Okupas impunes, propietarios indefensos y una izquierda que blanquea la okupación y castiga al ciudadano
La okupación ilegal no es un conflicto social mal resuelto: es un fracaso deliberado del Estado de derecho. En España, ocupar una vivienda ajena se ha convertido en una práctica tolerada, protegida y, en algunos discursos políticos, casi celebrada. No por casualidad, sino por cobardía institucional, cálculo ideológico y desprecio al ciudadano que cumple la ley.
No hay épica alguna en la okupación. No hay resistencia, ni justicia social, ni rebeldía digna. Hay usurpación. Hay abuso. Hay individuos que entran por la fuerza o el engaño en una propiedad ajena y un sistema que, en lugar de expulsarlos de inmediato, les concede tiempo, ventajas y, en la práctica, derechos que no les corresponden. Mientras tanto, el propietario —la víctima— es tratado como sospechoso, privilegiado o directamente como el problema.
La mentira más obscena es que esto va de pobres contra ricos. Es falso. La okupación no golpea a los grandes tenedores: golpea a familias, a pequeños propietarios, a herederos, a trabajadores que compraron una segunda vivienda con años de sacrificio. A ellos se les exige comprensión infinita. A los okupas, ninguna responsabilidad. Esta inversión moral es una indecencia.
El daño no es solo individual, es colectivo. La okupación destruye barrios, degrada la convivencia y alimenta economías criminales. Mafias organizadas se lucran extorsionando, revendiendo llaves, subarrendando ilegalmente y utilizando a personas vulnerables como escudos humanos. Y el Estado, en lugar de actuar con contundencia, mira hacia otro lado mientras la ley se convierte en papel mojado.
El mensaje que se lanza es devastador: cumplir la ley te deja indefenso; violarla te garantiza tiempo, protección y negociación. Así no hay cohesión social posible. Así se rompe la confianza en las instituciones. Así se empuja a los ciudadanos a la desesperación o a la justicia por su mano.
La responsabilidad política es directa. Los partidos que relativizan la okupación han decidido sacrificar la seguridad jurídica en el altar de la propaganda. Han confundido política social con impunidad, y derechos con privilegios otorgados al margen de la ley. Defender la okupación no es progresismo: es autoritarismo encubierto, porque niega al ciudadano común la protección básica del Estado.
Una sociedad decente no debate si la usurpación es aceptable. La combate. Desalojo inmediato, sin ambigüedades. Protección real y prioritaria del propietario. Vivienda social desde lo público, no a costa del expolio privado. Y persecución efectiva de las mafias que viven de este desorden.
Todo lo demás es complicidad. Y la complicidad, cuando se ejerce desde el poder, tiene un nombre claro: irresponsabilidad institucional.
La izquierda y la coartada moral de la okupación
Hay silencios que no son ingenuos. Hay ambigüedades que no son errores. Y hay complicidades que, aunque se disfracen de discurso social, terminan siendo profundamente reaccionarias. La actitud de buena parte de la izquierda ante el fenómeno okupa —y en particular ante el caso de Ion— es un ejemplo perfecto de cómo una ideología puede perder el contacto con la realidad mientras presume de superioridad moral.
Durante años, la izquierda ha construido un relato en el que la okupación no es un problema, sino una respuesta legítima; no es una vulneración de derechos, sino un acto de “resistencia”; no es una imposición sobre terceros, sino una forma de justicia social. En ese marco, figuras como Ion no son cuestionadas, sino protegidas. No se analizan sus actos, se justifican. No se evalúan las consecuencias, se romantizan.
El resultado es una izquierda incapaz de decir una verdad incómoda: que defender sistemáticamente la okupación significa, en la práctica, despreciar el derecho de otros a decidir sobre su propia vida, su trabajo o su propiedad. Significa asumir que hay ciudadanos de primera —los que encajan en el relato— y ciudadanos de segunda, cuyos problemas no merecen empatía porque no son útiles políticamente.
Lo más grave no es la existencia de okupas. Lo grave es el blindaje ideológico. Cuando cualquier crítica es tachada de “criminalización de la pobreza”, cuando cualquier denuncia se convierte en “discurso de odio”, el debate muere y la impunidad crece. Ion no es solo un caso concreto: es el síntoma de una izquierda que ha sustituido el análisis por el eslogan y la responsabilidad por la consigna.
La izquierda que nació para defender a los débiles hoy prefiere ignorar a quienes sufren las consecuencias reales de estas prácticas. Pequeños propietarios, vecinos, barrios enteros quedan fuera del foco porque no encajan en la narrativa épica del conflicto. No hay pancartas para ellos. No hay comunicados. No hay hashtags.












