Antes de la caída
Gabriel Albiac.- Saber morir: eso no cabe en la cabeza de un político. Deshecho, no recuperable de la condición humana, el político es carroña hermetizada en estuche de palabras hueras, eco de lugares comunes. Retóricas que, a fuer de repetidas, nada ya significan. A esa clausura, en la insignificancia, da un político nombre de eternidad: la del cadáver que se sueña amo del tiempo. Mil años vaticinó Adolf Hitler a su intemporal Reich. Sánchez es más modesto. De momento.
Rodeado de una corte de presuntos delincuentes, en partido como en familia, sospechoso de delinquir él mismo mucho más de lo que ninguno nos atrevemos a imaginar, el presidente del Gobierno ha puesto candado al tiempo histórico. Y ha tirado la llave. Es la fase terminal de los enfermos de poder: una gangrena, a cuya emética atmósfera ninguna cercanía sobrevive. Un muerto en vida pasea por los pasillos de Moncloa. Nadie va a quedarse allí, al contagioso costado de un fantasma. Ni siquiera para enterrarlo. Él, como a su rango procede, se ha proclamado intemporal. Que –es bien sabido– resulta un modo inequívoco de pregonar la propia muerte.
Hay una escalofriante paradoja de lo humano en ese delirio del gobernante que, para palpar la delicia de lo eterno, destruye todas las salidas de emergencia que hubieran podido, tal vez, ahorrarle ser aniquilado. Robaron sus más cercanos hombres de confianza: Ábalos y Cerdán son previsible carne de presidio. Malversó –y puede que bastante más– su esposa, para inventarse lo que jamás logró por propia mano: la respetable condición de un título que hiciese olvidar turbios orígenes familiares. De su mentor más preciado, empezamos a atisbar oscuras piruetas financieras al servicio de la dictadura china y de la venezolana. El hermano artista progresaba adecuadamente en Extremadura. Los colaboradores íntimos se entretenían con el simpático juego para patanes de todos los colores: meter mano a las subordinadas…
Era el momento de ponerse digno. De anunciar que un hombre del fuste moral que debe serle supuesto a un primer ministro no podía permanecer ni en el partido ni en el gobierno de semejante gentuza. Pudo hacerlo. No lo hizo. Sus razones tendría. Quemó las naves. Desechó la sensatez llana de convocar elecciones. ¡Hasta 2027 y más allá!, proclamó. Y el más allá se tragó el último resto de su cordura.
Hay que saber morir. Puede que en esa máxima estoica se cifre lo único que de verdad distingue a un humano de una bestia. Marco Aurelio: «Si un dios te hubiese dicho que ‘mañana morirás o en todo caso pasado mañana’, no habrías puesto en morir pasado mañana, mayor empeño que en morir mañana, a menos que fueras extremadamente vil… De igual modo, no consideres de gran importancia morir al cabo de muchos años en vez de morir mañana». ¿Vale la pena sobrevivir en la vanidad del mando supremo, al precio de ir arrojando despojos de fámulos al circo de los leones? Me inclinaría yo a decir que no. «A menos que fueras extremadamente vil», me matiza Marco Aurelio. Pues eso.
El presidente es ya un cadáver. Él no lo sabe: no quiere saberlo. Y hará inmolar, en torno a su grandiosa pira funeraria, a la más alta cifra de sus fieles. En bella hecatombe. Nada importa a Pedro Sánchez que no sea Pedro Sánchez. Él, el Único. Dos años más de vida, luego otros cuatro, luego… Carroñas sin sepultura alfombrarán el camino. Y eso, ¿a quién le importa?











