La prueba del algodón
Hace unos días, el multimillonario estadounidense Donald Trump dijo que “España es un país increíble. Es un gran país, pero está enfermo y este es el momento de aprovecharlo”.
Independientemente de que nos caiga mejor o peor este individuo, desgraciadamente la afirmación tiene un elevado grado de certeza. España está enferma, nos guste o no, y los españoles tenemos la obligación de levantarla.
Dicen que los grandes líderes surgen durante las grandes crisis. Esperemos que pueda ser así en España, porque hoy en día, como en diferentes ocasiones pasadas, estamos realmente necesitados de líderes creíbles y capaces de conseguir sacarnos de la verdadera encrucijada en la que estamos inmersos. Obviamente, no me refiero a uno exclusivamente. Me refiero a un conjunto de personas trabajando de manera organizada y simultánea, incluso discrepando abiertamente entre sí, porque esta es la principal ventaja de la pluralidad política. Como dijo Benjamín Disraeli: “Ningún gobierno puede mantenerse sólido mucho tiempo sin una oposición temible”.
También dicen que en las crisis surgen grandes oportunidades. Oportunidades de hacer las cosas de manera diferente. Oportunidades de crear, innovar, aprovechar y mejorar; de repensar, racionalizar, reformar, modificar y adecuar; de utilizar, eliminar, disminuir y reunificar. En definitiva: oportunidades de cambiar, que sólo serían aprovechadas si, al final del proceso, se hubiese logrado mejorar con respecto a la situación previa.
Lo primero sería diagnosticar correctamente la situación en la que estamos y, para ello, es primordial saber diferenciar bien entre sus causas y sus efectos, porque aplicar terapias exclusivamente sobre los segundos nos condenaría irremediablemente a seguir sufriéndolos en el futuro en ciclos de mayor o menor intensidad, al tiempo que implicaría seguir dilapidando unos recursos escasos –y no me refiero exclusivamente a los económicos- sin solución de continuidad, de forma que sólo sirvan para dulcificar el presente. Precisamente esto: dulcificar el presente, parece ser la intención de los líderes europeos actuales. De todo lo anterior, iremos hablando poco a poco.
No obstante, en algunos casos los efectos son tan evidentes y perniciosos que, olvidándonos de sus causas, se podría, a mi entender, luchar contra ellos eficazmente. Este es el caso de la corrupción.
Entre las manifestaciones principales de la enfermedad de España, destaca la corrupción generalizada a lo largo y ancho del país, cuyas manifestaciones afectan incluso a las más altas personalidades de la nación como hemos visto recientemente.
Una corrupción enraizada en nuestras instituciones y, desafortunadamente, incluso aceptada, cuando no propiciada, mediante la acción o la omisión, por muchos de nuestros ciudadanos, acostumbrados como estamos a vivir rodeados por ella e incluso por la memoria histórica transmitida por los antepasados.
Una corrupción que adopta formas diversas y dispares según la clase de poder del que emana: Desde la tradicional “mordida” a las facturas presentadas al tráfico de influencias; desde el “enchufe” a familiares, amigos y miembros del partido gobernante al establecimiento de redes de clientelismo mediante el uso de las subvenciones y los contratos públicos; desde la adjudicación repetitiva de contratos menores fraccionados a la inducción de la contratación de personas concretas por parte de concesionarias o beneficiarias de contratos públicos; desde las licencias y servicios “express“ en función del interés, político o económico, del solicitante al trabajo a “reglamento”, es decir: “venga usted mañana” para quienes no ofrecen nada o no tienen nada que ofrecer; desde puntuales errores clamorosos de la administración, que casualmente producen beneficios económicos directos a particulares, y de los que nadie carga con las consecuencias a la instigación por particulares y empresas a las autoridades para que resuelvan de una determinada manera. En definitiva: la “morfología” y la geografía de la corrupción en España es amplia y variada, y aunque se han hecho intentos para reducirla sigue perviviendo en las conductas cotidianas.
Por supuesto que existen numerosos políticos, funcionarios, empresarios y ciudadanos honestos que no realizan ninguna de las actividades descritas u otras que pudieran existir, pero, como se dice con las “meigas”, existir, existen las corruptelas y tanto si queremos aceptarlo como si no.
En mi opinión, llevar a España a unos niveles de corrupción similares a los de los países menos corruptos del mundo de acuerdo con los estándares de la entidad Transparencia Internacional –porque hay que reconocer que es imposible su erradicación total- debería constituir un objetivo nacional deseable, abordable y asumible, que propiciaría, a su vez, efectos benévolos inmediatos, tanto cuantitativos como cualitativos, sobre otros males que afectan a nuestro país.
Entiendo que sería deseable porque lo que más desanima a los ciudadanos es percibir, equivocadamente o no, que la Justicia tiene diferentes varas de medir y que sus tratos con la administración no se realizan en condiciones de igualdad; abordable porque contamos con los medios necesarios y suficientes para combatirla, aunque haya que crear organismos y realizar reorganizaciones y dotaciones presupuestarias en algunos departamentos a reforzar para que puedan comprometerse con este objetivo; y, finalmente, asumible porque si otros países lo han logrado, nosotros también podemos hacerlo. No existe en el ADN de los españoles un cromosoma permisivo de la corrupción, ni tampoco en nuestra religión mayoritaria ni nada por el estilo. Tenemos que aceptar, de una vez por todas, que la corrupción no debe ser la pauta general de conducta de muchos gobernantes y particulares, y que debemos reducirla a su mínima expresión, aislando a los corruptos, castigándolos debidamente y evitando que puedan repetir sus fechorías en el futuro.
Las reformas en el Código Penal y el proyecto de Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, pueden parecer un buen comienzo y de hecho lo son, pero no servirán para nada si no cuentan adicionalmente con un cambio en la actitud de los españoles hacia la corrupción. Porque una Ley no vale nada si no viene acompañada de una voluntad firme de aplicarla, sean cuales sean las consecuencias, y un apoyo decidido y generalizado por parte de los ciudadanos. Un cambio de actitud que debería provenir de la mayoría de los españoles, aunque esto sólo podrá ser así cuando lleguen a ser conscientes de que las instituciones son suyas, que no deben tener miedo a denunciar conductas y hechos impropios, para lo que, en contrapartida, deben sentirse protegidos por el ejercicio de su derecho.
La Fiscalía anti-corrupción podría ser un instrumento adecuado para poner en valor las aspiraciones de muchos españoles por erradicar la corrupción. Pero debería ser reforzada en sus medios y liberada de la dependencia orgánica del Fiscal General del Estado, que está, al fin y al cabo, sujeto a un nombramiento político y, por tanto, puede ser sumiso a las consignas emanadas por el gobierno de turno. Para ello habría que reformar la Constitución. Es un inconveniente, pero podría y debería realizarse porque merece la pena. También debería garantizarse el anonimato a los ciudadanos que presenten denuncias a la citada fiscalía con un determinado fundamento mínimo. Por otra parte, la fiscalía debería tener la posibilidad de actuar de oficio en los casos en que los particulares prefieran no hacerlo, siempre y cuando exista un nivel de pruebas suficiente. Finalmente, deberían garantizarse procedimientos judiciales gratuitos para aquellos denunciantes que los necesiten.
En otro orden de cosas, y dado que se trata de un objetivo nacional, sería necesario realizar funciones de control externo de carácter administrativo a las diferentes instituciones públicas, mediante la creación de un organismo con competencias de ámbito nacional, que fuera dotado de autonomía funcional, presupuestaria y capacidad sancionadora, configuradas todas legalmente, de manera que pudiera, por una parte, observar, monitorizar, evaluar y corregir los potenciales riesgos de prácticas de corrupción en administraciones públicas concretas; y, fundamentalmente, exigir a las diferentes administraciones y entidades públicas el estricto cumplimiento de los planes de control anualmente aprobados para la consecución gradual del objetivo nacional de reducción de la corrupción aparente, que deberían fijarse en la forma más ambiciosa posible al objeto de alcanzar, a medio plazo, al país mejor posicionado entre los menos corruptos.
Sí. Ya sé. Lo anterior tiene un elevado coste y ahora nos encontramos en época de restricciones presupuestarias, pero hay que decir que tal coste sería ridículo en relación a los beneficios de todas clases, y no sólo económicos, que podría producir. Simplemente, y de forma prácticamente inmediata, los ahorros por los sobrecostes de todo tipo que la corrupción implica justificarían financieramente la reforma, pero habría que añadir otros como el incremento en la seguridad demandada por la inversión extranjera para establecerse en España; la mejora de la confianza que ofrecen las empresas, particulares e instituciones españolas a la hora de realizar transacciones económicas con el exterior; y más a medio plazo, la preeminencia del mérito, el esfuerzo y la capacidad como los factores decisivos para conseguir cosas en España, en lugar de las comisiones, el cohecho, el amiguismo, las trampas, los enchufes, la información privilegiada, etc.
En definitiva: Lo que procedería es la “tolerancia cero” con el fenómeno de la corrupción, y que cada una de las instituciones públicas llegase a tener unas formas de actuar tan limpias y tan transparentes que fueran susceptibles de pasar con nota “la prueba del algodón”. Considero que entonces muchas cosas podrían cambiar en España.
*Economista, diputado autonómico y portavoz de Populares en Libertad (PPL) en la Asamblea de Melilla.
Menuda chorrada y lo dice precisamente un tipo que ha estado enchufado por el Partido Popular primero como Gerente en Promesa, que por cierto empresa publica que no sirve absolutamente para nada y solo hay que ver el paro existente en Melilla y en segundo lugar como Director general de la Ciudad autonoma de Melilla nombrado a dedo por el PP de Melilla,
Si señor hay que tener jeta….
Este señor abandonó el Partido Popular.
Nota del moderador: No sólo lo abandonó, sino que se enfrentó a la corrupción de una forma heroica, renunciando a todos sus cargos. Es un ejemplo de rectitud moral y altura patriótica de miras. Por eso nos cabe el honor de tenerlo en nuestro equipo de colaboradores. Julio Liarte es un monumento a la decencia y a la ética que debería tener cualquier personaje público.
Un poquito de por favor sr. moderador que sabrá usted de Melilla y lo que acontece con este individuo. Por cierto este individuo nunca participo en nada dentro del Partido Popular de Melilla, eso sí tuvo cargos gracias al PP de Melilla ( enchufado por el PP de Melilla ), de lo contrario seria un simple funcionario como tantos otros funcionarios del Grupo a1 que existen en Melilla. Un saludo muy cordial sr. moderador……. Nota del moderador: Primero, no debería extrañarle que defendamos a nuestros colaboradores. Segundo, ¿qué quiere usted decir con que tuvo cargos gracias al PP? ¿Acaso el… Leer más »
Hombre sr. moderador el puesto de Gerente de Promesa es un cargo politico, como es un cargo politico ser nombrado Director general de un area de la ciudad autonoma, como muy bien sabe usted. Y ya que este sr. habla de enchufes, creo que el primer enchufe politico son los cargos que ha tenido, le recuerdo gracias al PP de Melilla. Todo lo demas querido moderador son opiones suyas y la presunta confrontación que pueda tener este sr. con determinado periodico es algo que todo el mundo conoce ya a esta altura en Melilla. Y cualificación profesional como la de… Leer más »
Fantástico, como siempre… Y nada de extrañar, viniendo de un hombre HONESTO y trabajador incansable, como es D. Julio Liarte Parres.