Una Europa de talla grande
Hace tan sólo siete años los españoles votamos abrumadoramente a favor de la Constitución de la Unión Europea, que arrojó un resultado favorable con un mayoría de un 77% de los votos válidos. Previamente, a la hora de pedir el voto, apenas hubo disidencia excepto la proveniente de partidos minoritarios, algunos de ellos de referencia regional.
Tanto los principales partidos, el PSOE entonces en el gobierno y PP, CiU, PNV, CC, como los sindicatos mayoritarios UGT y CC.OO. abogaron abiertamente por un voto favorable. Es más, todos ellos en lugar de fundamentar sus posturas en el propio texto legal sujeto a votación, pusieron el acento en las enormes ventajas que habían traído la entrada y pertenencia a la Unión Europea, y que eran visibles para la ciudadanía en general, derivadas de las modernas y extendidas infraestructuras creadas gracias a las generosas ayudas europeas, la estabilidad monetaria y cambiaria y los bajos tipos de interés propiciados por la pertenencia a la zona del euro, que habían logrado generalizar un sui géneris capitalismo popular entre los españoles, al menos en lo referente al acceso a la propiedad e incluso a la segunda y tercera vivienda, si bien hipotecados hasta las cejas. Cierto es.
España había sufrido una profunda transformación en poco menos de veinte años: Nuevas redes de autovías, trenes de alta velocidad, nuevos aeropuertos, puertos modernizados, universidades en cada capital de provincia, depuradoras, incineradoras, desalinizadoras, polideportivos en cada pueblo, hospitales y centros de salud, centros formativos, colegios e institutos. Además, subvenciones generosas para los cultivos del campo y para la formación de trabajadores y la creación de empresas.
Las infraestructuras españolas pasaron de estar a la cola de Europa a ser una de las más punteras y modernas, incluso mejores que las que tenían los países que más aportaban al sistema común de solidaridad europea. Los bajos tipos de interés de la zona euro unidos a las mayores tasas de inflación españolas llevaban a tipos de interés reales negativos aplicados en la financiación bancaria en España. Lo demás: la burbuja inmobiliaria y su posterior explosión, es de sobra conocido.En definitiva: la pertenencia a Europa produjo un importante efecto riqueza en los españoles. Un efecto que tiene varios “paternalismos”.
Para algunos, entre ellos muchos economistas, propiciado por la entrada en Europa; para otros, principalmente los políticos de cualquier signo, el efecto de la democracia y la descentralización política territorial; y, para otros, la estabilidad política, interna y externa, traída por la monarquía constitucional. Sea como fuere, la verdad es que la votación reflejó inequívocamente que los españoles muy mayoritariamente –al menos los que participaron, que fueron relativamente pocos- fuimos conscientes de las ventajas que había traído a España la pertenencia a Europa y su involucración en el proyecto europeo.
La modernización de España es un hecho incontestable.No obstante lo anterior, tengo la terrible sensación de que si el referéndum se volviese a plantear en la actualidad el resultado sería diferente. Europa ha dejado de ser vista como el amigo incondicional que paga siempre la cuenta de nuestros festines sin recriminaciones. Y ahora, cuando el castillo de naipes en que se fundamentaba el crecimiento de nuestra economía se ha desmoronado, aparecen nuevos personajes en escena. El papel principal lo desempeña la “bruja” Merkel, la malvada, que obliga a recortes a nuestros gobiernos, y no facilita la ayuda, antes generosa e incondicionada, y ahora cicatera y supeditada a cada vez más recortes, restricciones y condiciones. También el Banco Central Europeo protagoniza el destino de los lamentos de nuestras autoridades. Es más, a la peseta se le empieza a recordar con nostalgia, no sólo en las referencias a los precios de los bienes y servicios en el pasado sino con la creencia popular – no exenta de razón – que los sacrificios que impone la permanencia en el euro no serían necesarios en el caso de la peseta.
Nos puede gustar o no. Podemos creerlo justo o no. Pero es lo que hay. El proyecto de solidaridad europea tiene límites. Desde antes de la erupción de la crisis, ya se habían levantado voces en algunos países nórdicos a favor de la renacionalización de la políticas europeas de desarrollo regional y de sostenimiento de la agricultura y la pesca. La cuestión es siempre la misma: el dinero y la necesidad de transferencias de renta desde los países nórdicos, normalmente los que ofrecen unos datos más favorables de evolución económica, hacia los países y regiones que detentan los peores datos relativos, como es el caso de los países mediterráneos, entre los que se encuentra España.
El contra-argumento desde los países más desfavorecidos ha estado siempre fundamentado en que, por la vía del aumento generalizado de las rentas y la libertad de movimiento de las mercancías y servicios en el interior del mercado único, los países que aportaban más fondos al proyecto de construcción europea obtenían, a través de sus exportaciones, unos retornos muy superiores a sus aportaciones. O sea, que cuanto más invertían para promover los países del sur de Europa, más se beneficiaban ellos mismos a través de sus empresas, las cuales generaban, a su vez, cada vez más puestos de trabajo y rentas en tales países de origen. Pero los egoísmos nacionales imperan de nuevo en el viejo solar europeo, aunque tal vez nunca dejaron de hacerlo porque los intentos de organizar una política europea común de defensa o asuntos exteriores han constituido un rotundo fracaso al estar siempre subordinadas al interés estratégico de las tres grandes potencias europeas, entre las que desgraciadamente no se encuentra España.
La crisis generalizada, aunque golpea con diferente intensidad a las distintas naciones que conforman el proyecto común europeo, está poniendo a prueba la voluntad común de continuar unidos o, por el contrario, iniciar una tendencia hacia la desunión y volver hacia la habitual rivalidad y enemistad que propiciaron un continuo campo de batalla sobre las naciones europeas. La primera rotura visible podría producirse con la moneda única, propiciando la salida de algunas naciones del euro. Tal vez Grecia inicialmente, y al poco tiempo España estaría en primera línea de salida; luego podrían producirse las citadas renacionalizaciones de las políticas europeas comunes de solidaridad y, poco más adelante, restricciones a la libertades de movimientos que caracterizan al proyecto europeo, y luego las primeras roturas del mercado interior.
Al final, el sueño europeo podría quedarse en una frustrante ilusión inacabada.Pero no debemos consentir que los efectos de la crisis económica definan nuestra vara de medir. Lo que parecía bueno e idóneo hace 7 años, no puede dejar de serlo en tan poco tiempo. Los líderes europeos, sobre todo los de los países punteros, deberían apuntalar los fundamentos de la Unión Europea. Es tiempo para la generosidad política. Es tiempo para la seriedad, rigurosidad y las reformas. Es tiempo para la lealtad mutua y generalizada entre las diversas naciones europeas.Como todo en esta vida, no se puede tirar la toalla ante las primeras dificultades.
Si una Europa unida, como contrapeso de unos Estados Unidos de América fortalecidos tras la post-guerra, merecía la pena hace cincuenta años, debería seguir mereciendo la pena ahora. Unidos somos más fuertes. En Europa tenemos que tener cabida todos los europeos. Necesitamos una Europa de talla grande.
*Economista y portavoz de Populares en Libertad (PPL) en la Asamblea autonómica de Melilla.