Revuelta y Vox o cómo convertir la tensión en método
El llamado “escándalo de Revuelta” no es un episodio aislado ni un malentendido juvenil. Es, más bien, el síntoma visible de una estrategia política deliberada que Vox lleva tiempo cultivando: tensionar la convivencia, normalizar la agresividad política y convertir la provocación en método. Lo preocupante no es solo lo ocurrido, sino el silencio cómplice, la ambigüedad calculada y la falta de responsabilidades asumidas.
Revuelta se presenta como un movimiento espontáneo, joven, rebelde. Pero basta rascar un poco para descubrir una estructura ideológica perfectamente alineada con el discurso de Vox: nacionalismo excluyente, desprecio por el pluralismo y una concepción autoritaria de la política donde el adversario no es un rival, sino un enemigo. Cuando estas ideas se traducen en actos, el resultado no puede sorprender a nadie.
Vox intenta jugar a dos bandas. Por un lado, se beneficia del ruido, de la viralidad, del miedo y de la confrontación que generan estos grupos. Por otro, se lava las manos cuando el escándalo estalla, alegando que no controla a “organizaciones independientes”. Es una coartada vieja y gastada. La política no se mide solo por los estatutos formales, sino por las afinidades reales, los discursos compartidos y los guiños constantes.
El problema de fondo es que Vox no solo tolera estos comportamientos: los necesita. Necesita que el debate público se degrade, que la política se convierta en una pelea permanente, que la indignación sustituya al pensamiento crítico. En ese terreno embarrado, la ultraderecha se mueve con comodidad. La crispación no es un daño colateral; es el objetivo.
Mientras tanto, el daño institucional es profundo. Cada escándalo de este tipo erosiona la confianza en la democracia, trivializa el extremismo y desplaza el foco de los problemas reales: la desigualdad, la precariedad, la vivienda, la corrupción estructural. Se habla de provocaciones en lugar de soluciones. De gritos en lugar de propuestas.
Resulta especialmente grave que todo esto se envuelva en una retórica de patriotismo. No hay nada patriótico en dividir a la sociedad, en señalar colectivos, en convertir la política en una guerra cultural permanente. El patriotismo auténtico consiste en fortalecer las instituciones, respetar las reglas del juego democrático y aceptar que España es plural, diversa y compleja. Justo lo contrario de lo que promueven Vox y su entorno.
El escándalo de Revuelta debería servir como punto de inflexión. No para otro ciclo de indignación pasajera, sino para una reflexión seria sobre los límites que una democracia debe marcar frente a quienes juegan a dinamitarla desde dentro. La libertad de expresión no es una licencia para la intimidación, y la participación política no puede ser una excusa para el hostigamiento.
Vox tendrá que decidir si quiere seguir alimentando a estos monstruos o asumir, de una vez, que la política exige responsabilidad. Y la sociedad, en su conjunto, deberá decidir si normaliza esta deriva o si pone freno a una forma de hacer política que solo deja ruido, miedo y descomposición democrática.
Porque cuando el escándalo se convierte en estrategia, el problema ya no es Revuelta. El problema es Vox.











