AD.- Hay momentos en la vida pública en los que la ciudadanía necesita levantar la voz, no para gritar más fuerte, sino para recordar quiénes somos y qué país queremos dejar a quienes vienen detrás. La concentración del Partido Popular contra la corrupción es uno de esos momentos: un acto que nace de la convicción profunda de que España merece instituciones limpias, responsables y dignas de la confianza de su gente.

Hay gobiernos que gobiernan bien, otros mal, y algunos que simplemente pasan. Y luego está el sanchismo: una forma de poder que ha convertido la excepcionalidad en norma, la opacidad en método y la erosión institucional en herramienta política. No hace falta un catálogo de delitos para comprender el daño. Basta mirar el paisaje que deja tras de sí: un país exhausto, dividido, desconfiado y con la sensación de que sus instituciones han sido usadas como piezas desechables en una partida sin reglas.

Lo verdaderamente alarmante no es lo que se ha hecho, sino cómo se ha hecho.

El sanchismo ha demostrado que la principal tentación del poder no es la corrupción económica, sino la corrupción del procedimiento, del respeto por los equilibrios, del espíritu democrático que da sentido a las leyes. Las decisiones llegan envueltas en propaganda, las explicaciones nunca llegan, los pactos se presentan como inevitables y el debate público se reduce a un monólogo con efectos especiales.

No es una cuestión de ideología. Es una cuestión de higiene democrática.

En ningún momento reciente se había visto una presión tan constante sobre los contrapesos del Estado. Cada institución que estorbaba, cada órgano que no aplaudía lo suficiente, cada voz que recordaba límites se convertía automáticamente en enemigo político.

Sin necesidad de cruzar líneas penales, el sanchismo ha practicado una fórmula distinta pero igual de corrosiva: la desnaturalización del sistema desde dentro, gota a gota, reforma a reforma, nombramiento a nombramiento.

Mientras tanto, la retórica oficial ha convertido la crítica en traición, el desacuerdo en odio y la oposición en “retroceso”. Un lenguaje diseñado no para explicar, sino para dividir. No para rendir cuentas, sino para blindarse. No para gobernar, sino para sobrevivir.

Cuando un gobierno habla como si representara a la “democracia” frente a sus propios ciudadanos, algo esencial se ha roto.

España necesita aire limpio

No más relatos prefabricados. No más giros tácticos presentados como principios. No más instituciones convertidas en herramientas de partido. España necesita aire, transparencia real, límites firmes y un liderazgo que no confunda estrategia con legitimidad.

El sanchismo se presentaba como la fuerza que modernizaría el país. Hoy es, para muchos, el símbolo de una etapa donde la política se volvió oscuro hábito, donde el poder dejó de ser servicio para convertirse en supervivencia, donde las reglas del juego importaron menos que el marcador.

La democracia española es fuerte, sí. Pero no es indestructible. Y este periodo ha demostrado hasta qué punto puede ser estirada, tensionada y desgastada sin romperse del todo.

Lo peligroso es acostumbrarse.