No habrá paz entre PP y Vox
Luís Ventoso.- Neos, la plataforma conservadora y cristiana que cuenta con el impulso, entre otros, de Mayor Oreja, está llevando a cabo por toda España un valioso ejercicio de lluvia fina, que va calando. Sus actos suelen abarrotar un gran auditorio lindante con la Castellana. En una de esas citas participaban, entre otros, María San Gil, en nombre de la organización, y Cayetana Álvarez de Toledo (PP) y Pepa Millán (Vox). En un momento dado, la siempre cordial y cabal María San Gil las animó a un entendimiento entre ambos partidos. El público, que no era precisamente de izquierdas, prorrumpió en un sonoro aplauso espontáneo apoyando la sugerencia.
Salvo los muy cafeteros, la mayoría de los votantes de PP y Vox desean que cooperen, sobre todo ante una urgencia absoluta: echar a Sánchez y corregir su infausto legado. Pero si somos realistas, me temo que ya no habrá paz entre PP y Vox. Los intereses electorales, las diferencias ideológicas, las canonjías personales, pues hay mucha gente viviendo de ambas siglas, y los muchos cachetes mutuos que se han propinado, hacen casi imposible un entendimiento estable.
Vox nació como una rama escindida del tronco del PP, de donde procedían casi todos sus líderes, pero ha ido derivando en algo diferente, despojándose por el camino de todo matiz liberal. El partido de Abascal sostiene que hoy PP y PSOE «son lo mismo» y enfatiza que los populares constituyen «una estafa» (por su parte, el PSOE afirma que los idénticos son PP y Vox).
Vox es un partido conservador y nacionalista español, contrario al europeísmo y la globalización y de puesta en escena efectista (otros escribirían populista). Enarbola como su principal bandera la lucha contra la inmigración irregular, que preocupa de manera creciente a los europeos, pues a veces ya no reconocen sus calles de siempre. Ese serio problema se ha convertido en el principal nutriente de partidos similares a Vox (amén de la incapacidad de las formaciones tradicionales a la hora de solventar la pérdida de poder adquisitivo de las clases medias, que tiene difícil arreglo, toda vez que la prosperidad se ha mudado a Asia y aquí tenemos cada vez menos ganas de trabajar).
El PP también ha evolucionado. Tras la escisión de Vox ha dejado de ser la casa única de la derecha, el gran logro de Fraga. Con su actual líder ha girado al centro, hasta el extremo de que Feijóo proclamó en el último congreso del PP que derecha e izquierda son conceptos superados (una singular conclusión cuando su liza es hoy más estruendosa que nunca).
No es cierto que el PP sea igual al PSOE, y menos al de Sánchez, al que fustigan cada vez con más dureza (la que se merece). Pero sí es verdad que el actual PP, en su afán por pescar desencantados del PSOE, ha descuidado a su público de derechas. Además, algunos de sus candidatos carecen de la ideología que se le presupone al partido (véase el caso de Guardiola, de pensamiento de centro-izquierda).
El PP goza de la enorme ventaja de que hoy es el único partido con fuerza electoral suficiente para llegar a la Moncloa y librarnos de Sánchez. Las últimas encuestas le otorgan un 32,6 % de los votos, con lo que supera al PSOE (27,6 %) y casi dobla a Vox, a pesar de su fuerte subida.
A la mayoría de los votantes de derechas les gustaría que PP y Vox colaborasen en gobiernos sólidos capaces de frenar a la izquierda. El PP podría aportar realismo a Vox –porque una cosa es predicar y otra dar trigo– y templar su pirotecnia dialéctica. Y Vox podría insuflar al PP esas calorías ideológicas que tanto necesita tras su excesivo giro al centro, que lo puede dejar en un remedo del PSOE de González.
Pero no va a poder ser. A Vox no le interesa ser la muleta del PP y entrar en sus gobiernos, porque cree que con la crecida que están experimentando en todo Occidente los partidos de su cuerda puede aspirar a convertirse en primera fuerza a medio plazo. Ni siquiera les resultaría tan negativo que continuase Sánchez, pues la situación se enrarecería tanto que podrían recibir el empujón definitivo en las urnas. En Vox saben que en las coaliciones el pez grande se come al chico. Además, es más cómodo y rentable opinar desde la barrera que comprometerse con la gobernación, donde hay que pasar de las musas al teatro.
El PP tampoco quiere saber de Vox, pues se ha instalado en la asepsia gestora y rechaza las lizas culturales. Génova acusa una especie de complejo de inferioridad ante la izquierda y en cierto modo ha comprado el retrato tremendista que esta hace de Vox. Por último, ha habido demasiados palos entre ambos (sobre todo de los verdes a los azules) y esas heridas dificultan el tan necesario entendimiento.
Imagino que la estrategia de Vox consistirá en permitir la investidura de los gobernantes del PP –Feijóo incluido, cuando le toque– y acto seguido hacerles la vida difícil, o hasta imposible, si así lo recomienda su calculadora electoral. Si el nuevo líder del PSOE resulta un poco más aseado que Sánchez, Feijóo buscará entonces entenderse con él (decepcionando así de nuevo a su parroquia de derechas).
Vox confía en dar la campanada dentro de cinco o seis años. Tarea ardua, o quizá quimérica, porque aunque subiese hasta los 70 escaños (hoy tiene 33), seguiría estando muy lejos de las cifras que acercan a la Moncloa. Todo indica que Abascal hará la travesía del desierto, pero no pisará la tierra prometida del poder. Feijóo será presidente, con permiso puntual de Vox y con unos 130-140 escaños. Acto seguido las pasará canutas, con un Gobierno en minoría, golpeado desde babor y estribor y con el superpufo oculto que le van a dejar Sánchez y Marisu.
PP y Vox deberían cooperar lealmente, sí. Pero las posibilidades son similares a las de una reunión de Pink Floyd. Ha corrido demasiada agua.











