Moncloa hace millonarios a los presidentes socialistas (Video comentario de Joaquín Abad)
La política española tiene un patrón que se repite siempre en el mismo lado del tablero: los dirigentes socialistas entran como ciudadanos modestos y salen convertidos en multimillonarios. No es una casualidad, ni un fenómeno aislado, ni una percepción exagerada. Es una constante que se remonta décadas atrás y que sigue vigente, mientras la ciudadanía observa cómo la igualdad que se predica desde los mítines jamás se aplica a quienes han saboreado los privilegios del poder.
Adolfo Suárez llegó a La Moncloa sin patrimonio relevante, hijo de familia humilde, con su vida marcada por el esfuerzo personal. Salió exactamente igual: sin fortunas ocultas, sin negocios turbios, sin conferencias de oro ni inversiones de élite.
Leopoldo Calvo-Sotelo tampoco aprovechó la política para enriquecerse. Volvió a su vida profesional, sin estridencias económicas ni transformaciones patrimoniales.
José María Aznar tenía una vida acomodada antes de ser presidente y la mantuvo después, sin multiplicar su riqueza de manera escandalosa. Mariano Rajoy, funcionario de carrera y registrador de la propiedad, puede justificar euro por euro todo lo que tiene.
Ninguno de ellos salió de la política siendo más rico de lo que entró, algo difícil de decir cuando se mira hacia la izquierda.
Porque si hay un rasgo que identifica al socialismo español es su capacidad para transformar la humildad inicial en prosperidad absoluta tras tocar el poder.
Felipe González llegó con un sueldo modesto, viviendo en un piso común, y hoy es una figura acomodada, con inversiones, casas y una vida propia de un magnate global viajando por medio mundo en aviones privados. Rodríguez Zapatero no tenía patrimonio significativo antes de pisar Moncloa y ahora disfruta de una realidad económica radicalmente distinta, viviendo muy lejos del perfil austero que utilizaba como bandera, con chalés de lujo en Lanzarote, Madrid, y mucho dinero repartido quizá en paraísos fiscales, por lo que hasta la justicia de los Estados Unidos le está investigando por su relación con el narcoestado de Venezuela.
Pedro Sánchez, que se presentaba como un político sin recursos extraordinarios, ya ha puesto rumbo al mismo camino que recorrieron sus predecesores. Se ha acostumbrado a viajar en el Falcon y cuando salga de Moncloa seguirá utilizando aviones privados.
Pero quizás el caso más revelador, el que mejor simboliza esta transformación económica que solo parece darse en una dirección, es el de José Bono. Hijo de un alcalde de un pequeño pueblo manchego, criado en un ambiente familiar modesto, se convirtió con el tiempo en una de las fortunas políticas más llamativas de España.
Tras presidir Castilla-La Mancha durante más de dos décadas, ocupar el Ministerio de Defensa y terminar como presidente del Congreso, su patrimonio creció de manera fulgurante: fincas, viviendas de alto valor, inversiones en República Dominicana, Marruecos, negocios familiares y un tren de vida impensable para aquel joven que empezó desde abajo.
El ascenso económico de Bono es tan meteórico que muchos españoles lo interpretan como el manual práctico del político socialista que llega con poco y se va con mucho.
Esa es la contradicción monumental que irrita a millones de ciudadanos: quienes hablan de igualdad, austeridad y sacrificios colectivos son precisamente los que más se han beneficiado económicamente de la política.
Mientras la gente corriente trabaja y paga impuestos sin ver mejoras, algunos dirigentes del PSOE convierten el poder en una jubilación dorada. Las siglas que nacieron para defender a los obreros han terminado generando una élite económica propia, una aristocracia política que ha encontrado en la administración pública un trampolín hacia fortunas personales.
La derecha tendrá muchos defectos, y los ha tenido, pero lo que no se puede decir es que haya convertido la política en un negocio personal. En el lado socialista, en cambio, una y otra vez aparece la misma fotografía: dirigentes que empiezan en un piso modesto y terminan en mansiones, fincas, contratos internacionales y patrimonios de escándalo. No se trata de ideología, sino de hechos.
La política debería ser servicio público, no una autopista hacia el enriquecimiento. Pero en España, para algunos, ha sido exactamente eso. Y lo peor es que los que más presumen de igualdad son los que más desigualdad generan entre su propio pasado humilde y su presente millonario. Esa es la gran mentira de la política española: que quienes dicen luchar por los pobres son, paradójicamente, los que mejor viven después de dejar el cargo.











