Final “los huesos se recubrirían nuevamente de carne y los muertos volverían a la vida” para ser juzgados por Dios. Evidentemente, al destruir sus restos mortales, se impedía al difunto resucitar para comparecer ante el Tribunal de Dios el Último Día, con lo que se le negaba su acceso a la Vida Eterna. Luego, poniendo los restos mortales de Jesús a buen recaudo, se aseguraba su resurrección en un tiempo futuro indeterminado, cuando vivos y muertos serán convocados por Dios para ser juzgados. Motivo por el cual, hasta no hace muchos años, la Iglesia católica se oponía a la práctica cada vez más extendida de la cremación de cadáveres, porque es condición sine qua non, que existan esos restos mortales para que se produzca la prometida resurrección del Día del Juicio Final, cuando “Dios vendrá para juzgar a los vivos y a los muertos”, tal como se dice en las Escrituras.
Pero, ¿quién podía estar interesado en destruir los huesos de Jesús para negarle su resurrección? Jesús tenía tres enemigos fundamentales:
1) El clero judío de Jerusalén, al que descartaremos en primer lugar porque para los escrupulosos sacerdotes judíos, era absolutamente impensable perturbar el reposo de los muertos. Especialmente el de los que morían en el seno del judaísmo. Además, como ya hemos apuntado, Jesús también tenía ‘amigos’ dentro del Sanedrín, las propias Escrituras nos lo confirman, al menos dos: Nicodemo y Caifás, el sumo sacerdote. Tres si José de Arimatea también lo era, aunque de rango inferior, por su doble condición de sacerdote y sepulturero.
2) Roma: los romanos no creían en la resurrección, tal como la entendían los judíos y estaba claramente prohibido en su ancestral Ley de las Doce Tablas, manipular restos humanos con cualquier propósito que pudiese estar lejanamente relacionado con la hechicería o la nigromancia. La supuesta acción de Juliano tres siglos después, que analizaremos más adelante, se produjo dentro de un contexto cristiano, no pagano: el emperador –de origen griego– había recibido una profunda educación católica, de ahí el sobrenombre de Apóstata, porque había renegado de su fe.
3) Nos queda el más encarnizado enemigo de Jesús Barrabás, que no era otra que el rey Herodes Antipas, designado por Augusto virrey de Galilea, la patria de Jesús Barrabás, y contra quien ya había luchado su padre, Judas de Gamala, en el año 6 d.C.
Si Yeshua bar Abba [Jesús Barrabás], al igual que antes que él su padre, Judas de Gamala, ambicionaba la instauración de un régimen teocrático, el famoso Reino de Dios en el que Dios era el ‘único’ rey de Israel, su primer paso debía ser derrocar al monarca de entonces: Herodes Antipas.
Regresemos con nuestros evangelistas canónicos. La versión de Marcos difiere sustancialmente de la de Mateo ya que relata el suceso de esta otra forma:
«Pasado el sábado, María Magdalena, y María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a ungirle. Muy de madrugada, el primer día después del sábado, en cuanto salió el sol, vinieron al monumento. Se decían entre sí: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada al monumento?” Y mirando, vieron que la piedra estaba removida; era muy grande. Entrando en el monumento, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de una túnica blanca, y quedaron sobrecogidas de espanto…» (Marcos, 16, 1–5).
Como en Mateo, el antes ‘ángel’ ahora ‘joven’ ordenó a las mujeres que dijeran a los discípulos que debían encaminarse a Galilea para poder ver allí a Jesús. Básicamente se está describiendo la misma escena: el sacerdote (cohen) bien podía ser joven, se mantiene su condición de ángel-mensajero puesto que entrega un recado a las mujeres para que a su vez lo hagan llegar al resto de discípulos y seguidores: si quieren ver a Jesús deben ir a Galilea, no hace falta dar más señas, saben perfectamente a dónde deben dirigirse. Recuérdese que a menudo se habla de las mujeres que le seguían de Galilea. Luego se trataba de hacer el camino de regreso a un punto preestablecido.
Hay otro detalle importante: son conscientes de que alguien deberá abrir el sepulcro, saben que deben entrar en él para retirar los huesos y además llevaban aromas para ungirle. La tumba había sido sellada, probablemente por José ben Caifás, sumo sacerdote aquel año, no se podía romper el sello hasta un año después, cosa que se disponen a hacer, para ungir los huesos con los aceites balsámicos que se utilizaban para el lavado ritual de los huesos, un año después del primer entierro. Lavado previo a la introducción de los huesos en el cofre de piedra. Ya hemos visto que José de Arimatea, el sepulturero, y Nicodemo, sacerdote y miembro destacado del Sanedrín, un año antes, ya habían preparado el cuerpo inmediatamente después de bajarlo de la cruz, y son ellos quienes se encargan de introducirlo en el sepulcro. Como sumo sacerdote aquel año, a José ben Caifás le correspondía sellarlo, labor que bien pudo delegar en Nicodemo entregándole el sello. No había nada más que hacer. ¿Qué objeto tendría sellar la tumba, el viernes, si el domingo por la mañana tendrían que volver a abrirla, rompiendo el sello, para que las mujeres entrasen para ungir el cadáver?
Hay otro detalle que corrobora que las mujeres se dirigen al cementerio para realizar un trabajo concreto y conocido de antemano: se preguntan quién las ayudará a remover la piedra. Puede que se trate de una pregunta retórica, pues debían saber que eran los encargados o empleados del cementerio quienes se ocupaban de dichos menesteres, pero como se dirigen allí muy temprano, no están seguras de si encontraran a nadie para ayudarlas. El ‘ángel’ que tanta turbación parece causarles debía ser otro de los habituales en el cementerio, un sacerdote judío que se ocupaba de oficiar en las ceremonias fúnebres y de asistir a los familiares en la introducción de los cadáveres en los nichos, y en la retirada de sus huesos, un año después, en los rituales de inhumación y exhumación de cadáveres, absolutamente habituales en todas las necrópolis judías de la época del Segundo Templo. Sigamos repasando los evangelios. En Lucas se dice lo siguiente:
«Y encontraron removida del monumento la piedra, y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estando ellas perplejas sobre esto, se les presentaron dos hombres vestidos de vestiduras deslumbrantes. Mientras ellas se quedaron aterrorizadas y bajaron la cabeza hacia el suelo, les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado”. (…) y volviendo del monumento, comunicaron todo esto a los once y a todos los demás. Eran María la Magdalena, Juana y María de Santiago y las demás que estaban con ellas. Dijeron esto a los apóstoles pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos y no los creyeron. Pero Pedro se levantó y corrió al monumento, e inclinándose vio sólo los lienzos, y se volvió a casa admirado de lo ocurrido.» (Lucas, 24, 1–12).
Nótese que el antes ‘ángel’, y después ‘joven’, es ahora ‘dos hombres’, y que no mandan ir a Galilea dado que, según se dice más abajo, en Lucas (24, 13–15), Jesús resucitado acudió al encuentro de los discípulos en Emaús. Además las ‘tres mujeres’ a las que ahora se ha unido un tal Juana, pero siempre con María Magdalena a la cabeza, se han convertido ahora en una pequeña multitud; y Pedro visita el sepulcro personalmente.
De esta parte del evangelio de Lucas, que es sustancialmente diferente de los de Marcos y Mateo –aquí se habla explícitamente de la resurrección de Jesús– queremos señalar el profundo simbolismo que encierra la contundente afirmación de Lucas acerca de la resurrección, porque él fue, además de evangelista, el médico y secretario personal de Saulo-Pablo, el apóstol que aún sin haber conocido a Jesús personalmente, como él mismo reconocía, se proclamó su continuador basando toda su doctrina en el portentoso prodigio de la resurrección que Lucas describe en su evangelio. Y de la labor apostólica de Saulo-Pablo nos dejará constancia el propio Lucas en sus Hechos de los Apóstoles que, a pesar del engañoso título, está dedicado en exclusiva a ensalzar la figura del egocéntrico y megalómano Saulo-Pablo. Un oscuro delator que participa de forma pasiva –sin intervenir directamente– en varios asesinatos, empezando por el del protomártir Esteban que morirá lapidado bajo su supervisión, y que, durante el Sínodo de Jerusalén del año 47, se enfrentará agriamente con Pedro y Santiago, los hermanos de Jesús, para hacerse con la manija del movimiento mesiánico, cosa que al fin conseguirá poco después de que ambos apóstoles sean ajusticiados tras la clausura de dicho Concilio, considerado el primero de la Iglesia.
Bien, ahora, si resumimos la escena del descubrimiento del sepulcro vacío tal como lo atestiguan los cuatro evangelistas, obtendremos el siguiente cuadro: en Mateo las mujeres van a ver el sepulcro; se produce un terremoto; baja un ángel del cielo; remueve la piedra que cerraba el acceso a la tumba y se sienta en ella; y deja a los guardias ‘como muertos’.
En Marcos las mujeres (que ya no son sólo las dos Marías, puesto que se suma Salomé) van a ungir el cuerpo de Jesús; no hay terremoto; la piedra de la entrada ya ha sido removida; un joven está dentro del mausoleo sentado a la derecha; y los guardias [romanos] no aparecen por ninguna parte. Desde luego que no: ¡hace un año que se fueron!
En Lucas, las mujeres, que siguen llevando ungüentos, son las dos Marías, Juana, que sustituye a Salomé, y “las demás que estaban con ellas”; tampoco se produce el terremoto, ni hay guardias; se les presentan dos hombres, aparentemente procedentes del exterior del sepulcro; se les anuncia que Jesús se les aparecerá en Emaús y no en Galilea, tal como se dice en los textos anteriores; y Simón-Pedro da testimonio del hecho prodigioso.
En la versión de Juan sólo hay una mujer, María Magdalena, que no va a ungir el cadáver; no ve a nadie en el sepulcro y corre a avisar no a uno sino a dos apóstoles, que certifican el suceso; después de esto, mientras María llora fuera del sepulcro, se aparecen dos ángeles, sentados en la cabecera y los pies del lecho de piedra donde estuvo el cuerpo del crucificado; y Jesús se le aparece a la mujer en ese preciso instante. Veamos ahora en qué coinciden todos:
1. En la desaparición del cuerpo [el cadáver] de Jesús.
2. En la vestimenta blanca, resplandeciente que llevan, según cada versión, el ángel/joven/dos hombres/dos ángeles.
3. María Magdalena, aparece en todas los textos.
Podemos deducir que María Magdalena, cuyo protagonismo es manifiesto, se dirigía al sepulcro, no sabemos si sola o acompañada, y que se encontró con la tumba vacía y con unos hombres vestidos de blanco resplandeciente, posiblemente sacerdotes judíos, encargados de los oficios funerarios, que tal vez la informaron de que ‘otros’ ya habían procedido a llevarse el cuerpo, en realidad, los huesos descarnados, si nos ceñimos a nuestra explicación de la exhumación de los restos previa al segundo entierro.
Este enigma, hace años que esta descifrado. buscad en google andreas faberkaiser, rozabal. Los mas osados, llegan incluso a afirmar que todo fue un montaje, que Judas era un primo de Jesus y ambos tramaron que la crucifixion fuese en viernes, ya que asi, al atardecer, serian bajados de la cruz, aun en vida. Cristo se ofrecio en sacrificio a Dios por todos nosotros, y este, al igual que hizo con David, le perdono su vida, haciendo que resucitara al tercer dia (es que casi lo matan los bestias de los romanos), Y claro que esta sentado a la derecha… Leer más »