La Navidad secuestrada: cuando se vacía el alma y se vende el envoltorio
AD.- La secularización de la Navidad no es una adaptación amable a una sociedad plural; es un acto de cobardía cultural y de deserción moral. No se ha buscado convivir, sino borrar. No se ha intentado sumar, sino amputar. La Navidad ha sido vaciada de su sentido para que no moleste, no cuestione y no recuerde que Europa —y Occidente— tienen una raíz que muchos hoy detestan, pero de la que viven como parásitos.
Se conserva el cascarón y se arroja el contenido. Se permite el espectáculo, pero se prohíbe el significado. Árboles, luces y consumo obsceno: sí. El pesebre, el nombre de Cristo, el relato fundacional: no. En nombre de una supuesta neutralidad, el espacio público se ha convertido en un desierto simbólico donde solo prospera aquello que puede venderse. Todo lo que exige silencio, trascendencia o memoria histórica debe desaparecer.
La hipocresía es absoluta. Se predica tolerancia mientras se practica la censura selectiva. Se elimina la Navidad cristiana para no “ofender”, pero se impone una Navidad comercial obligatoria que no admite disidencia: hay que estar felices, hay que consumir, hay que participar del ritual vacío. Quien se resiste es un aguafiestas; quien recuerda el origen es un sospechoso.
Lo que se ha producido no es una Navidad inclusiva, sino una Navidad estéril. Un simulacro sin alma, un decorado sin obra, una fiesta sin causa. La secularización no ha liberado a nadie: ha entregado la celebración al mercado, al ruido, a la banalidad. Donde antes había un mensaje incómodo —humildad, sacrificio, encarnación— ahora solo hay descuentos y una felicidad de plástico que se rompe el 7 de enero.
Negar el carácter cristiano de la Navidad no es un acto de progreso, sino de falsificación histórica. Es como celebrar el Ramadán sin ayuno o el Día del Trabajo sin trabajadores. Una sociedad que renuncia a nombrar lo que celebra es una sociedad que ya no sabe quién es. Y cuando una cultura pierde su identidad, no se vuelve libre: se vuelve manipulable.
Navidad secularizada
La Navidad secularizada no es el triunfo de la razón, sino del vacío. No es el fin de la religión en el espacio público, sino su sustitución por el culto más pobre y exigente de todos: el consumo. Y ese dios sí que no perdona.
No se trata de convivencia ni de respeto. Se trata de una negación sistemática de las raíces cristianas que dieron forma a la Navidad y, por extensión, a gran parte de la cultura occidental. Se tolera todo salvo el origen. Se permiten árboles, regalos y villancicos descafeinados, pero se oculta el pesebre, se evita el nombre de Cristo y se sustituye el “Feliz Navidad” por fórmulas asépticas que no ofendan a nadie… excepto a quienes aún saben qué celebran.
La paradoja es grotesca: se elimina el contenido religioso en nombre de la inclusión, pero se mantiene —y se intensifica— el consumo compulsivo. La Navidad secularizada no es más plural; es más pobre. Ha cambiado el misterio por el marketing, la fe por el frenesí, el silencio por el ruido constante de la caja registradora. Se nos pide que celebremos sin saber qué, que festejemos sin memoria y que compartamos sin fundamento.
Esta mutilación cultural no libera, empobrece. Una sociedad que reniega de sus símbolos acaba fabricando simulacros. Al borrar el sentido profundo de la Navidad, no se crea un espacio común: se crea un vacío. Y ese vacío lo ocupa el consumo, la superficialidad y una falsa alegría obligatoria que dura exactamente lo que duran las rebajas.
Defender la Navidad en su sentido pleno no es imponer creencias, sino reclamar honestidad histórica y coherencia cultural. La Navidad no es un festival de invierno ni una temporada de compras: es la celebración de un acontecimiento concreto que dio forma a una tradición, a un calendario y a una civilización. Negarlo no es progreso; es amnesia.
Quizá el verdadero problema no sea que la Navidad tenga un significado religioso, sino que ese significado aún interpela, incomoda y exige algo más que comprar, comer y seguir adelante. Por eso se intenta silenciarlo. Porque una Navidad sin alma es mucho más fácil de manejar.












