Bruselas asfixia al agricultor y abandona el campo europeo
Juan María de Andrés.- Mientras Bruselas se envuelve en discursos verdes, estrategias grandilocuentes y comunicados impecables, el campo europeo se muere. No por falta de esfuerzo de quienes lo trabajan, sino por una sucesión de decisiones políticas que han convertido a la agricultura y la ganadería en daños colaterales de una burocracia lejana, urbanizada y profundamente desconectada de la realidad rural.
La Unión Europea presume de defender la cohesión territorial, pero ha hecho exactamente lo contrario. Cada nueva norma, cada directiva diseñada en despachos alfombrados, cae sobre el agricultor como una losa más: más papeleo, más costes, más exigencias… y menos ingresos. Bruselas exige producir más barato, más limpio y más rápido, compitiendo al mismo tiempo con importaciones de terceros países que no cumplen ni de lejos los estándares que se imponen al productor europeo. Eso no es transición ecológica: es competencia desleal institucionalizada.
La Política Agraria Común, antaño columna vertebral del mundo rural, se ha transformado en un laberinto administrativo que favorece al grande y castiga al pequeño. Las ayudas llegan tarde, mal y con condiciones imposibles de cumplir para quien trabaja de sol a sol. Se subvenciona el abandono encubierto mientras se asfixia al que quiere seguir produciendo. El mensaje implícito es claro: el campo sobra.
Bruselas habla de sostenibilidad, pero ignora que no hay sostenibilidad sin rentabilidad. No hay biodiversidad sin agricultores. No hay paisaje sin ganaderos. No hay seguridad alimentaria sin un sector primario fuerte. Defender el medio ambiente a costa de vaciar los pueblos no es ecologismo: es cinismo.
El resultado está a la vista. Pueblos envejecidos, explotaciones que cierran, jóvenes que huyen porque el campo se ha convertido en una trampa sin futuro. Y, mientras tanto, la Comisión Europea se sorprende por las protestas, como si los tractores en las carreteras fueran un capricho y no un grito desesperado de supervivencia.
El desprecio no es solo económico, es cultural. Desde Bruselas se mira al campo como a un problema que hay que gestionar, no como a un pilar que hay que proteger. Se legisla sin pisar barro, sin escuchar a quien vive de la tierra, sin comprender que detrás de cada explotación hay familias, historia y territorio.
Europa se llena la boca hablando de autonomía estratégica, pero depende cada vez más de alimentos producidos fuera de sus fronteras. Ha decidido sacrificar su soberanía alimentaria en el altar del dogmatismo regulatorio. Cuando falten productos, cuando los precios se disparen, cuando las estanterías vacías ya no sean una hipótesis, tal vez alguien en Bruselas se pregunte en qué momento decidió abandonar el campo.
Aún hay tiempo de rectificar, pero hace falta algo más que planes y eslóganes. Hace falta respeto, sentido común y una política agraria que defienda de verdad a quienes producen. Porque sin campo no hay Europa. Y Bruselas, con su abandono, parece haberlo olvidado.












