Reviven los bufos madrileños
Por Fernán de Valder.- ¡Es hora de reírse! Sí; en estos tiempos en los que solo encontramos motivos para llorar tenemos que hacer un hueco en nuestra agenda de pesadumbres para ir al Teatro de la Comedia en la madrileña calle del Príncipe, recientemente declarado Bien de Interés Cultural en la categoría de Monumento por el Consejo de Ministros.
Pero no hay que reírse de esta decisión tan acertada; hay que reírse, y con ganas, viendo el espectáculo cómico-musical que la Compañía Nacional de Teatro Clásico estará representando hasta el próximo 25 de enero, “Los bufos madrileños”, una adaptación de la zarzuela bufa en tres actos y en verso “Los órganos de Móstoles”, estrenada en Madrid en 1867 con música de José Rogel y libreto de Luis Mariano de Larra. Se trata de una reposición del espectáculo representado hace dos años con gran éxito en este mismo escenario, una versión con ciertas referencias modernas o actuales (algunos compases de los Beatles son un ejemplo) de aquella zarzuela decimonónica a cargo de Rafa Castejón, que también la dirige y forma parte de su elenco como actor.
Sin embargo, aunque ahora no tenemos coro ni orquesta, la música de un piano acompaña a todos los cantantes y el resultado no defrauda.
En los primeros veinte minutos de la función su director, con la intervención de otros actores del elenco -que declaman desde los palcos o paseándose por el teatro como Pedro por su casa-, representa un divertido prólogo para situar a los espectadores en el contexto histórico en el que nació (esta zarzuela, no su director); fueron unos tiempos convulsos previos la Revolución liberal llamada “la Gloriosa”, en los que los españoles, hartos de algaradas y represiones, deseaban inyectarse a grandes dosis humor y picardía para liberarse de sus traumas y preocupaciones cotidianas.
Cuenta cómo esta situación la supo valorar a tiempo Francisco Arderíus, un gran actor cómico pero malísimo cantante, que decidió emprender una aventura empresarial como productor teatral y encontró la fórmula ideal en las operetas cómicas que triunfaban en París de la mano de Offenbach, iniciativa que le hizo rico con su nueva compañía “Los bufos madrileños”, dando lugar a una serie de obras que el público acogió con entusiasmo, hasta el punto de que fue copiada por otros empresarios teatrales de España. Y, como no podía ser menos, dedica Castejón unos minutos a explicar el significado que en aquélla época tenía la expresión “los órganos de Móstoles”, que daba título a la zarzuela.
Pero lo explicaremos con nuestras propias palabras. Esa expresión decimonónica y ya obsoleta podía aludir tanto a una situación de caos y desconcierto como a un conjunto de personas o cosas muy dispares que no se avienen entre sí. El famoso órgano de Móstoles del que procede este dicho era completísimo en diferencias o registros, pero llegó a estar tan destartalado que debía de sonar a rayos fritos en escabeche. Ignoramos en cuál de estas dos posibles acepciones estaba pensando el libretista cuando puso el título a su zarzuela; quizás en las dos. Hoy para referirnos a una situación de caos hablaríamos más bien de doña Bernarda, cuya afición no voy a mencionar por pudor, y en cuanto al segundo significado podríamos hablar de un cajón de sastre o usar otra expresión que ahora mismo no se me ocurre. Lo cierto es que el título de la zarzuela alude a las hijas de don Abdón. Y es que estas mujeres, para su querido papaíto, son tanto unas personas algo difíciles de aguantar como unas cosas que pueden ser objeto de comercio y, como tales, cedidas en matrimonio al mejor postor. Eso sí, cantan de maravilla y tienen gracia por un tubo, o por muchos: tantos como pudiera tener el destartalado órgano de Móstoles. Pero eso de encasquetárselas a tres fulanos para librarse de ellas, ¿eh?, tiene su miga…
Afortunadamente nos encontramos en otros tiempos peores. Y por eso tenemos que reírnos de aquella sociedad, que, con todos sus defectos, no tenía los de la nuestra. Ustedes me entenderán, y si no, vayan a ver esta función, y acaso tampoco. Pero es que España -como el resto del mundo civilizado- tenía unas cosas que hoy no comprendemos y que tenemos que aprender a metabolizar aunque solo sea porque nos debemos a nuestros ancestros. Sí; ya sé que eran un poco bárbaros y estaban siempre en guerra los unos contra los otros; pero los queremos porque llevamos su sangre en nuestras venas y porque, a pesar de todas sus torpezas, supieron dejar a la posteridad grandes obras de arte que hoy ilustran nuestros museos, nuestras calles, y nuestros teatros. Y si algunas de esas obras, además, nos hacen reír, miel sobre hojuelas.
Y es que no me digan ustedes que no tiene gracia el argumento de esta obra: don Abdón, un viudo que hoy llamaríamos “patriarcal “y “machista” de acuerdo con los cánones lingüísticos de la corrección política imperante, harto de tener que alimentar a sus tres talluditas hijas, Pilar, Úrsula y Sebastiana, decide casarlas con los candidatos que pueda seleccionar de los que se presenten a una entrevista, convocados por un anuncio publicado en un diario. El regalito personal ira acompañado de una generosa dote, distinta para cada hija, que constituirá un importante aliciente para que se presenten suficientes candidatos a administrarla. Ellas, afectadas del temor reverencial propio de la época, aceptan en principio la idea pero ponen su condiciones o, al menos, indican sus preferencias, que, desde luego, no serán atendidas por el destino.
La idea básica está tomada de una de esas operetas bufas que habían triunfado diez años antes en París, “Six damoiselles à marier”, las seis hijas de un hombre aquejado por el mismo agotamiento, aunque este se ahorra dinero publicando el anuncio en la puerta de su casa. Pero el humor español es muy distinto del francés, y el libreto de nuestra comedia no solo cuenta una historia diferente, con referencias continuas a nuestro teatro clásico, sino que la encaja con soltura en los diálogos dentro de los estrictos cauces de nuestras propias formas poéticas como el romance, el romancillo, la quintilla o los ovillejos, éstos últimos creación genuina de Cervantes, de los que el libretista español hace gala con nueve ingeniosos ejemplos. Véase el que recita Úrsula:
Si a mi hermana Pilar dejo
con un viejo,
Sebas da su mano pronto
a un tonto
y a mí me da un mal pago
un vago,
¿no será terrible estrago
que, si apenas nos conocen,
nuestro porvenir destrocen
un viejo, un tonto y un vago?
El anuncio surte efecto, dándose a entender en la obra que de una gran avalancha de candidatos, D. Abdón ha seleccionado a tres, uno para cada hija, quedando solo por precisar a qué hija le corresponderá cada uno. Así que hacen su aparición en escena los escogidos, conocidos ya por el público pues han intervenido en el prólogo: tres raros especímenes del género humano, que bien podían figurar disecados en un museo si fueran de carme y hueso y no estuviera prohibida esa práctica. Solo con escuchar los nombres de dos de los pretendientes, si yo fuera mujer no me casaría con ninguno de ellos; y conociéndolos tampoco, aunque tramitaran en el Registro Civil un expediente de cambio de nombre. Y es que estos dos se llaman Homobono Mantecas y Rugiero Rompelanzas, si bien éste último quizás hubiera adquirido su apellido por méritos propios, al demostrar con creces su carácter pendenciero, dispuesto a solucionar cualquier problemilla a golpes, incluso contra el aire; un hombre, por lo demás, ávido de cazar la mayor dote posible con independencia de cuál sea la mujer a la que acompañe, pues practica ese viejo refrán que dice: “de noche todos los gatos son pardos”.
En cuanto al tercero, de nombre Arturo, no le podemos reprochar su nombre, que tiene reminiscencias de realeza inglesa medieval. Le reprochamos simplemente que es un chulito que encontrándose en plena juventud se siento viejo en experiencias porque ha pasado por todo, y todo es objeto de su desprecio, incluidas las mujeres, de las que solo se sirve como quien se bebe un vaso de agua y luego tira el envase a la papelera. Pero no debemos olvidarnos -aunque lo quisiéramos- de ese tal Manteca, un rentista ocioso, débil e insulso, si no viejo muy entrado en la madurez, que pretende casarse con la más joven y revolucionaria de la tribu: una señorita algo cursi y romántica que sueña con conocer a un caballero andante y a la que su padre asocia con las golondrinas, que no pueden ser sino las que volvían a los balcones de Bécquer para colgar allí sus nidos y aletear en sus cristales. Y como este alfeñique de pretendiente cree que los opuestos se atraen y los iguales se repelen según las leyes de la electrostática, se frota las manos viendo cumplido prematuramente su sueño. Pero… ¡nanay para los tres!
Y es que cuando estos tres hombres se presentan en la casa familiar se arma la gorda (con perdón de las mujeres obesas).
Ellos se ponen de acuerdo, por sus particulares y egoístas razones, para elegir a sus respectivas esposas, mientras que ellas se espantan por razones obvias, de acuerdo con la siguiente verdad matemática: el orden de los factores no altera el producto, que es pésimo desde todos los puntos de vista.
Pero como nos encontramos ante todo con una obra bufa, se hace necesario reírse en ella de algún personaje clásico de nuestro teatro decimonónico. Y le toca el turno al don Juan Tenorio de Zorrilla, revivido en versión moderna por un joven muy tímido y acobardado pero sensato y formal, interpretado magistralmente por Castejón, que sueña con los amores de la hija menor de don Abdón, y que no se atreve a confesarlo hasta que la ocasión lo requiere, parodiando la famosa declaración de amor de aquel seductor a Doña Inés. El resultado no lo voy a contar. Y tampoco desvelaré a los lectores el final del enredo que se produce tras la rebelión de las hermanas contra la decisión paterna, en el que juega un papel importante este donjuán de pacotilla: la solución, sencilla o difícil, según se mire, tendrán que madurarla en su cerebro los espectadores, porque estos bufos son muy bufos y las cosas que no quieren decir las insinúan.
En cualquier caso se trata de un final feliz como el de los cuentos chinos, que no voy a revelar porque si no, no me volverían a invitar a un estreno.
Felicito efusivamente a todo el elenco y especialmente a su director, porque son todos unos fieras de la interpretación.
Nadie debe perderse esta obra. Y el que se la pierda peor para él: se quedará, entre otras cosas, sin escuchar esa melodiosa habanera que cantan a coro los actores en el prólogo, creación de José Rogel para su zarzuela “El joven Telémaco” y cuya misteriosa letra, de Eusebio Blasco, muy apropiada para ser estudiada por un buen investigador de galimatías filológicos, dice así: “Suripanta, la suripanta, maca trunqui de somatén, sun fáribun, sun fáriben, maca trúpiten sangasimém”. Yo sí sé lo que significa.
Y ya al terminar la función, mientras aplaudimos con fuerza y con razón a todos los actores y cantantes (el masculino genérico me evita duplicidades), me fijo en la majestuosidad y elegancia del auditorio, y pienso para mis adentros: ¡Qué buen sitio sería éste para representar la zarzuela: El Café de la Rima Ondulante”!











