Yolanda Díaz y la incoherencia de denunciar la corrupción del Gobierno del que ella forma parte sin dejar el sillón

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, en el Congreso.
AD.- En pleno estallido de escándalos de presunta corrupción y graves casos de acoso sexual que sacuden al PSOE y, por extensión, al Gobierno de España, la figura de la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, emerge con un discurso indignado contra la degradación institucional. Sin embargo, Yolanda Díaz denuncia la corrupción sin pagar ningún precio por hacerlo. Alzar la voz contra los escándalos que salpican al Gobierno mientras se aferra al cargo de vicepresidenta es, más que una postura ética, un ejercicio de hipocresía política de manual.
Díaz habla de “regeneración democrática”, de “límites morales” y de que “así no se puede continuar”, pero continúa. Continúa cobrando, continúa firmando acuerdos y continúa sosteniendo con su presencia un Gobierno que ella misma describe como degradado. Si la corrupción es tan grave como afirma, su permanencia en el Ejecutivo no es valentía: es complicidad pasiva.
La vicepresidenta pretende presentarse como la conciencia crítica del Consejo de Ministros, una especie de oposición interna que denuncia los excesos del PSOE mientras disfruta de todas las ventajas del poder. Es una posición cómoda, calculada y profundamente cínica: gritar “escándalo” sin levantarse de la mesa, exigir responsabilidades sin asumir ninguna propia, y simular firmeza mientras se garantiza la supervivencia política personal.
Porque no nos engañemos: si Yolanda Díaz creyera realmente en lo que dice, ya habría dimitido o habría forzado una ruptura clara de la coalición. No lo hace porque sabe que fuera del Gobierno su voz pesaría menos, su protagonismo se diluiría y su proyecto político quedaría expuesto a la irrelevancia. Así que elige la retórica sin consecuencias, el gesto sin sacrificio, la indignación de salón.
Su discurso no sirve para limpiar la política, sino para blanquearla. Al quedarse, Díaz actúa como un amortiguador moral que permite al presidente seguir adelante mientras alguien dentro del Gobierno simula incomodidad. Es el papel perfecto: ella se lava las manos y el Ejecutivo sigue funcionando. La corrupción se denuncia, pero el poder no se suelta.
Esta ambigüedad no es nueva ni accidental. Es una estrategia consciente: marcar distancia sin romper, criticar sin romper, indignarse sin romper. El resultado es demoledor para la credibilidad de su discurso ético. Nadie que esté verdaderamente escandalizado por la corrupción permanece voluntariamente en el epicentro del escándalo.
En política, hay momentos en los que las palabras dejan de bastar. Yolanda Díaz ha superado ese punto. Hoy, sus denuncias suenan huecas porque no van acompañadas del único gesto que las haría creíbles: levantarse y marcharse. Todo lo demás es teatro.










