La lección extremeña
José Antonio Gómez Marín.- No parece razonable ni justa la opinión creciente de que resuelve el damero maldito de nuestra situación política a la razón única de que Sánchez es un sátrapa esclavo de su pasión por el Poder. Para empezar porque esa ominosa servidumbre no es insólita sino todo lo contrario: es casi general e intemporal, y luego, porque junto a este okupa sostenido a pulso por tan malas compañías, viaja otro que tal cuadra: el novato pero arriscado líder de Vox. Ahí tienen lo que acaba de descubrirse en Extremadura: a saber, que si Abascal cifra enteramente su interés en la ruina del PP (del que tan inequívocamente procede), Sánchez no le va a la zaga.
Puede que esté en lo cierto la teoría de que el espantajo de la “extrema derecha” empieza a asustar a menos gente cada día que transcurre no sólo en España sino en buena parte de la culta Europa y de la menos culta. Pero parece obvio que si la presencia de Vox en España fuera concebida –de verdad y no de boquilla– como el mayor y casi único problema que la nación tiene planteado, los restos de este PSOE en caída libre cuando no acuciado por la Justicia, tendría en su mano la solución con sólo abstenerse y dejar gobernar a quienes han ganado por goleada las elecciones. O bien, negociando con esos rivales un acuerdo razonable que podría incluir –a ver por qué no, teniendo en cuenta que Sánchez gobierna supeditado a filoetarras vascos, a golpistas catalanes y a los malfamados restos de ERC– incluso un pacto de cogobernanza. Más claro, el agua: a nadie le interesa más la promoción de Vox que a ese garabato de Gobierno feudatario de unos socios interesados exclusivamente en el saqueo de las finanzas y el deterioro del Estado españoles. Eso empieza a estar tan extendido en el Opinión Pública que ya no se le oculta más que el sector más desinformado del censo. A ver cómo podría explicarse si no el confinamiento del voto a Vox en la ingenua hondura de sus zonas rurales.
Dicho sea por derecho: Abascal es tan personalista e intransigente como Sánchez, uno y otro no pretenden otra cosa que no sea su beneficio electoral, aquel para seguir seduciendo a incautos y a desencantados, éste (y los suyos) simplemente para mantenerse en el machito. ¿Tal como ocurría durante el franquismo? Pues sí, ciertamente, aunque con camisas renovadas y –todo debe decirse- a remolque de una incierta marea neodictatorial perceptible hoy día por medio mundo y parte del otro medio.
Una gemela pasión por el poder
¿Qué podría hacer el partido de Abascal si en Extremadura se le reduce democráticamente a su estatura real dando al traste con la ilusión primaria de su camelo regeneracionista? Pues lo que teme el sanchismo –es decir, el PSOE por completo desnaturalizado y hasta envilecido–, que no es ni más ni menos que resignarse a su actual tercería política o quizá a renunciar al obsesivo proyecto cainita de fracturar al centroderecha. Hoy sabemos ya que no disiente de esta hipótesis la facción autoexcluída o expulsada de una organización que ha dejado irreconocible a la originaria dirigencia. Más o menos lo que ya pasó a comienzos de la dictadura anterior con los defraudados por la utopía fascista, dicho sea sólo con ánimo de invitar a la reflexión a esa legión de indecisos perplejos de que ahora dan cuenta los sondeos.
Idéntico cesarismo profesan Sánchez y Abascal, una misma ambición personal, una gemela pasión por el Poder, el mismo desdén por los intereses ajenos. O sea, nada nuevo, como España y Europa sabe de sobra aunque quizá no recuerde: Franco quería que le llamaran “caudillo”, Gil Robles apostaba por “jefe”; Caeucesco (y otros varios) preferían “conducator”, Stalin aceptó lo de “padrecito” y el demente que señorea hoy Corea del Norte exige el tratamiento de “amado líder”. Se trata de evitar la discrepancia que suele derivarse de la pluralidad. En la España de postguerra hubo cientos de paredes que consagraban esa razón egotista del Poder proclamando que “el Jefe siempre lleva razón”. Y enseguida vamos a vivir en Extremadura, desde ambos lados del espectro político, la reedición del culto al autócrata sobre una soberbia mayoría a la que, por no haber alcanzado la mayoría absoluta, descalifican unos partidos a los que dobla cuando no triplica.











