Dominique Venner o la fundación del porvenir
Georges Feltin-Tracol.- El 21 de septiembre de 1972, día del equinoccio de otoño, Henry de Montherland se suicidaba. Ha sido el día después del Pentecostés cristiano que marca la subida de Cristo al cielo, un martes (día de Marte) y en el mes de María (mayo), que Dominique Venner se ha dado muerte en “un lugar altamente simbólico, la catedral de Notre Dame de Paris que respeto y admiro,” como precisa en su testamento político.
A la edad de 78 años, Dominique Venner ha elegido libremente retirarse definitivamente de este mundo en el que veía asomar en el horizonte el nihilismo triunfante. Ha muerto como siempre vivió: como un hombre en pie que nunca se doblegó ante la adversidad. Toda su vida fue el ejemplo mismo de la virilidad, y practicó esa virtu tan cara a Maquiavelo y a los antiguos romanos. En él la verticalidad adquiría un sentido y guió su vida hasta el final.
El joven paracaidista voluntario que combatía el “fellagha” en los montes de Argelia, el experto en armas, el activista por la Argelia Francesa que soñaba con derrocar la V República naciente, el militante político que supo reanudar y volver a colocar la tradición francesa en la continuidad europea, el cazador reputado, el escritor y el historiador, el fundador y responsable de Enquête sur l´Histoire, y después de La Nouvelle Revue d´Histoire, el hombre privado, padre y abuelo feliz, representan diversas facetas que, lejos de contradecirse, expresan en realidad una coherencia interior de una rara intensidad.
Como observador atento de la historia de los pueblos, Dominique Venner se preocupaba de las señales cada día más visibles de la languidez mortífera de sus compatriotas autóctonos. Este vigía del imprevisto histórico deseaba verlos despertar cuando llegara el momento. Es en esa perspectiva salvífica que ha cometido en plena lucidez el acto definitivo.
Con este acto sacrificial, ha querido sacudir la mente de los europeo, ya que toda guerra es ante todo sicológica, cultural, ideológica. Sabía que sería el don absoluto de si mismo, la separación total de sus seres queridos, de su amor y de su amistad, y la aceptación serena de que su sangre viniera, como un nuevo Santo Crisma, a uncir una memoria colectiva aún no amnésica.
“En todas las guerras, unos hombres son voluntarios para misiones sacrificadas”, escribía en Le Coeur rebelle” (“El corazón rebelde”). Esta decisión, Dominique Venner la ha alimentado, meditado, pensado pacientemente. En su texto del 23 de abril de 2013 “¡Salud, Caballero rebelde!”, interrogándose ante el soberbio grabado de Albrecht Dürer “El Caballero, la Muerte y el Diablo”, Dominique Venner concluía que “la imagen del estoico caballero me ha acompañado a menudo en mis rebeliones. Es cierto que soy un corazón rebelde y que nunca he dejado de rebelarme contra la fealdad invasora, contra la bajeza promovida como una virtud y contra las mentiras elevadas al rango de verdades. Nunca he dejado de sublevarme contra todos aquellos que han querido la muerte de Europa, de nuestra civilización milenaria, sin la cual yo no sería nada”. Comprendió que más allá del matrimonio contra natura actualmente en el centro de la polémica, lo que se está llevando a cabo es un cambio de naturaleza civilizacional contra el cual es imperativo oponer una ardiente y firme resolución.
Si Dominique Venner, el pagano que no sentía ninguna afinidad con el monoteísmo, ha cometido el gesto irreparable ante el altar de Notre Dame de Paris, es porque tal vez sintió la urgencia del Katechon, esa figura escatológica que frena al Anticristo para mantener el orden normal del cosmos.
“Mientras tantos hombres son esclavos de su vida, mi gesto encarna una ética de la voluntad”. Y añade en su último artículo “La manifestación del 26 de mayo y Heidegger”: “Serán necesarios otros nuevos gestos espectaculares y simbólicos para asaltar las somnolencias, sacudir las consciencias anestesiadas y despertar la memoria de nuestros orígenes. Nos adentramos en un tiempo en que las palabras deben ser autentificadas por actos. Subraya que se encontrará “en mis recientes escritos la prefiguración y las razones de mi gesto”.
Dominique Venner no era un desesperado. Se encontraba en las antípodas de la desesperación. En “El corazón rebelde” insistía sobre la figura del samuraí, el guerrero que en nombre de unos principios ., En “El corazón rebelde” insistía en la figura del samuraí y su última metamorfosis histórica, el kamikaze, el combatiente de asalto que, en nombre de sus principios, se sobrepasa una vez más. “Morir como un soldado, con la ley de su parte, exige menos imaginación y audacia moral que morir como un rebelde solitario, en una operación suicida, sin más justificación íntima que la orgullosa certeza de ser el único en poder cumplir lo que debe ser llevado a cabo”.
En unas circunstancias que ha considrado propicias, ha proclamado que “deberemos recordar también, como lo ha formulado genialmente Heidegger (“Ser y Tiempo”) que la esencia del hombre está en su existencia y no en “otro mundo”. Es aquí y ahora que se juega nuestro destino hasta el último segundo. Y ese segundo definitivo tiene tanta importancia como el resto de una vida. Es por ello que hay que ser uno mismo hasta el último momento. Y no hay escapatoria a esta exigencia ya que no tenemos más que esta vida en la cual debemos ser enteramente nosotros mismos o no ser nada”.
“Siento que tengo el deber de actuar mientras tenga todavía fuerza para ello. Creo necesario sacrificarme para romper el letargo que nos agobia”. Esa es su respuesta por adelantado a todos sus detractores.
“Nadie muere para si mismo, sino los unos para los otros, o incluso los unos en lugar de los otros”, dice Georges Bernanos en “Diálogos de Carmelitas”. El altruismo heroico, combatiente y radical, defendido por Dominique Venner, se concreta en un acto decisivo que trasciende todo una obra de escritura y de reflexiones para alcanzar los antiguos preceptos de los romanos, en particular los del estoico Séneca para quien “bien morir es escapar al peligro de mal vivir”. Pues ese mal vivir, más allá de la simple condición personal, afecta a toda la sociedad francesa y europea. Llega el tiempo, en que “el discurso dominante, al no poder salir de sus ambigüedades tóxicas, obliga a los europeos a sacar las consecuencias. A falta de poseer una religión identitaria a la cual amarrarnos, compartinos desde Homero una memoria propia, depósito de todos los valores sobre los cuales refundar nuestro futuro renacimiento en ruptura con la metafísica de lo ilimitado, fuente nefasta de todas las derivas actuales”. En este contexto mortal para el espíritu y para las almas “enseñar a las personas a bien morir es el gran asunto del estoicismo”, escribe Gabriel Matzneff (“La mort volontaire chez les Romains”).
Gabriel Matzneff distingue por cierto que: “hay aquellos que se matan en nombre de una cierta idea que tienen de la moral privada y pública, en nombre de una cierta idea que tienen del hombre: abandonan un mundo en que los valores a los que están apegados ya no son actuales y donde triunfan en todas partes aquellos que desprecian”. Dominique Venner pertenece a esta clase de hombres. Recusa con vigor el antagonismo artificial y falaz entre el posmodernismo societal hiperindividualista y el holismo conquistador de comunidades alógenas, mayormente musulmanas, sobre nuestro continente. Se rebela contra esta inundación migratoria que trastoca la fisionomía europea tradicional. “Así como defiendo la identidad de todos los pueblos en su tierra, me sublevo contra el crimen que busca la sustitución de nuestras poblaciones”.
Al poner término a sus días, Dominique Venner da testimonio de que una tercera vía autóctona identitaria francesa y europea es la única apta para preservar nuestras tradiciones plurimilenarias. No es aceptando la institución de la homosexualidad, de la familia homoparental y el aborto masivo que haremos retroceder el islam y la inmigración extra europea. Y no es aceptando la implantación de minorías extranjeras de costumbres exóticas que restableceremos los principios tradicionales del Ser europeo. Es enfrentándolos simultáneamente que los europeos no se hundirán en la nada de la Historia. Pero será necesaria mucha fuerza moral para llevar a cabo ese doble combate.
Dominique Venner no ha carecido de fuerza moral. Al ir, con un arma en la mano hasta el coro de un sitio consagrado, desde hace mucho tiempo profanado por masas de turistas, ha vuelto a sacralizar el lugar. ¿Tuvo en esos últimos instantes el recuerdo del seppuku del japonés Yukio Mishima en noviembre de 1970, de la inmolación del checo Jan Palach en enero de 1969 y del militante francés Alain Escoffier en febrero de 1977? Dominique Venner sabía que toda fundación perenne exige un sacrificio previo y su desaparición ha sembrado los gérmenes de un renacer continental y echado los cimientos de un nuevo ciclo europeo en el siglo XXI.
Algo iniciado o fundado en un suicidio no puede ser bueno.
Creo que a Venner se le fue la cabeza.
“El Caballero, la Muerte y el Diablo”, de Albrecht Dürer:
http://www.bne.es/es/Micrositios/Exposiciones/EuropaPapel/resources/img/178_1_gr.jpg
Europa, hija a Agenor y Telefasa, nuestra tierra, nuestra raíz, nuestra cultura.