Largo Caballero, apóstol del enfrentamiento entre españoles
Largo Caballero ha sido presentado muchas veces como un líder obrero, un referente del socialismo español, incluso una especie de “Lenin español”. Pero detrás de la retórica grandilocuente y de la imagen mitificada, se encuentra una figura profundamente asociada a la exaltación de la violencia como herramienta política. Y ese es un legado que no puede ni debe blanquearse.
Caballero defendió sin ambages la vía revolucionaria, proclamando que la democracia liberal no era más que una etapa transitoria hacia la dictadura del proletariado. Sus discursos no eran llamamientos a la convivencia, sino llamas directas al enfrentamiento. No buscaba la construcción de una sociedad plural, sino la imposición de una hegemonía ideológica a golpe de barricada.
El problema no es solo lo que dijo, sino lo que promovió. Bajo su liderazgo, el PSOE y la UGT se lanzaron en 1934 a una insurrección armada que ensangrentó Asturias, dejando un rastro de muertos, destrucción y odio fratricida. Fue un experimento revolucionario fallido que anticipó la tragedia posterior. No se puede hablar de Largo Caballero sin recordar que en sus palabras y en sus actos la violencia no era un accidente: era el método.
En una España que intentaba frágilmente caminar hacia la democracia, Caballero eligió dinamitar los puentes. Prefirió el dogma a la tolerancia, la violencia al diálogo, la imposición al consenso. Y ahí está su responsabilidad histórica. La política no puede edificarse sobre cadáveres, ni sobre arengas que glorifican la guerra civil como horizonte.
Hoy, cuando algunos intentan rehabilitar su figura o justificar su estrategia en nombre del contexto, conviene recordar algo esencial: la violencia política nunca es excusable. Largo Caballero no fue un héroe de la libertad, sino un apóstol del enfrentamiento. España pagó demasiado caro esa apuesta fanática. Y su recuerdo debe servir como advertencia, no como inspiración.












