«Socialismo democrático»: otro remake más
Julieta Clara.- Acto I: Volviendo al futuro, soy de Argentina y, cuando escucho al nuevo alcalde de Nueva York hablar del «socialismo democrático» como un camino hacia la «justicia social», siento que ya vi toda la película: la precuela, la secuela, el reinicio e incluso la versión del director. Actores distintos, guiones distintos, escenarios distintos, pero siempre el mismo final.
En Argentina, esa película se proyectó durante más de un siglo bajo títulos siempre renovados y seductores: «Inclusión», «Igualdad», «Solidaridad», «Derechos». Los resultados fueron siempre los mismos. Inflación creciente, expansión de la dependencia del asistencialismo, derrumbe de los incentivos a trabajar y familias enteras viviendo de subsidios por generaciones, porque ganar un salario no era mejor, y a menudo no era distinto, que recibir un cheque gubernamental. Una nación antes próspera fue vaciándose de productividad, agencia individual y oportunidades, mientras el relato insistía en que se avanzaba hacia un «final feliz».
Acto II: ¿Un nuevo género llamado «socialismo democrático»?
El problema con esta nueva entrega de la franquicia, el «socialismo democrático», no es el título en sí. Es la estructura que lo sostiene. Añadir la palabra democrático no cambia el género ni vuelve la película menos socialista o menos destructiva. Toda su lógica parte de asumir que el Estado puede interpretar el papel del «bueno».
Pero la historia, y en especial la historia reciente de Argentina, cuenta algo muy distinto. Cada vez que el Estado intenta presentarse como el héroe, el final es siempre el contrario: más control, menos agencia individual, incentivos más débiles para trabajar y una economía cada vez más subordinada a decisiones políticas en vez de decisiones individuales.
Acto III: El «nuevo» guion del remake neoyorquino
Un sonriente candidato a alcalde gana la elección prometiendo controles de precios, congelamientos de rentas y mayores impuestos a «los ricos» para financiar autobuses, guarderías, atención médica y supermercados «gratuitos». El mensaje suena generoso, moderno, humano. El tipo de personaje que el público está predispuesto a querer.
Pero aquí llega el giro inesperado: no existe el almuerzo gratis. Los recursos del Estado no aparecen por arte de magia. Provienen de impuestos que asfixian al sector productivo, desincentivan la inversión y, al final, castigan a los más vulnerables. Alguien siempre paga la cuenta y, en este guion, ese «alguien» son los contribuyentes de la ciudad.
Acto IV: La historia que no termina
En Argentina, cada cuatro años surgía un candidato que prometía «cobrar más impuestos a los ricos», regular a las empresas y proteger a la población mediante subsidios sin fin: electricidad barata, televisión «gratuita», precios controlados, tarifas de autobús reducidas.
La sorpresa era siempre la misma. La carga real caía sobre la clase trabajadora. Subían los precios, caían los salarios, se evaporaban los ahorros y los negocios cerraban o huían. Cada nuevo gobierno estrenaba una nueva secuela: nuevos rostros, nuevos lemas, nuevos afiches. Pero siempre el mismo guion y las mismas consecuencias. La única diferencia era que cada remake terminaba peor que el anterior porque la economía quedaba un poco más deteriorada.
Acto V: Cuando se multiplican los villanos
Algunas películas tienen más de un villano y Argentina siempre tuvo demasiados, menos los verdaderos. Todos, excepto los políticos, podían ser culpados: los ricos, los empresarios, la bolsa de valores, el FMI, Estados Unidos. Cualquiera podía ser acusado de «arruinar la economía» o «provocar inflación». Una y otra vez, los propietarios eran presentados como antagonistas perfectos, como especuladores malvados empeñados en explotar a los inquilinos.
Así surgió la famosa Ley de Alquileres: una regulación que controlaba precios y condiciones. Al principio parecía ayudar a los inquilinos. Luego llegó el giro: los propietarios sacaron sus viviendas del mercado, los precios subieron y la oferta colapsó.
La construcción, una de las principales generadoras de empleo en el país, se paralizó. Con el tiempo, incluso el mercado de vivienda se volvió subterráneo. Muchos propietarios migraron a Airbnb y otros alquileres temporales para escapar de los controles de precios y de las distorsiones creadas por las regulaciones cambiarias.
Acto VI: Próximamente, “El monstruo burocrático”
En esta nueva secuela, es posible que Mamdani logre implementar su programa. Pero alguien tendrá que administrarlo. Y en política, ese «alguien» siempre termina transformándose en algo mayor: nuevos departamentos, nuevas agencias, nuevas oficinas. Un Estado que se multiplica como un monstruo al que nunca se deja de alimentar.
Más burocracia significa más gasto, más intermediarios y más oportunidades para la corrupción. Un Estado obeso no solo gasta más; reparte más favores, exige más obediencia e invade cada rincón de la vida privada. Lo que empieza envuelto en discursos de «justicia social» termina siempre igual: un monstruo burocrático que crece y nunca deja de devorar.
Acto VII: «La advertencia»
La escena final muestra a una sociedad que empieza a sentirse con derecho a que todo sea «gratis» y que, por lo tanto, exige todavía más cosas gratuitas. Pero, a medida que esta mentalidad se expande, el vínculo entre causa y efecto se diluye. El valor se vuelve invisible. La responsabilidad desaparece. Y algo más oscuro ocupa su lugar: una cultura que deja de premiar el mérito y comienza a creer que la comodidad es un derecho y el esfuerzo es opcional.
Es una ilusión que parece ideal en la superficie, pero que siempre termina con menos oportunidades, más dependencia y un futuro más pobre. Con el tiempo, cambia los incentivos, las expectativas e incluso el carácter, hasta que la dependencia se siente normal y la libertad se vuelve prescindible. La lección final queda clara:
El «socialismo democrático» no solo destruye economías. También destruye las culturas que las sostienen.










